Iniciado
su sexenio, Carlos Salinas de Gortari le encargó a Pepe Carreño la dirección de
El Nacional, el periódico oficial. A
finales de diciembre de 1988, Pepe me llamó a su oficina para hacerme una
propuesta. La verdad, El Nacional era
uno de los pocos periódicos que yo nunca leía: se me hacía retórico, anticuado
y poco atractivo. Tenía yo la impresión, creo que no muy alejada de la
realidad, que sólo se vendía por el póster que traía en las páginas interiores.
De algún artista o deportista, de una vedette o de personajes como Topo Gigio.
Pósters de taller mecánico.
Pepe me
dijo que, tal y como estaba, El Nacional
no le servía al gobierno de Salinas, y que su misión era convertir un periódico
de gobierno en un periódico de Estado. Sabedor de mis prejuicios y de mis
debilidades, Carreño me hizo la única oferta que me iba a interesar: que me
hiciera cargo de la sección de deportes. Eso, pensé con toda ingenuidad,
significaría que no me iba a meter en la parte política, que iba a hacer algo
divertido que me había atraído toda la vida y que iba a ganar algo más de
dinero, cosa muy necesaria a como estaban los tiempos. Acepté, e iniciando 1989
me apersoné en la redacción como nuevo coordinador de la sección.
Sucedía,
sin embargo, que en la sección todavía estaba el jefe de antes, llamado Juan García Vázquez, y que mi tarea, al menos al principio, era intervenir para mejorarla y
hacer un diagnóstico, para luego efectuar un cambio a fondo.
La redacción
de El Nacional, en el edificio de la
calle Ignacio Mariscal, era muy grande y ruidosa, distribuida en dos pisos, con
muchas máquinas viejas de escribir. A algunas les faltaban teclas y los
reporteros le picaban como si nada a las clavijas desnudas.
La
sección de deportes tenía una cantidad de personal que ni La Jornada o el unomásuno
hubieran imaginado en sus sueños más guajiros. Al menos cuatro reporteros de
futbol, tres de boxeo, uno de beisbol, uno de automovilismo, una de natación,
otro de ciclismo, uno de golf y tenis, dos de futbol llanero, otro para lo que
surgiera, un jefe de redacción, tres o cuatro correctores, tres paginadores,
varios cabeceadores, dos fotógrafos dedicados…
y entre todos hacían una sección horrible. La portada de la sección
solía ser un collage espantoso, caótico, con grandes fotos rodeadas de halos,
cabezas de todos colores, harta publicidad mal escondida y un gusto estético
propio de El Sol de Irapuato de 1963.
Al interior, mejoraba un poco, pero igualmente tenía un diseño payo, no había
ninguna nota propia y se presentaban muy mal jerarquizadas.
Recuerdo
que el primer día fue agotador, a pesar de que, en términos generales,
simplemente había dejado hacer, para entender el método con el que trabajaban. Con
quienes me llevé bien de inmediato fue con los correctores, sobre todo con
David Guzmán, El Oaxaco y con Raúl Chávez,
El Destroyer, porque eran los únicos
que tenían lecturas. También de inmediato supe que Juan García Vázquez intentaría
hacerme la vida de cuadritos. Era la época en la que un auxiliar enviaba el
bonche de cables informativos impresos, y Juan tenía a bien tirar a la basura
algunos importantes, en la idea de que yo no me iba a dar cuenta, el periódico
perdiera la nota y fuera mi culpa.
A cada
rato subía a la oscura oficina de Pepe (su antecesor Mario Ezcurdia la había
querido así, con una tímida lámpara que estaba siempre al lado del visitante
del director, una cosa de film-noir), le comentaba cómo iba y en su oficina también
solía platicar con Fernando Calzada, a quien Carreño le había dado una
encomienda similar a la mía en la sección de Economía y sobre todo con Luis
Almeida, quien estaba haciendo, un paso tras otro, un cambio general en el
diseño del periódico.
