miércoles, noviembre 22, 2017

Biopics: Expertos extraviados


En la primavera de 1988 me invitaron, de parte del Centro de Estudios Prospectivos de la Fundación Javier Barros Sierra, a un foro de “expertos”, que analizaríamos asuntos de política y de economía con una visión de futuro, rumbo al lejano 2010.
Cuando llegué a la reunión me encontré que había muchísimos pesos pesados, de todas las corrientes ideológicas. Había priistas, liberales, grandes empresarios e izquierdistas de todo tipo. Para dar una idea del grupo, baste decir que a mi lado estaba mi amigo Pepe Woldenberg, en la banca detrás de mí estaba Carlos Slim, y junto a Slim estaba Roberto Servitje.
Nos hicieron llenar un largo y divertido cuestionario, en el que se presentaban diferentes sucesos posibles (el crecimiento del PDM, una recesión mundial, una explosión en la central nuclear de Laguna Verde, etcétera), y teníamos que decir qué tan factible era el evento, qué tan deseable y cuándo sucedería, si es que pudiera suceder.      
Lo siguiente fue que cada uno pronosticara lo que iba a suceder en México y en el mundo en los siguientes 22 años, en temas políticos, económicos y sociales. Una tarea nada fácil, porque había que hacer acopio de imaginación.
Al final, hubo una discusión colectiva sobre el futuro del país.

Me acuerdo de la pregunta del Partido Demócrata Mexicano porque supuse que iba a crecer rumbo al año 2000; también de que predije una recesión en los primeros años del siglo XXI y que fui de los pocos que creía casi imposible un accidente en Laguna Verde (habrá sido por mi confianza en los compañeros nucleares).
La parte difícil fue hacer la historia del México futuro, porque era obvio que habría varios caminos posibles, y no era sencillo adivinar. Dije, como casi todos, que en el próximo sexenio habría una exitosa renegociación de la deuda, pero en términos generales me fui por el camino lineal. El PRI perdía la mayoría absoluta en las presidenciales de 1994; para el 2000 ya no tenía el control de las cámaras y en 2006 las elecciones se iban a tercios. También dije que los sindicatos iban a perder mucha de su fuerza. Suponía que el bloque soviético se iba a integrar económicamente a Europa –las enseñanzas del maestro Parboni-, pero no me imaginaba que iba a desaparecer. No me imaginé ni el Tratado de Libre Comercio de América del Norte, ni la rapidez con que se movería la globalización, ni la explosión del crimen organizado en México, ni muchas otras cosas.  
Y lo más interesante fue la discusión. En ella, la intervención memorable fue la de Adolfo Gilly. Dijo que era muy complicado hacer el pronóstico del México futuro porque la tendencia natural de uno es pensar linealmente. Y que tal vez éramos como un hipotético grupo de expertos en 1910, que hacíamos prospectiva sin darnos cuenta de que el punto de ruptura estaba a la vuelta de la esquina. De ahí pasamos a platicar acerca de las posibilidades de Cuauhtémoc Cárdenas, y Gilly decía, muy seguro, que superaría el 25 por ciento de los votos. A la mayoría de los asistentes ese porcentaje les pareció excesivo e increíble. Yo, que era de los optimistas respecto a Cárdenas y al futuro de la izquierda, en ese momento suponía algo así como 15 por ciento.
Adolfo Gilly tal vez exageraba, pero en el fondo era quien tenía la razón. El momento que vivíamos era de un cambio más profundo del que imaginábamos.

