No todo eran elecciones en esa primera mitad de 1988. Lo más
bonito eran mis hijos, que estaban los dos en una edad muy simpática. Camilo
era de una enorme ternura. Rayo se quería sentir grande, pero a veces le
quedaba grande el papel autoimpuesto.
Al Rayo lo cambiaríamos de escuela, por dos razones: la principal,
el pleito de Patricia con el director; la secundaria, que no les permitían
llevar balones y los pobres niños en el recreo jugaban futbol con frutsis
vacíos.
Lo cambiamos al Colegio Madrid, que estaba lejos, pero tenía
camión escolar. El día que hizo su examen de admisión, a principios de marzo,
había nevado incluso en las partes bajas del Ajusco. Él estaba muy preocupado
porque iba a perderse su partido de Pumitas, que al final se suspendió por
cuestiones climáticas. Salió muy bien en el examen y para segundo de primaria estaría
en el Madrid.
Hablando de Pumitas, esa temporada los niños tuvieron un muy
buen monitor, Adrián García, y el equipo de Conejos se convirtió en un trabuco.
No sólo eso, era un equipo con buena vibra, a diferencia de algunos otros,
obsesionados por los resultados. En esa temporada, Raymundo encontró la
posición que más jugaría a lo largo de su carrera futbolística: defensa
central.
En la Facultad, tuve la malhadada idea de hacerle caso a
Fallo Cordera y postularme para el Consejo Técnico. Las sesiones, sin ser la
tortura de las reuniones del Seminario de Desarrollo y Planificación, que eran
la bilis pura, eran farragosas y casi nunca se llegaba a nada. Del lado
estudiantil había tres grupos: los radicales, los ultras y los megaultras.
Intentábamos hacer alianzas con los radicales –es decir, con los relativamente
moderados- que encabezaba Ricardo Becerra, y a la hora de la hora modificaban
su postura. Ricardo ha confesado, décadas después, que lo hacían para no
parecer reformistas, para que los otros no los acusaran de ello. Lo malo es que
yo muchas veces sentía que estaba perdiendo el tiempo miserablemente, y en
efecto así era.
Del lado académico, empecé a dirigir varias tesis. Una de
ellas la hacía una estudiante boliviana, interesante e inteligente, llamada
Verónica Querejazu. Era sobre la hiperinflación que había vivido su país. Ambos
aprendimos mucho sobre la marcha, y lo recuerdo como una experiencia
enriquecedora.
Tenía yo un buen grupo en el Seminario de Desarrollo y
Planificación. Un grupo de esos raros, en los que la mayoría llega con la
lectura hecha y con idea de lo que se trataba. Casi todas eran mujeres. Solía
sentarme a horcajadas en una silla, abrir la discusión sobre el tema –en el
fondo el curso era sobre historia económica y de política económica de los
países desarrollados- y platicar con el participativo grupo.
En una ocasión, una estudiante llegó tarde a la clase. Tenía
puesto un vestido rojo con un enorme cinturón negro que resaltaba su figura. Quedé deslumbrado. Se
me salió del alma una exclamación:
-¡Prendida!
-¡Prendida!
La muchacha se sentó. Su compañera de junto, de apellido
Jamaica, le dijo:
-Taide, le gustas al maestro.
-Taide, le gustas al maestro.
Y ella:
-¿Cómo crees? ¿Qué te pasa?
-¿Cómo crees? ¿Qué te pasa?
En ese momento, ni Taide ni yo nos imaginábamos que
terminaríamos casándonos.
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