Van otros tres textos publicados en Crónica, todos sobre la reacción insuficiente en materia económica del presidente López Obrador, ante la crisis desatada por la emergencia del coronavirus. Hay un nuevo leit-motiv: AMLO se aferra a sus fetiches y a lo que aprendió (mal) hace cuatro décadas.
AMLO nos está saliendo neoliberal
La pandemia del coronavirus ha hecho que muchas cosas que
parecían sólidas salten por los aires. El orden mundial no será el mismo tras
su paso. En particular, los efectos económicos inmediatos no serán parecidos a
los de la crisis de 2008-2009; habrá que ir más atrás en el tiempo, casi un
siglo, y pensar en los años de la Gran Depresión. Se habla de caídas de hasta
30% del PIB para el segundo trimestre del año en distintas naciones
desarrolladas. De ese tamaño es el mazazo.
El hecho es que muchas economías del mundo están paradas,
trabajando al mínimo, en terapia intensiva. Ese paro total será de varias
semanas y no se sabe, bien a bien, qué tan rápido pueden recuperarse, dada la
interdependencia internacional y la ruptura de las cadenas de valor. El golpe es
tanto del lado de la oferta, porque se está produciendo menos, como por el de
la demanda, porque se está consumiendo menos.
La gran pregunta es, si se tratará de un fenómeno temporal o
de algo más profundo, una crisis de mediana duración que obligue a recomponer
la estructura económica mundial bajo una nueva lógica.
Por lo pronto, todos los países serios se han dado cuenta de
la gravedad de la situación y han puesto en marcha medidas de emergencia. Se
han olvidado de consideraciones propias de los años de estabilidad, como el
déficit fiscal, y han desarrollado diferentes estrategias que tienen como
denominador común que están soltando enormes cantidades de dinero para
estímulos.
La receta varía de país a país. Hay quienes buscan proteger
a los pequeños y medianos negocios, como Alemania; hay quienes aplazan el pago
de impuestos, como España; quienes pagan la renta y los servicios básicos de
las personas, como Francia; hay quienes apoyan masivamente a individuos como
Canadá; quienes suspendieron el pago de hipotecas, entre otras medidas, como
Italia; quienes pagan el 75% de los salarios de toda empresa que no despida
personal, pero lo tenga en casa, como Dinamarca. Y no son sólo los países
ricos: Argentina incluyó un bono como “ingreso familiar de emergencia” y
prorrogó el pago de los servicios, El Salvador anunció medidas más radicales,
incluido el control de precios de la canasta básica.
Todos se alejan de la ortodoxia económica, con paquetes que
significan del 3 al 15% del Producto Interno Bruto Nacional. Son mecanismos
para evitar el colapso total: el equivalente al respirador artificial. Y son
para permitir que las economías puedan reponerse tras el paso mortal del
Covid-19.
Todas estas medidas se van a financiar principalmente
mediante deuda pública, en una situación en la que el costo del dinero a nivel
mundial es prácticamente de cero. Y el costo es tan bajo precisamente porque
hay un exceso de capital en busca de colocación, como en la crisis de 1929.
Si los campeones de la prudencia económica, que son los
alemanes, le están metiendo 610 mil millones de dólares extra de estímulos
fiscales, eso significa que el viejo paradigma tronó en mil pedazos, que el
keynesianismo (u otra cosa parecida) renace de las cenizas y que necesariamente
el mundo avanzará hacia una mayor intervención del Estado en la regulación de
los ciclos económicos.
Lamentablemente, de eso no parece estar enterado el
presidente López Obrador, quien estudió ciencia política en los años setenta,
pero parece que sus exámenes extraordinarios de economía los aprobó en los
ochenta, años de Reagan y Thatcher, cuando resurgía la ola del pensamiento
neoliberal.
A López Obrador le preocupan, al hablar de macroeconomía,
tres cosas: que no haya déficit, que no haya deuda y que el peso esté fuerte. Esos
son precisamente los tres fetiches que usó la derecha mexicana para
descalificar como “docena trágica” los gobiernos que el propio AMLO señala como
últimos gobiernos revolucionarios (y que sí, cometieron errores graves ante la
crisis fiscal del Estado, en aquel entonces). La cuarta cosa que le importa a
López Obrador, como a los panistas y tecnócratas en los años ochenta, es no
aumentar impuestos. Encima de eso, le tiene fobia al concepto de “rescate”,
porque lo asocia con el Fobaproa, como si ése fuera el único tipo de rescate
posible a las empresas.
