lunes, noviembre 06, 2017

Sueño 34. UBIK, D.F.

4 de noviembre de 1987



Es una noche de reventón en el Distrito Federal. Estoy conociendo locales nuevos, horas extrañas. Hay luces rojas y mucha bebida. Del centro nocturno se puede pasar a otra ciudad, la Ciudad Prohibida (que no es sino la misma Ciudad de México, pero en otra dimensión, en otro plano).
Los edificios de ese México D.F. son de fierro, parecen de principios de siglo (el viejo hotel Francis), son blancos, pero los cubre una ligera capa verde, lamosa. Las calles, limpísimas, son de piedra blanca. Hay una luz diurna difusa, de amanecer en la luna. No pasa un automóvil, no hay árboles.
En la ciudad hay gente vestida de negro que corre y se agazapa (¿los muertos?), espectros de risa amarga, habitantes de un lugar inhabitable (¿UBIK, el mundo de los semivivos?).
Camino y llego a una especie de plazoleta lodoza. Hay unas trancas que hacen las veces de mostrador. Hay que pagar 20 centavos para entrar a la playa (pues el D.F. semivivo tiene playa). El cobrador, de piel seca color ocre, con una camiseta a rayas azules y blancas (café y beige, pues la luz ha cambiado de tono) es Germán Valdés, Tin Tán. A la hora de pagar hago trucos con las monedas y pago con una vieja moneda de a veinte de las que estaban en la latita de Tin Tán (él no hubiera entendido mis monedas nuevas de 50 y de 20 pesos). Me lo transé. Fácil, porque lo agarré dormido-muerto. Todo lo hago por curiosidad.
El mar que llega a la playa del D.F. lo hace en dos oleadas: una verde, con detritus, es el lago de Texcoco (la palabra "chinampa"); otra negra, olas de lodo en las que niños y jovencitas se revuelcan. Olas Salvajes. Mi curiosidad ha sido satisfecha. No tengo ganas de meterme a ese mar. Tin Tán, chaparrito, me golpea amablemente la espalda.

Hay que volver a entrar al Centro Nocturno, el de las perversiones. Entro con Raymundo a un pasaje estrecho, con un espejo, casi sin luz. Raymundo rompe a llorar, se va transformando en un bebé, es ya Camilo. Camilo llora y le beso el cachetote mojado. "No llores, Raymundo, Camilo, hijo mío. Mírate en el espejo". Se va calmando, nos miramos en el espejo el niño de dos años, el de seis, el jovencito que fui y que ellos serán, el adulto. Ha entrado un poco de luz. "Ya estás calmado. Ya podemos salir del cuarto de los espejos". Gateamos hacia afuera.

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