Tiempo después, los coordinadores del foro me enviaron un documento con los resultados de nuestras respuestas al largo cuestionario (éramos el tercer grupo de tres que se habían reunido) y, más tarde, un libro, redactado después de las elecciones de 1988, que se llama México hacia el año 2010: política interna, editado por Limusa (Dolores Ponce y Antonio Alonso, coordinadores).
De la revisión del cuestionario me impresionaron dos cosas. La sensación de que el PRI y el poder presidencial siempre estarían ahí, incólumes, por el paso de las décadas, y lo perdidos que estábamos respecto a muchas cosas. El grupo de expertos consideró más probable una explosión en Laguna Verde que la aparición de un grupo guerrillero en el sur de México (y, según mis cuentas, algunos de los que en 1988 lo consideraban indeseable, saludaron seis años después la irrupción del EZLN); consideró más posible una pérdida notable en el grado de seguridad alimentaria del país que un aumento sostenido de la inversión extranjera directa; que no imaginó un incremento de poder del Congreso o de los gobernadores (es decir, que los imaginó muy bajos).
El libro presenta varios escenarios posibles. Sólo en uno de ellos el PRI pierde el poder presidencial, pero lo recupera mediante la fuerza, no a través de las urnas. En ninguno se prevé una integración comercial como la que hubo; en tres de ellos –salvo el del golpe- el PRI se democratiza de verdad; en todos subsiste el bloque soviético, que no duraría ni dos años. Y sus preocupaciones son en realidad de coyuntura: la obsesión con la deuda externa, la fuerza relativa de los sectores del PRI, el tamaño del sector público en la economía.


Éramos unos expertos extraviados.  Me pregunto qué sucedería hoy en un foro similar.

jueves, noviembre 09, 2017

Biopics: El Efecto Cárdenas


La campaña presidencial de Cuauhtémoc Cárdenas –que tuvo como vehículos al PARM, el PPS y el PFCRN- estaba destinada a cambiar el rostro de la izquierda en México. Concitaba al mismo tiempo esperanzas y suspicacias. Esperanzas, porque era evidente que, a diferencia de los partidos socialistas que habíamos formado, el frente aglutinado por Cuauhtémoc era capaz de concitar mucho mayor apoyo popular que el que nosotros hubiéramos sido capaces de lograr. Suspicacias, porque el recentísimo pasado priísta del grupo disidente que encabezó el Frente Democrático Nacional impedía que su horizonte fuera más allá de la recuperación del mítico legado de Lázaro Cárdenas, el papá del candidato. Cada quien, en la izquierda en la que militaba tenía una mezcla diferente de esperanzas y suspicacias. Dentro de los cuates que habíamos sido del MAP yo era de los esperanzados, entre otras cosas porque la candidatura de Heberto Castillo me generaba muchísimas suspicacias.
En algún momento, al principio de las campañas, pugné porque nos acercáramos a Cárdenas, antes de que fuera demasiado tarde. Otros que, según mis recuerdos, estaban en posiciones similares, eran Fallo Cordera y Arturo Whaley –cuyo caso me parecía obvio, por la historia del SUTIN y por las relaciones que tuvo ese sindicato con organizaciones priistas-.
Hubo algunas reuniones de un grupo pequeño en casa de Arnaldo Córdova en Tlalpan –es inolvidable, para aquellos que la hayan visitado, la enorme y ordenada biblioteca, en la me sorprendió la gran cantidad de textos sobre derecho-, en las que discutimos las posibilidades. Recuerdo que a ellas asistieron Fallo Cordera, Whaley, el Tuti Pereyra y no sé quién más. Sé que hubo otras reuniones de petit comité de otros grupos de compañeros mapaches.
En alguna ocasión, Arnaldo, al enterarse que yo no me había afiliado al PMS, calificó, molesto, mi participación en las discusiones de “irregular”, pero Fallo argumentó a mi favor y realizó la difícil tarea de convencer a Arnaldo Córdova de que había exagerado. Whaley insistía en que había que movernos por encima del partido y quien más se negaba a eso, por temor a los genes antidemocráticos del PRI, era Pereyra: “Toda mi vida estaré en el PMS”, dijo. Yo no tenía idea de que lo que decía era literal.
A lo más que llegaron esas discusiones es a que algunos de nosotros –Raúl Trejo, Fallo Cordera, Arturo Whaley y yo- fuéramos a visitar a Porfirio Muñoz Ledo a su casa (otra bibliotecota) en plan de sondeo. Nos bebimos dos botellas de whiskey y me quedé con la impresión de que Porfirio nos dio el avión.