El problema es que, si bien la ortodoxia económica a la que
se aferra el Presidente, tenía el pequeño defecto de ser recesiva en tiempos
normales, ahora que vivimos tiempos excepcionales puede tener el gran defecto
de profundizar una depresión.
Para colmo, el desplome de los precios internacionales del
petróleo no sólo echa por la borda la idea de utilizar a Pemex como palanca del
desarrollo, sino que pone en serios aprietos a la empresa productiva del Estado
en varios otros campos: si el costo de extracción es mayor al precio de venta,
la palanca se convierte en un lastre que lleva al fondo no sólo a Pemex, sino
también a las finanzas públicas.
En estas semanas la economía mexicana sufrirá un parón muy
grande, obligada por la crisis sanitaria. No hay manera responsable de
evitarlo. Las entidades federativas y los ciudadanos se han adelantado a la
Federación. Y los expertos en el gobierno en materia de salud, aliados con la
realidad, terminarán por doblarle la mano al terco Presidente, aunque sigamos
padeciendo de disonancia con sus discursos.
Pero falta lo otro. Son necesarias medidas de emergencia,
que protejan en primer lugar los ingresos de las personas, pero que también
permitan que las unidades económicas vuelvan lo más pronto posible a la
normalidad productiva. No puede ser que, a estas alturas, el Presidente pueda
seguir tan campante con la política ultraortodoxa del “dejar hacer, dejar
pasar”, aderezada con unos apoyitos que más que otra cosa parecen limosnas.
Hasta Trump y el Consejo Coordinador Empresarial lo están rebasando por la
izquierda. Es tiempo de que la gente sensata del gabinete imponga un paquete
económico de emergencia digno de ese nombre.
Rigidez y fetiches presidenciales
Ante las crisis, hay distintas maneras de actuar.
Unas tienen que ver con la velocidad y la fuerza de la reacción. Otras, con la
flexibilidad o la rigidez. La crisis de dos cabezas que enfrentan México y el
mundo, con la pandemia del coronavirus y sus efectos económicos, exige una
reacción fuerte, pero también flexible.
Es una crisis tan grande que ha echado por tierra
las antiguas certidumbres. Todos los guiones han tenido que cambiar.
Al presidente López Obrador no le gusta que le
cambien el guión que tenía programado para el país. Su tendencia es a la
inflexibilidad. En lo referente a la crisis de salud ha tenido, a
regañadientes, que ir cediendo ante una realidad que ya está aquí, y que son
los contagios locales. En el tema económico, sigue aferrado a sus fetiches,
tanto en lo que aborrece (deuda, impuestos, déficit), como en lo que ama (sus
proyectos emblemáticos y la resurrección de Pemex).
La inflexibilidad presidencial se ha traducido en
una respuesta un tanto confusa ante la llegada del coronavirus, marcada por las
contradicciones entre el mensaje oficial de salud y la actitud displicente de
López Obrador, pero al menos se está avanzando en la dirección correcta. Pero
sobre todo se ha traducido en una suerte de pasmo en lo económico, mientras
otros países del mundo están destinando sumas importantes para evitar un
colapso después del colapso.
En otras palabras, no ha habido una reacción
suficientemente fuerte ante el monstruo bicéfalo.
¿Qué significa una reacción fuerte? En primer lugar,
darse cuenta de que la inacción es suicida y también entender, como lo han
señalado varios especialistas, que los dos problemas están tan enlazados que es
un error gravísimo querer separarlos. No hay manera de salir adelante en lo
económico si no se ataca con seriedad y decisión el problema de salud. No hay
manera de salir airosos en lo sanitario, si no se canalizan recursos económicos
cuantiosos a ese sector y al problema del Covid-19 en específico.
La recesión mundial es un hecho. Su profundidad en
cada país, está por definirse. Quienes tengan una crisis de salud profunda, no
sólo tendrán también una recesión igualmente profunda, sino que cualquier
recuperación económica será más difícil y lenta. Por eso, es un absurdo
hacernos de la vista gorda ante el problema de salud, y querer dizque proteger
la economía hoy, porque mañana sólo quedarán harapos. Posiciones como las que
ha expresado el dueño de TV Azteca no pecan sólo de insensibles, sino también
de miopes en lo económico.
