En su columna “Los años de plomo”, publicada en Crónica, Mario Vargas Llosa da cuenta de dos historias engarzadas –la muerte del anarquista Giuseppe Pinelli y el asesinato del inspector Mario Calabresi-, que tienen muchas derivaciones importantes, que nos sirven no sólo para entender aquellos tiempos, sino también para comprender mejor los nuestros y, sobre todo, para reflexionar sobre la condición humana.
Los llamados “años de plomo” en Italia se caracterizaron por la violencia extremista, de izquierda y de derecha, que iniciaron con el bombazo de Piazza Fontana –el que unió los destinos de Pinelli y Calabresi- y culminaron con el homicidio de Aldo Moro, impulsor del Compromiso Histórico: un gobierno de coalición entre la Democracia Cristiana y el Partido Comunista Italiano.
Los sucesos se inscriben dentro de la “estrategia de la tensión”. Escribía en su Memoriale Aldo Moro, dirigente del ala moderada de la DC: “La estrategia de la tensión tuvo la finalidad, aun si afortunadamente no consiguió su objetivo, de volver a meter a Italia en los rieles de la “normalidad” después de los eventos del 68 y el llamado otoño caliente (revueltas obreras de 1969). Se puede presumir que países asociados a nuestra política, y por lo tanto interesados en que las cosas tomaran cierta dirección, estuvieron comprometidos en ella, a través de sus servicios de inteligencia”.
En otras palabras, la idea detrás de la “estrategia de la tensión” era deslegitimar al Partido Comunista Italiano, que durante esos años estuvo a poquísimos puntos porcentuales de convertirse en el partido más votado del país (era el más grande en términos de militancia). ¿Cómo hacerlo? Creando alarma y confusión en la opinión pública, a través de atentados sangrientos realizados por la extrema derecha, pero que en ocasiones se atribuían a la extrema izquierda.
Moro da claramente a entender que estaban involucrados los servicios secretos de otras naciones. En la lógica de la guerra fría, es evidente que ahí estaba la CIA. Pero hay indicios de que también participaron otros países de la OTAN (Grecia y España), e incluso Suiza.
Tras la bomba en Piazza Fontana, que mató a 17 personas, se detuvo a dos anarquistas: Pinelli y Valpreda. Tiempo después se demostraría que ambos eran inocentes, y que la matanza fue perpetrada por gente de extrema derecha. Pinelli cayó de una ventana durante el interrogatorio, y la opinión pública de izquierda acusó al inspector encargado, Luigi Calabresi, de haberlo asesinado. Los más notables intelectuales italianos fueron abajofirmantes de una carta pública responsabilizando al inspector. El conocido dramaturgo Dario Fo, a quien años después le darían el Nobel de Literatura, escribió una obra inspirada en el caso: “Muerte Accidental de un Anarquista”. Tres años después, Calabresi caería asesinado por dos militantes de Lotta Continua, una organización ultraizquierdista que odiaba tanto al Partido Comunista como a la Democracia Cristiana.
Hasta 1975 cualquier persona progresista creía que en realidad Calabresi había empujado a Pinelli al vacío. En ese año una investigación concluyó que el anarquista estaba enfermo y había sufrido un desmayo antes de caer por la ventana. En esa época había que leer un montón de periódicos para tener idea de las cosas, ya que todos tenían una línea política muy definida. Algunos traían la noticia de la investigación; otros, no.
Lo interesante del caso es que si expresabas duda sobre si habían tirado a Pinelli o se había caído, en los ambientes de izquierda encontrabas un rechazo total a la hipótesis oficial, que ahora se ha convertido en “verdad histórica”.
“Es un montaje, un fraude del gobierno”, decían. “¿Cómo puedes creerles?”, decían. Uno replicaba: “No les creo, solamente dudo”. Y luego se topaba con que dudar era contrarrevolucionario. Pienso en esas conversaciones y me las imagino repetidas hoy como un linchamiento en redes sociales: al gobierno no hay que creerle una palabra, todo lo enturbia, todo es mentira. Quien dude es cómplice, cuando no traidor.
Luego la historia daría varias vueltas de tuerca. En la primera, se descubrió una “trama negra” entre la derecha democristiana, los grupúsculos neofascistas y la CIA para llevar a cabo atentados desestabilizadores que impidieran el gobierno de coalición con el Partido Comunista (que ya a esas alturas era socialdemócrata). En ella hubo matanzas indiscriminadas, como la del tren Italicus o la estación de Bolonia. A estas alturas, es obvio que nunca se sabrá si Pinelli fue asesinado, inducido al suicidio o de verdad accidentado. También, que la policía nunca dejará de ser sospechosa. Más aún por el contexto político lleno de conspiraciones.
Luego la historia daría varias vueltas de tuerca. En la primera, se descubrió una “trama negra” entre la derecha democristiana, los grupúsculos neofascistas y la CIA para llevar a cabo atentados desestabilizadores que impidieran el gobierno de coalición con el Partido Comunista (que ya a esas alturas era socialdemócrata). En ella hubo matanzas indiscriminadas, como la del tren Italicus o la estación de Bolonia. A estas alturas, es obvio que nunca se sabrá si Pinelli fue asesinado, inducido al suicidio o de verdad accidentado. También, que la policía nunca dejará de ser sospechosa. Más aún por el contexto político lleno de conspiraciones.
La segunda reviste otro interés. A finales de 1986 se abrió un proceso contra Adriano Sofri, quien era director del periódico Lotta Continua, vocero de la organización extremista. Se le acusó de ser el autor intelectual del asesinato de Calabresi. De hecho, ese medio –que era poco más que un panfleto, pero que se vendía en los kioscos al mismo precio que los diarios históricos- fue muy activo en la campaña contra el inspector, “el marine de la ventana fácil deberá responder por todo lo que ha hecho”, escribió un editorial; “de estos enemigos del pueblo queremos la muerte”, decía otro. Tras el homicidio, la publicación no tomó distancias: “no podemos deplorar la muerte, hecho en el que los explotados reconocen su propia voluntad de justicia”.
La discusión social en los ochenta fue sobre si era correcto o no amnistiar a Sofri, quien para entonces se había arrepentido de sus excesos ideológicos y era un periodista respetado. Era, sin embargo, evidente que, aunque el director de aquel periódico no hubiera estado directamente en el complot para el asesinato, sí había ayudado a crear un clima que favorecía y hasta aplaudía el crimen. Esa responsabilidad se lleva siempre.
Adriano Sofri fue condenado en 1997 a 22 años de cárcel, a pesar de haber mostrado en el juicio su arrepentimiento frente a la viuda y al hijo del inspector y, posteriormente, aceptado su “corresponsabilidad moral” en el homicidio. Fue liberado en 2012.
Durante esos años, Sofri continuó escribiendo en varios periódicos y revistas. En 2015 dejó de escribir en el diario más influyente de su país, La Repubblica, cuando un colega suyo en el periodismo se convirtió en director: Mario Calabresi, el hijo del inspector.
Mientras tanto, Dario Fo escribió una obra en contra de Leonardo Marino, uno de los autores materiales del asesinato de Calabresi, indignado porque el homicida se había declarado culpable. Una comedia con muñecos. El dramaturgo hizo tremendo berrinche porque la televisión pública no transmitió la representación de la obra sino hasta el día siguiente de la condena a Sofri. Ya para entonces a Fo le habían dado el Nobel.
Una vuelta final de tuerca: Leonardo Marino le puso Adriano a uno de sus hijos, en honor a Sofri, su jefe político. Adriano Marino hoy es magistrado.
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