El hecho era que, mientras Salinas realizaba una campaña ordenada, de ideas y proyectos, pero con el lastre de la herencia económica que dejaba el gobierno de Miguel De la Madrid, Cárdenas recorría el país atrayendo multitudes cada vez mayores y cada vez más convencidas de participar en esas elecciones. Mientras tanto, la campaña de Heberto no levantaba. De entrada porque hacía cosas contraproducentes, pero muy propias de su visión, como encabezar una toma de tierras agrícolas en Veracruz, y otra, de predios urbanos, en Ecatepec. Los campamentos fueron bautizados con los bonitos e ingenieriles nombres de PMS-1 y PMS-2, y luego fueron desalojados violentamente.
Mi amigo Eduardo González era el coordinador de la campaña de Heberto y a veces nos encontrábamos en la Facultad de Economía. Cada vez lo veía más preocupado. Me confesó –él, que había todo el tiempo acariciado la idea del Partido Pensante- que a final de cuentas Heberto hacía lo que se le pegaba la gana. Me quedaba claro que el resultado de todo aquello iba a ser, en la mejor de las circunstancias, un PMS muy debilitado y descompuesto tras las elecciones.
Un día fui invitado, junto con otros periodistas, a un desayuno con Cuauhtémoc Cárdenas. Fue en El Taquito, atrás de Palacio Nacional. Cuauhtémoc se prodigó en generalidades. Alguien le preguntó si pensaba que cabía en los zapatos de Lázaro Cárdenas, y Cuauhtémoc, honesto, le contestó que no. Pero había sido tan vago su discurso que, a la salida, un caricaturista de Excelsior comentó en voz alta: “el problema es que también le quedan grandes los zapatos de Cuauhtémoc Cárdenas”. Era cierto. Cuando a Porfirio Muñoz Ledo le preguntamos acerca del programa del FDN, respondió, y evadió, con una figura retórica: “está en el nombre: Cuauhtémoc. Cárdenas”.

La gente del MAP en pleno se reunió algunas veces para comentar la coyuntura. A veces eso se disfrazó de discusiones conceptuales. No había manera de generar consensos. Discutíamos –me recuerda Trejo- sobre distintas formas de partido, alianzas en la democracia, reforma del Estado. En medio de eso, varios señalaban la incertidumbre que les generaba estar en el PMS.
No eran pocas las diferencias. Algunos simpatizábamos con Cárdenas; otros insistían en la importancia del partido por encima de la coyuntura (es decir, se resignaban a Heberto); otros más se movían hacia la órbita de Salinas de Gortari.
Resultó particularmente significativo que, luego de que el candidato priista fuera agredido por simpatizantes de Cárdenas en La Laguna (donde se idolatraba al Tata Lázaro), decidiera refugiarse y pasar la noche entre amigos en el ejido de Batopilas, con nuestro compañero Hugo Andrés Araujo. Resulta que ambos –CSG y Hugo Andrés- habían fundado ese ejido, más de una década atrás, cuando Salinas era cercano a los maoístas.
A la postre, la combinación de la persistencia de afinidades políticas entre nosotros con diferencias sensibles en la coyuntura, llevaría al grupo a la determinación de crear una instancia que nos mantuviera en cierta forma aglutinados y nos sirviera para la discusión permanente. Esa fue el Instituto de Estudios para la Transición Democrática.

Este tipo de debates se reprodujeron, en aquel entonces, en otras organizaciones. El Efecto Cárdenas había tocado un punto nodal en las contradicciones de la izquierda mexicana: que casi todos teníamos algo de nacionalismo revolucionario en nuestras venas ideológicas. Y que, sin embargo, también éramos antipriístas.  


miércoles, noviembre 08, 2017

La Revolución Rusa y las hormigas alucinadas

Hay quien considera que el siglo XX en realidad comenzó hace cien años, con el triunfo de la Revolución Rusa, la instauración del régimen bolchevique y la fundación de la Unión Soviética.

En un acto de extrema audacia política, un grupo minoritario –pero que controlaba el consejo gobernante en la capital Petrogrado–, aprovechó el caos político y el malestar social para efectuar una suerte de golpe de Estado casi incruento y hacerse del poder en solitario. Lo hizo en medio de movilizaciones sociales contra el gobierno provisional que había sustituido al zarismo, pero eso no significa que esas movilizaciones tuvieran como objetivo el gobierno de una pequeña facción revolucionaria.