En otras palabras, en el tema de la epidemia es
mejor tener una sobrerreacción que bajar la guardia. Aun así, es necesaria
cierta flexibilidad, dada cuenta la situación de precariedad e informalidad de
buena parte de los trabajadores en el país.
Y en el tema de la economía, las voces que reclaman
al gobierno un programa general de rescate son prácticamente unánimes. Desde
los adoradores del libre mercado hasta la izquierda radical, todos coinciden en
que tiene que haber medidas excepcionales, que vayan de acuerdo con la
situación excepcional que apenas estamos empezando a vivir.
Si continúa la inacción gubernamental, va a haber
una destrucción masiva de puestos de trabajo, que llevará a una espiral en la
que tanto el consumo como la producción se van tirando hacia abajo. Es lo que
vivieron muchos países durante la Gran Depresión (todos recuerdan las medidas
proactivas de Roosevelt; nadie se acuerda del pasmo de Hoover).
Todos las propuestas, desde las que tienen como
principal objetivo salvar a las empresas hasta las que apuntan, casi
exclusivamente, a mantener los ingresos de los trabajadores, derrumban como
fichas de dominó a los fetiches del neoliberalismo que ha adoptado López
Obrador: el superávit primario en las finanzas públicas, el no endeudarse y, en
el mediano plazo, el no aumentar impuestos.
Muchas de ellas subrayan también la inutilidad, a
estas alturas del precio del petróleo, de continuar inyectando recursos al
proyecto de la refinería de Dos Bocas. Todas, sobre la conveniencia de hacer
otro tipo de inversión pública.
Sólo con deuda, déficit, reacomodos en el gasto y
proyectos mayores de salvamento de la planta productiva y de los ingresos de
los trabajadores podrá el país salir adelante. Los principales sectores productivos
del país estarían, sin duda, de acuerdo con un acuerdo de gran calado. A estas
alturas, los detalles importan menos que el hecho de realizarlo y soltar el
gasto.
López Obrador ha tenido que admitir que no es
epidemiólogo. Y eso ha permitido que los especialistas hayan podido empezar a
trabajar, a pesar de los obstáculos de todas las mañanas. De seguro ha de haber
sido complicado convencer al Presidente de modificar, aunque sea un poco, su
discurso. Ese esfuerzo de los especialistas se agradece.
Ahora toca una tarea todavía más complicada. Hacer
que López Obrador admita que no es economista (no lo tiene que hacer en
público) y permitirle encabezar formalmente un gran programa para la
reactivación económica en el que la prioridad ya no sean los fetiches
ochenteros del Presidente, sino la salud de la economía nacional.
Si la rigidez presidencial en materia de salud ya
tuvo y tendrá costos a la hora de combatir la pandemia, su rigidez en materia
económica será catastrófica, si no le doblan la manita. ¿Habrá quien pueda?
El guión inamovible de AMLO
Era la gran oportunidad de AMLO. No sólo no la tomó,
sino que la agarró a patadas.
Con la crisis económica y social asociada a la
pandemia del coronavirus se ha generado un consenso mundial: son necesarias
reformas de fondo, que den un vuelco a la política económica seguida en las
últimas décadas, el llamado neoliberalismo. Reformas que implican un mayor
papel del Estado en la economía, más peso a los servicios públicos,
redistribución del ingreso, fin a los privilegios y redefinición de los
mercados laborales, para revertir la precariedad y los bajos salarios. Todos
estos objetivos coinciden con el discurso de campaña del Presidente, y la circunstancia
excepcional permitía mover las baterías hacia allá, para evitar una depresión
económica de dimensiones no conocidas por esta generación de mexicanos.
Pero López Obrador tenía otros datos que,
desgraciadamente, no corresponden con la realidad.
La economía mexicana, como otras en el mundo, se
está hundiendo debido a la obligada inactividad parcial, decretada por la
emergencia sanitaria. Para darnos cuentas del tamaño, hagamos cuentas
sencillas: si la economía cae 20% por cada mes de cuarentena, el efecto es de
1.67 puntos del PIB por mes. Sumemos dos meses y un poco más, porque la
recuperación será, acaso, paulatina, agreguemos el efecto normal de la caída en
la inversión, pues la demanda ha bajado, y tendremos como resultado una
disminución de más del 6% del PIB, siendo prudentes.
