Una de las desgracias que tiene México ha sido su
nacionalismo trasnochado, que durante décadas fue parte integral de la
formación ideológica mexicana, a través de la influencia que sobre la educación
y los medios tuvieron el PRI y sus antecesores directos. El nacionalismo
revolucionario era, entre otras cosas, un mecanismo para justificar las
peculiaridades del sistema político mexicano, para inocular a la población de
“ideologías exóticas, extrañas a nuestra idiosincrasia” y para difuminar la
línea entre la unidad nacional y el unanimismo.
Pasaron los tiempos del unanimismo, aquellos en los
que México se parecía a la “isla intocada” con la que soñó Díaz Ordaz, pero algunos
de los elementos de ese nacionalismo nocivo se mantienen, a partir de un
concepto cerrado y excluyente de lo mexicano, aunque hayan ido diluyéndose en
las últimas décadas.
Gerardo Mascareño |
Un ejemplo de nacionalismo revolucionario aplicado
al deporte son las Chivas Rayadas del Guadalajara, equipo de futbol que se
precia de jugar solamente con mexicanos (aunque a menudo quien los dirige ha
sido un extranjero). Juguetonamente, con mis amigos chivas, lo llamo
“Nacionalismo de la Virgen de Zapopan”, porque tiene algo de fanatismo
religioso y mucho de atraso cultural.
Pasados los años 60, tiempos del Campeonísimo, el
Rebaño Sagrado (ojo a los postulados religiosos de ese apodo) dejó de ser un
equipo poderoso. En 1998, se les ocurrió contratar a Gerardo Mascareño,
exdelantero del Atlas. Se armó un borlote: Mascareño nació en Maryland, Estados
Unidos, de padres mexicanos, y tenía la doble nacionalidad. No importó que
hubiera decidido jugar con la selección mexicana y no con la gringa: para una
parte de la prensa y de la afición chiva, no era lo suficientemente mexicano
como para ser parte del equipo. Apenas jugó diez partidos, en medio de la
polémica, y fue transferido.
Sin embargo, su caso, como en su momento y en menor
medida el de Roberto Masciarelli, nacido en Argentina pero que vino de niño a
México, sirvió para empezar a crear consciencia sobre el trato diferencial que
se le da, no sólo en el ámbito del deporte, a quienes nacen en el extranjero
pero son mexicanos con los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro
ciudadano.
Más tarde vino la aparición, también absurdamente
envuelta en polémica, de mexicanos por naturalización en la selección mexicana
de futbol. Guillermo Caballero, Antonio Naelson Sinha, Guille Franco, Matías Vuoso (sin cuyo gol México no hubiera
calificado a Sudáfrica) y Leandro Augusto, que yo recuerde. Poco a poco la
afición y la prensa se han ido acostumbrando a esa nueva realidad, pero la
distinción siempre se hace y el pernicioso nacionalismo excluyente no
desaparece del todo.
Otro ejemplo de ello, es la actitud hacia ciertos
beisbolistas mexicanos que nacieron del otro lado de la frontera. Hay quienes
se resisten a considerar mexicanos, no digamos a los hijos de mexicanos que
vivieron y crecieron en Estados Unidos, sino hasta a peloteros como Adrián
González –un ícono del beisbol mexicano- y Jorge Cantú, que se formaron como
personas del lado mexicano de la frontera, pero cuyas madres fueron a parir a
hospitales cruzando la línea.
En este año, varias de las más bonitas historias
deportivas de México las han escrito atletas que, o nacieron en Estados Unidos,
o han desarrollado sus vidas allá. Mexicanos que hablan el español con acento
chicano y que han escogido representar a nuestro país, que es algo que
deberíamos agradecer, en vez de mirar con suspicacia.
Está el caso de Andy Ruiz, campeón mundial de los
pesos pesados. Cuando ganó su pelea de campeonato, muchos en México se hicieron
la pregunta de si era de verdad mexicano, porque había nacido en Arizona. El
propio pugilista tuvo que postear fotos en las que defendía los colores de Baja
California, y recordar que había sido parte de la selección preolímpica de
México rumbo a Pekín 2008. Andy dijo que “ni madres” que hubiera ido a ver a
Trump y estaba emocionado de haber sido invitado por López Obrador.
En los Juegos Panamericanos se hizo viral la foto
del corredor José Carlos Villarreal, quien sonreía al ganar los 1500 metros planos,
mientras detrás de él los competidores de Estados Unidos y Canadá tenían una
tremenda mueca de dolor antes de pasar la meta. Villarreal nació en Sonora,
pero desde bebé vive en Arizona, está becado por una universidad de allá y
rechazó el apoyo del gobierno federal (para no perder su beca gringa).
Finalmente está el caso del equipo mexicano femenil
de softbol, que hizo la hazaña de calificar a los Juegos Olímpicos (ese deporte
tiene un cupo de sólo seis naciones). Casi todas las jugadoras nacieron en
Estados Unidos, se desarrollaron en el deporte universitario allá y se
comunican entre sí en inglés, aunque se echan porras en español. Son bilingües,
biculturales y juegan precioso a la pelota. Ya hubo el idiota que dijo que en
realidad son el equipo B de Estados Unidos. Pero no. Son mexicanas como
cualquier otra.
Por lo pronto, López Obrador ha tenido el tino de no
hacer distingos entre deportistas a la hora de los apoyos y los apapachos. Pero
hay que ir más allá. Hay que aprovechar la infraestructura y la cultura
deportiva de Estados Unidos para que más deportistas, en todas las ramas, se
integren a los representativos nacionales. Debería ser parte de una estrategia
de corto, mediano y largo plazo. Eso nos servirá también de lección
político-cultural: ayudará a recordar que tanto los inmigrantes como los
mexicanos en el extranjero enriquecen al país en absolutamente todos los
sentidos y que, Chavela Vargas dixit,
un mexicano nace donde se le da la chingada gana.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario