Tenemos un problema serio de comunicación cuando el
Presidente de la República considera que uno de sus trabajos principales es
contrastar la información que presentan los medios con los otros datos que él
tiene. Y tenemos un problema de comprensión democrática cuando ese contraste se
presenta como una lucha política entre facciones.
El problema se agrava cuando el Presidente considera
que la presentación de datos que señalan una fuente específica, normalmente
confiable, es parte de una larga campaña en su contra. Y se complica más cuando
hace analogías históricas que no toman en cuenta las transformaciones ocurridas
en los medios a lo largo de más de un siglo.
Todo esto viene a cuento por los ataques al mensajero:
a la información que todos han dado acerca de los hallazgos de la Auditoría
Superior de la Federación, en su revisión de la cuenta pública. López Obrador
se agarra de que la ASF haya tenido que corregir un cálculo sobre los costos
actuales de la cancelación del aeropuerto de Texcoco para despotricar contra
los medios que simplemente retomaron la información proveniente de una fuente que
suele ser confiable.
AMLO puso en el mismo paquete a quienes adjetivizaron
editorialmente y a quienes simplemente informaron. Eso significa que, para él
no hay diferencia: si la información no le gusta o no le conviene, es como si
fuera una opinión en su contra. No hay aquí distinción entre elementos
factuales y puntos de vista.
Nadie conoce la verdad absoluta de las cosas. Es
ingenuo imaginarlo. De ahí la importancia de citar las fuentes de información:
con ello el periodista honesto admite que no conoce toda la verdad, y que está
citando una parte, o una versión. En cambio, el periodismo faccioso hace pasar
como verdad absoluta lo que en todo caso es una verdad parcial.
El periodismo faccioso, totalmente partidista, de
verdades absolutas y clara definición partidista, era la regla hace un siglo.
Es el periodismo que el Presidente imagina como general y, extrañamente, es al
que aplaude si es que está de su lado.
Un medio de información, si quiere servir a sus
usuarios, no puede ser el órgano de nadie, y mucho menos del gobierno o del
jefe de Estado. Debe tomar distancia, y tratar de ser objetivo. Si está
comprometido con el bien de la sociedad, debe señalar errores e insuficiencias,
al mismo tiempo que celebra los éxitos y promueve los valores nacionales.
De hecho, el propio gobierno de López Obrador ha
tomado decisiones y ha realizado algunas correcciones, unas pocas, a partir de
señalamientos en la prensa. Las críticas, sobre todo cuando son generalizadas,
le han servido para no perder totalmente el rumbo en varias áreas. Pero hay
asuntos que parecen anatema para el Presidente: los relacionados con sus tres
grandes proyectos de infraestructura, los que tienen qué ver con su política de
energía, y tocan a Pemex o a la CFE, los que relatan casos escandalosos de
corrupción y, curiosamente, los relacionados con las demandas de las mujeres.
Para él, tocarlos es atacarlo.
En el caso del informe de la Auditoría Superior de la
Federación, aun revisado el error respecto al costo inicial (que no el
definitivo) de la cancelación del NAIM, hay un montón de señalamientos que vale
la pena seguir analizando. Los costos de Santa Lucía, el dinero que no aparece
en la CONADE, las omisiones en Cultura, los faltantes en Conacyt son sólo
algunos de los que ha marcado Crónica. Hay más, en casi todas las áreas
de la administración. La diatriba presidencial sirve, entre otras cosas, para
minar la credibilidad de la fuente que señaló esos faltantes y omisiones.
Cosas similares se pueden decir frente a la reforma a
al Ley de la Industria Eléctrica, donde la instrucción de no cambiar una coma a
la iniciativa habla del desdén por el debate parlamentario, o la posibilidad de
mejoría de la norma. Es la lógica de El Rey: mi palabra es la Ley.
Y ya no digamos del asunto de las mujeres, donde López
Obrador ha hecho un enemigo donde no lo tenía, por su tendencia a poner como
adversario, y aliado de la reacción, a quien se atreve a levantar una crítica.
Al no distinguir las críticas sobre hechos, de los
ataques políticos y personales, López Obrador perdió la oportunidad para
utilizar los señalamientos de los medios para mejorar su gobierno. Prefiere equivocarse
él solo y limpiarse de responsabilidades acusando una suerte de guerra sucia
informativa en su contra.
Atribuir orígenes y propósitos innobles a quienes
señalan deficiencias, o perversa deslealtad a quienes piensan de manera
diferente es una forma de autoritarismo, por su incapacidad de reconocer la
existencia de distintos puntos de vista y la inexistencia de la verdad
absoluta. Su preferencia por los propagandistas lo pone en posición contraria a
quienes creen que una sociedad informada funciona mejor que otra, en la que se
busca la unanimidad alrededor de la intocable figura de poder. Y se ve muy mal,
cuando la principal figura de poder del país sigue siendo el titular del Poder
Ejecutivo.
Si todo fuera verse mal, no habría problema. Pero lo
dicho por López Obrador nos lo pinta como un nostálgico activo de los tiempos
de la sociedad callada, que bailaba al son que le tocara el Presidente.
Escribo esta columna en solidaridad con los
periodistas y los medios agredidos desde Palacio Nacional.
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