Esto implica pérdida acelerada de empleos, en casi
todos los sectores, y sobre todo en las pequeñas y medianas empresas. Implica
pérdida de bienestar para millones de familias.
Por esa razón, casi todas las naciones del planeta
han puesto en marcha planes ambiciosos de reactivación económica, que van desde
el 3% al 16% del Producto. Naciones con gobiernos de izquierda, de centro y de
derecha, en las que sus gobernantes han visto que el panorama que tenían
enfrente había cambiado radicalmente y tenían que dar un golpe de timón.
Pero Andrés Manuel cree que su guión es el único, y
que apartarse de él significaría traicionarse. Por eso no hace cambios, como si
las cosas siguieran igual. El problema es que, al mantener el mismo guión en
circunstancias muy diferentes, los resultados serán notablemente peores.
Se lo han advertido de todos lados del espectro
ideológico: desde la Coparmex hasta Cuauhtémoc Cárdenas. Lo han dicho grupos de
economistas, empresarios grandes y pequeños, gente de su propio partido. Pero
él está atado a sus fetiches: no a aumentar impuestos, no al déficit, no a
aumentar el gasto público, no a contratar deuda, así sea gratis.
En su triste discurso del domingo, López Obrador,
sin darse cuenta del despropósito, citó a Franklin Delano Roosevelt, el
presidente del New Deal, que con
masivas intervenciones públicas empezó a sacar a su país de la Gran Depresión
de 1929-32. Despropósito, porque en el resto del discurso imitó a Herbert
Hoover, antecesor de Roosevelt, quien dijo que aquella crisis era “una
aberración temporal” y llamó a tener confianza. Creyó que bastaba con un par de
grandes proyectos, como la construcción de la enorme presa que hoy lleva su
nombre para que la economía se recuperara. No fue así, tenía que cambiar todo
el modelo económico. No sobra decir que su partido tardaría décadas en volver
al poder.
La clave, hace 90 años como ahora, es salvar el
empleo y los ingresos de los trabajadores, no sólo de unos cuantos. El efecto
de los microcréditos es muy limitado; la ayuda en efectivo, también. La
recesión dará un nuevo golpe a las finanzas públicas, por el lado de la
recaudación. Nada de eso quiso ver el Presidente.
Lo que sí vio es una convergencia de actores
sociales que le pedían un plan masivo y concertado. Y vio moros con tranchete.
Personajes que no están de acuerdo con él, a los que hay que combatir.
Le molesta la idea de un acuerdo o concertación,
porque significa negociar (no importa que él siga siendo el que tiene la sartén
por el mango). La mera idea de un pacto social, como el que sugirieron el Grupo
Nuevo Curso de Desarrollo de la UNAM o Porfirio Muñoz Ledo le molesta: demasiados actores involucrados.
Lo de Andrés Manuel es el monólogo. Y claro, la descalificación caricaturesca
de quien lo contradice.
De ahí que, como se dice, se haya ido más para lo
hondo, con su propuesta (u orden, no sabemos) de reducir salarios y eliminar
aguinaldos a mandos medios y superiores, su propósito de que el gobierno se
apriete el cinturón y pague menos por obras y trabajos, y su concepto,
profundamente conservador, de Estado chiquito. No importa que rehusarse a
incrementar el gasto sea lo que a la postre genere más desigualdad.
Para López Obrador es mejor continuar con una
política de corte neoliberal, en la que cada quien se rasca con sus propias
uñas, pero que el propio AMLO define por sus pistolas, que buscar consensos
para un cambio profundo y progresista del modelo económico, aprovechando la
coyuntura.
No hay espacio para optimismo alguno en materia
económica. Los principales colaboradores de AMLO saben, en su fuero interno,
que el Presidente se equivoca, que muchos trabajadores quedaron desprotegidos y
que la depresión será peor debido a sus medidas. Que el Presidente está desmantelando las
esperanzas que él mismo creó. Pero no hacen nada. ¿Harán algo los diputados y
senadores, o el Legislativo es ya, definitivamente, la cámara de eco del
Ejecutivo?
Quienes sin duda sacarán fuerzas de la flaqueza, serán
los ciudadanos. Pero quién sabe si alcance.