La característica central de esa revolución fue que de inmediato se proclamó socialista. No pretendía, como otros movimientos políticos inspirados en el marxismo, una serie de reformas más o menos profundas al capitalismo existente, con el fin de que este culminara y evolucionara hacia el socialismo. Se trataba de una serie de acciones duras y contundentes, destinadas a fomentar el colectivismo y la propiedad estatal. A saltar etapas, como se decía.

La combinación de las circunstancias en las que se desarrolló la toma del poder bolchevique –una economía desastrada, diversos grupos golpistas, resistencia de la vieja oligarquía– y la naturaleza misma del partido, que veía a agentes de la contrarrevolución por todos lados, resultó en un régimen supresor de libertades, que llegó a convertirse en una dictadura terrible.

Lo más relevante fue que, a pesar de ello, y a pesar de que nunca solucionó sus problemas económicos –la historia de la Unión Soviética es la de constante escasez de bienes de consumo para la población–, esa revolución fue capaz de encender las esperanzas de millones, en todo el mundo, durante largas décadas. También las encendieron, en distinto grado, revoluciones similares que se dieron en otras partes del mundo, a lo largo del siglo XX, con resultados parecidos.  

Debería ser una paradoja, pero no lo es. Sucede que a menudo las ideas son más fuertes que la realidad, y que la ilusión de una utopía es más grande que cualquier argumento. La ilusión de un mundo sin patrones ni terratenientes, de una tierra de igualdad entre las personas.

En Rusia no gobernaba la clase obrera, sino un grupo que se había asumido como su representante histórico. Este grupo había interpretado a su manera los textos de Marx, y hecho de esa interpretación una especie de lecho de Procusto: quien no coincidiera con ella, era sacrificado. También se encargó, sistemáticamente, de falsificar la historia, empezando por la propia.

Tampoco era tierra de igualdad. No lo era en términos económicos, pero mucho menos en términos de poder. El poder, nominalmente, era popular, pero en realidad estaba en manos del Partido. En el partido, en realidad estaba en manos del Comité Central. En el Comité Central, en realidad estaba en manos del Politburó. Y, en el caso extremo, el poder del Politburó llegó a estar en manos de un solo hombre. Infernales círculos concéntricos.

Mucha gente, fiel a la idea de luchar por el comunismo, sabía en el fondo de sus corazones que lo que sucedía en la Unión Soviética no tenía nada qué ver con la sociedad igualitaria, sin clases sociales, a la que aspiraban. Tenía sólo el barniz, y eso a veces. Lo extraño es que, a pesar de esa íntima convicción, seguían considerando que aquello era un sistema superior al capitalista, que valía la pena luchar, y dar la vida, por instaurarlo, protegerlo, reproducirlo.

Cuenta el escritor Alberto Ruy Sánchez, en su reciente Los sueños de la serpiente, que hay unas hormigas, infectadas por inhalar las esporas de un hongo que se aloja en su cerebro, que se ponen a trepar árboles hasta que, en algún momento, son devoradas por el hongo, y de la cabeza de la hormiga nace una flor, que a su vez arrojará miles de esporas.

Dice Ruy que los biólogos y neurólogos creen que la hormiga infectada tiene alucinaciones, que imagina un hormiguero que no está bajo tierra, sino en la copa de los árboles y que, en la duda del ascenso mortal, las feromonas del cuerpo maloliente de las hormigas que llegaron antes que ellas las excitan y las guían hacia su muerte final.

Me parece una metáfora magnífica. Así, como el hongo, jugó la ideología para bloquear la realidad, para imaginar el inexistente hormiguero de la felicidad comunista, para aceptar todo tipo de vejaciones e injusticias con tal de ayudar a mover la rueda de la Historia en su camino maravilloso hacia el principio de la verdadera Historia, que es el Comunismo, así con mayúsculas. Es la imagen del enviado al Gulag que lleva, entre sus pobres pertenencias, el retrato de Stalin, porque aquello había sido un error, está seguro.