Al
cuarto día cambié por completo la portada. Recuerdo que la principal era una
victoria de Pumas sobre el Tampico-Madero. Lo hice de manera radical, para
dejar claro que las cosas ya eran diferentes. Tan radical, que no había una
sola foto en la mitad superior de la página. A partir de ahí empecé a coordinar
la sección, y a jugar al gato y al ratón con García Vázquez, cuyas trampas al cabo de
un tiempo me parecieron muy ingenuas.
Hice
ajuste de fuentes, ordené información, limpié el diseño, hice propuestas de
trabajos propios (recuerdo uno sobre Zague, el mexicano crecido en Brasil y
Martuscelli, el argentino crecido en México) y fui generando alianzas, algunas
que se transformarían en amistades. La sección cambió.
En el
proceso me dí cuenta de que el equipo de Deportes era muy desigual. Los
paginadores eran dúctiles, los correctores salvaban notas escritas con las
patas y varios reporteros tenían conocimientos y contactos. El de beisbol, Abel
Morales, sin embargo, era analfabeta funcional. Otros, se notaba, vivían de
hacer negocio con las páginas: notablemente, el de automovilismo y el que se
dedicaba a regentear –es la palabra correcta- las planas de futbol llanero,
sobre el trabajo de una joven que llevaba meses como “meritoria” sin sueldo
alguno.
Carreño
estaba al tanto de esa situación, que también existía en otras secciones del
diario. Me presentó a un amigo suyo, experto en deportes y en comunicación
social, Rafael García Garza, El Tiburón,
quien conocía bien a varios de los personajes de la sección y cuyo diagnóstico
sobre ellos coincidía con el mío. Después de un par de reuniones con García
Garza, hice una lista con quienes, según yo, sobraban. Eran unos seis
reporteros y un par de cabeceadores, además de García Vázquez. También sugerí que
le dieran plaza a la “meritoria”, Avelina Merino.
La
decisión de sacarlos se dio poco después. El de beisbol no se fue, pero le
dieron licencia sindical. El día antes Pepe me dijo que con eso ya había
terminado mi labor en deportes, que la sección había mejorado mucho y que ahora
había que hacer lo mismo en la sección Ciudad. También me pidió que buscara un nuevo
coordinador para la sección deportiva, alguien de mis confianzas y “que tenga
güevos”. A quien se me ocurrió invitar fue a Fernando Cabral, hermano de mi
amigo Roberto y compañero del futbol de Xochimilco, quien entonces dirigía las
publicaciones de la Dirección General de Deportes de la UNAM.
El día
del cambio fue tenso para mí –no estaba acostumbrado a eso de los despidos-,
pero de gran felicidad para muchos de los que trabajaban en esa sección. Cuando
supieron que se iba Jordá, el hombre del automovilismo, uno de los correctores,
El Destroyer se levantó de su mesa,
exclamó: “¿Promotodo? ¡Promonada!” e hizo lo que años después se conocería como
“roqueseñal”. Promotodo era la agencia a la que el periódico le había hecho la
publicidad gratis (bueno, a cambio de un embute).
Hubo
una queja popular sobre uno de los que estaban en la lista y no debía estar,
Javier Escamilla. Se le mantuvo en el puesto. Con el tiempo nos hicimos cuates,
incluso muchos años después lo ayudé dándole espacios, luego de que perdiera la
vista en un accidente de motocicleta.
Cabral
llegó con ganas, pero con un gran desconocimiento de los tiempos del periodismo
diario, que son demoledores y vertiginosos, y en esa época eran todavía más trituradores.
Con el tiempo se fue acostumbrando. De entrada, le dije que se apoyara en el
jefe de redacción de la sección, un cuate profesional, Juan Carlos Vargas. En
el fondo sabía que, a la postre, Vargas acabaría sustituyendo a Cabral.
No
habían pasado dos meses. A pesar de que sumaba a mis clases matutinas una larga
jornada de trabajo en el periódico, de 5 de la tarde a una de la mañana, estaba
muy contento. Podía decirse que entusiasmado. Y había más que duplicado mis
magros ingresos. Pero a Patricia le molestaba que llegara yo tan noche.