viernes, octubre 14, 2016

El miedo al otro y el espejismo de la inseguridad



De unos años a la fecha, varias campañas políticas –algunas de ellas muy exitosas– se han basado en el miedo. En los países desarrollados se ha traducido, esencialmente, en el miedo a lo diferente, ya sea por otra religión, otro color de piel, hablar otro idioma o tener otras preferencias sexuales. En el fondo se trata, en el colmo del individualismo, del miedo al otro, a quien no es uno y en el deseo, imposible de cumplir, de una humanidad homogénea.

Resulta por lo menos sintomático que los temas sociales y de distribución del ingreso, que solían ser el asunto nodal de los debates políticos en todo el mundo, hayan dejado el centro del escenario a los temas de seguridad. Pareciera que en la medida en que los primeros no se resolvieron, la atención pasó a los otros. Ya que se dice que el Estado no tiene los recursos para asegurar servicios sociales suficientes para una efectiva igualdad de oportunidades, que al menos se encargue de nuestra seguridad personal. O que le haga la lucha.

Así, el tema más caro a los grupos conservadores ha cobrado preeminencia. Siempre hay una posible fuente de inseguridad a la que se debe combatir. Y siempre hay un combate, con un Enemigo Malo, que se puede convertir en motivo recurrente de un gobierno: contra el terrorismo, contra las bandas delincuenciales, contra los migrantes, contra los infieles, contra los perversos…

El caso es que los resultados nunca son positivos, incluso cuando son positivos. La insistencia en el tema es tal que la percepción de inseguridad personal es creciente, sin importar si realmente es mayor o no. Es el síndrome del mundo malo, el que está afuera, y que nos presenta la televisión. 

Así, de poco sirve que la incidencia delictiva disminuya, como es el caso de la mayoría de las ciudades de México. La percepción social sobre inseguridad pública va en aumento, y los datos de la Encuesta Nacional de Victimización lo atestiguan. Hemos llegado al extremo de que hay una suerte de nostalgia por la seguridad que había hace medio siglo… cuando las tasas de criminalidad estaban al doble o al triple (y la mayoría ni siquiera había nacido entonces).

¿Qué es lo que había diferente hace cincuenta años? Que la gente no tenía la seguridad como preocupación principal. Que, como el Estado todavía no tenía su crisis fiscal, no le habían inoculado el virus del miedo. Las preocupaciones centrales eran educación, salud, empleo, crecimiento económico, salario. Y democracia, que no había. Había más secuestros, asesinatos y violaciones que ahora, pero los niños jugaban tranquilamente en la calle.

Poner el tema de la seguridad en el centro no ha ayudado para que la gente esté más segura. Ha servido para que el Estado haya arrinconado temas que debían ser torales: los salarios, la seguridad social, los servicios, la creación de infraestructura, en donde los rezagos se acumulan.

En tanto, se acumulan también iniciativas y propuestas de exclusión de los diferentes, o de supuesta autodefensa. Lo vimos con las marchas “a favor de la familia” y con la malhadada idea de permitir la portación de armas (con lo difícil que fue la despistolización hace unas décadas). Ninguna de esas propuestas puede darle al individuo la seguridad anhelada, precisamente porque no se basan en la solidaridad o en la cohesión del tejido social, sino en lo contrario: la sensación de que el individuo está solo y contra todos. Son un espejismo.

Si en México esto es evidente, también lo es en Estados Unidos. De hecho, ese el elemento principal que –entre proyectiles de lodo– pudo apreciarse en el segundo debate entre candidatos presidenciales. La visión de Donald Trump es exactamente la de excluir por razones de raza, de nacionalidad, de religión y de estilos de vida. Es la del Estado que se retira de la esfera social y se dedica a combatir ciegamente a quien difiere de la mayoría, al otro: y hacerlo con furia similar sin importar si se trata de alguien peligroso o de alguien capaz de enriquecer a la sociedad.

Si hay alguien que puede por antonomasia definirse como “otro”, alguien ajeno a todos, ese es el refugiado, el que huye de las guerras y de la hambruna. En el debate de EU, ese otro tenía a Siria como país de origen. Y son sirios muchos de los refugiados que hoy fluyen por Europa y que no caben en ningún lado (recordemos que fueron usados, con éxito, por los demagogos que favorecían al Brexit).

En México están empezando a aparecer esos Otros totales. Están en Tijuana y Mexicali, provienen de Haití y del África subsahariana; se agolpan en la frontera tras huir de sus países. No se parecen a nosotros ni hablan nuestro idioma (como sí hacían los guatemaltecos que huían hace cerca de cuatro décadas de los kaibiles y que fueron integrados a la sociedad mexicana). Son una prueba de fuego para la conciencia nacional, tan alarmada por el maltrato trumpista a nuestros connacionales.

¿Qué vamos a hacer con ellos? No faltará quien diga, en la perfecta lógica de poner toda su preocupación en la inseguridad, que dejarlos aquí será alimentar las bandas criminales. Ni quien piense, a la europea, que lo conducente será crear un limbo, un campamento de refugiados para que allí se queden temporalmente (es decir, por muchos años) sin ser nadie. Y sin duda, tampoco el país está como para dejar que los traficantes de personas lo usen para sus fines (ya vimos lo que le pasó a Ecuador). Hay que encontrar una solución humana, solidaria e inteligente, en vez de cerrarnos.

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