lunes, septiembre 02, 2019

Poder chicano en el deporte mexicano


Una de las desgracias que tiene México ha sido su nacionalismo trasnochado, que durante décadas fue parte integral de la formación ideológica mexicana, a través de la influencia que sobre la educación y los medios tuvieron el PRI y sus antecesores directos. El nacionalismo revolucionario era, entre otras cosas, un mecanismo para justificar las peculiaridades del sistema político mexicano, para inocular a la población de “ideologías exóticas, extrañas a nuestra idiosincrasia” y para difuminar la línea entre la unidad nacional y el unanimismo.

Pasaron los tiempos del unanimismo, aquellos en los que México se parecía a la “isla intocada” con la que soñó Díaz Ordaz, pero algunos de los elementos de ese nacionalismo nocivo se mantienen, a partir de un concepto cerrado y excluyente de lo mexicano, aunque hayan ido diluyéndose en las últimas décadas.


Gerardo Mascareño

Un ejemplo de nacionalismo revolucionario aplicado al deporte son las Chivas Rayadas del Guadalajara, equipo de futbol que se precia de jugar solamente con mexicanos (aunque a menudo quien los dirige ha sido un extranjero). Juguetonamente, con mis amigos chivas, lo llamo “Nacionalismo de la Virgen de Zapopan”, porque tiene algo de fanatismo religioso y mucho de atraso cultural. 

Pasados los años 60, tiempos del Campeonísimo, el Rebaño Sagrado (ojo a los postulados religiosos de ese apodo) dejó de ser un equipo poderoso. En 1998, se les ocurrió contratar a Gerardo Mascareño, exdelantero del Atlas. Se armó un borlote: Mascareño nació en Maryland, Estados Unidos, de padres mexicanos, y tenía la doble nacionalidad. No importó que hubiera decidido jugar con la selección mexicana y no con la gringa: para una parte de la prensa y de la afición chiva, no era lo suficientemente mexicano como para ser parte del equipo. Apenas jugó diez partidos, en medio de la polémica, y fue transferido.

Sin embargo, su caso, como en su momento y en menor medida el de Roberto Masciarelli, nacido en Argentina pero que vino de niño a México, sirvió para empezar a crear consciencia sobre el trato diferencial que se le da, no sólo en el ámbito del deporte, a quienes nacen en el extranjero pero son mexicanos con los mismos derechos y obligaciones que cualquier otro ciudadano.

Más tarde vino la aparición, también absurdamente envuelta en polémica, de mexicanos por naturalización en la selección mexicana de futbol. Guillermo Caballero, Antonio Naelson Sinha, Guille Franco, Matías Vuoso (sin cuyo gol México no hubiera calificado a Sudáfrica) y Leandro Augusto, que yo recuerde. Poco a poco la afición y la prensa se han ido acostumbrando a esa nueva realidad, pero la distinción siempre se hace y el pernicioso nacionalismo excluyente no desaparece del todo.

Otro ejemplo de ello, es la actitud hacia ciertos beisbolistas mexicanos que nacieron del otro lado de la frontera. Hay quienes se resisten a considerar mexicanos, no digamos a los hijos de mexicanos que vivieron y crecieron en Estados Unidos, sino hasta a peloteros como Adrián González –un ícono del beisbol mexicano- y Jorge Cantú, que se formaron como personas del lado mexicano de la frontera, pero cuyas madres fueron a parir a hospitales cruzando la línea.

En este año, varias de las más bonitas historias deportivas de México las han escrito atletas que, o nacieron en Estados Unidos, o han desarrollado sus vidas allá. Mexicanos que hablan el español con acento chicano y que han escogido representar a nuestro país, que es algo que deberíamos agradecer, en vez de mirar con suspicacia.

Está el caso de Andy Ruiz, campeón mundial de los pesos pesados. Cuando ganó su pelea de campeonato, muchos en México se hicieron la pregunta de si era de verdad mexicano, porque había nacido en Arizona. El propio pugilista tuvo que postear fotos en las que defendía los colores de Baja California, y recordar que había sido parte de la selección preolímpica de México rumbo a Pekín 2008. Andy dijo que “ni madres” que hubiera ido a ver a Trump y estaba emocionado de haber sido invitado por López Obrador.

En los Juegos Panamericanos se hizo viral la foto del corredor José Carlos Villarreal, quien sonreía al ganar los 1500 metros planos, mientras detrás de él los competidores de Estados Unidos y Canadá tenían una tremenda mueca de dolor antes de pasar la meta. Villarreal nació en Sonora, pero desde bebé vive en Arizona, está becado por una universidad de allá y rechazó el apoyo del gobierno federal (para no perder su beca gringa).

Finalmente está el caso del equipo mexicano femenil de softbol, que hizo la hazaña de calificar a los Juegos Olímpicos (ese deporte tiene un cupo de sólo seis naciones). Casi todas las jugadoras nacieron en Estados Unidos, se desarrollaron en el deporte universitario allá y se comunican entre sí en inglés, aunque se echan porras en español. Son bilingües, biculturales y juegan precioso a la pelota. Ya hubo el idiota que dijo que en realidad son el equipo B de Estados Unidos. Pero no. Son mexicanas como cualquier otra.


Por lo pronto, López Obrador ha tenido el tino de no hacer distingos entre deportistas a la hora de los apoyos y los apapachos. Pero hay que ir más allá. Hay que aprovechar la infraestructura y la cultura deportiva de Estados Unidos para que más deportistas, en todas las ramas, se integren a los representativos nacionales. Debería ser parte de una estrategia de corto, mediano y largo plazo. Eso nos servirá también de lección político-cultural: ayudará a recordar que tanto los inmigrantes como los mexicanos en el extranjero enriquecen al país en absolutamente todos los sentidos y que, Chavela Vargas dixit, un mexicano nace donde se le da la chingada gana.




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