La URSS, lo sabemos por otra parte, fue fundamental para la derrota del nazi-fascismo (una alucinación colectiva mucho peor) en la II Guerra Mundial. Su mera existencia fue instrumental para que, en tiempos de la guerra fría, las clases trabajadoras mejoraran sus condiciones de vida. Sirvió como contrapeso básico contra un mundo unipolar, con Estados Unidos teniendo la sartén única por el mango. Eso ayudó a descolonizar el mundo, y al inicio de procesos democráticos en varias naciones. Pero, apenas se dejó entrar algo de luz y de verdad, con la perestroika (la reforma económica) y, sobre todo, la glasnost (la transparencia), el sistema soviético se derrumbó.

Sin la URSS, es imposible imaginar el mundo del siglo XX, sus disputas y sus pasiones. Por lo mismo, es imposible imaginar el actual.

Vale la pena, repasando estos cien años, preguntarse hasta qué punto se puede reproducir algo parecido –porque la Revolución Rusa es irrepetible– en cualquier parte del mundo, a pesar de las evidencias.


Baste pensar que hay muchos que están hartos del hormiguero bajo tierra, en el que las esperanzas se reparten por migajas. Y que hay otro tipo de esporas, dispuestas a conquistar mentes y corazones y ofrecer el cielo en la tierra a cambio de la ceguera, la obediencia absoluta –cuando no la adoración– y la renuncia a tener una opinión propia. 

        

lunes, noviembre 06, 2017

Sueño 34. UBIK, D.F.

4 de noviembre de 1987



Es una noche de reventón en el Distrito Federal. Estoy conociendo locales nuevos, horas extrañas. Hay luces rojas y mucha bebida. Del centro nocturno se puede pasar a otra ciudad, la Ciudad Prohibida (que no es sino la misma Ciudad de México, pero en otra dimensión, en otro plano).
Los edificios de ese México D.F. son de fierro, parecen de principios de siglo (el viejo hotel Francis), son blancos, pero los cubre una ligera capa verde, lamosa. Las calles, limpísimas, son de piedra blanca. Hay una luz diurna difusa, de amanecer en la luna. No pasa un automóvil, no hay árboles.
En la ciudad hay gente vestida de negro que corre y se agazapa (¿los muertos?), espectros de risa amarga, habitantes de un lugar inhabitable (¿UBIK, el mundo de los semivivos?).
Camino y llego a una especie de plazoleta lodoza. Hay unas trancas que hacen las veces de mostrador. Hay que pagar 20 centavos para entrar a la playa (pues el D.F. semivivo tiene playa). El cobrador, de piel seca color ocre, con una camiseta a rayas azules y blancas (café y beige, pues la luz ha cambiado de tono) es Germán Valdés, Tin Tán. A la hora de pagar hago trucos con las monedas y pago con una vieja moneda de a veinte de las que estaban en la latita de Tin Tán (él no hubiera entendido mis monedas nuevas de 50 y de 20 pesos). Me lo transé. Fácil, porque lo agarré dormido-muerto. Todo lo hago por curiosidad.
El mar que llega a la playa del D.F. lo hace en dos oleadas: una verde, con detritus, es el lago de Texcoco (la palabra "chinampa"); otra negra, olas de lodo en las que niños y jovencitas se revuelcan. Olas Salvajes. Mi curiosidad ha sido satisfecha. No tengo ganas de meterme a ese mar. Tin Tán, chaparrito, me golpea amablemente la espalda.

Hay que volver a entrar al Centro Nocturno, el de las perversiones. Entro con Raymundo a un pasaje estrecho, con un espejo, casi sin luz. Raymundo rompe a llorar, se va transformando en un bebé, es ya Camilo. Camilo llora y le beso el cachetote mojado. "No llores, Raymundo, Camilo, hijo mío. Mírate en el espejo". Se va calmando, nos miramos en el espejo el niño de dos años, el de seis, el jovencito que fui y que ellos serán, el adulto. Ha entrado un poco de luz. "Ya estás calmado. Ya podemos salir del cuarto de los espejos". Gateamos hacia afuera.