La visita de Donald Trump a México es uno de los
mejores ejemplos posibles del arte de dispararse en el pie: causarse daño sin
obtener nada a cambio.
No es la primera vez que un gobierno mexicano hace
cálculos incorrectos acerca de las elecciones presidenciales en Estados Unidos.
Sucedió en 1976, cuando suponían que Gerald Ford derrotaría a Jimmy Carter.
Sucedió de nuevo en 1992, cuando se pensó que Bush Sr. se reelegiría, y ganó
Clinton. Sin embargo, en ambos casos –sobre todo en el segundo- la diplomacia
mexicana había tendido redes lo suficientemente estrechas con el lado demócrata
como para que hubiera un control de daños relativamente exitoso.
Tampoco es la primera vez que un candidato
republicano en campaña visita nuestro país y se reúne con el Presidente.
Sucedió hace ocho años, cuando John McCain conversó con Felipe Calderón y hasta
se dio un tiempo para visitar la Villa de Guadalupe.
Pero es la primera vez que el candidato republicano
a la Casa Blanca tiene como tema de campaña la incitación al odio hacia México
y los mexicanos. La primera vez que define a México, explícitamente, como
“enemigo”. La primera vez que un candidato concita la animadversión popular
generalizada, más allá de las identificaciones partidistas. Trump no es un
candidato cualquiera.
También es la primera vez que el candidato invitado
decide la fecha de su llegada. La primera vez que da una conferencia de prensa
con el escudo nacional como fondo (“parecía que estaba hablando en la ONU”, se
vanaglorió un columnista republicano de línea dura). La primera vez que, tras
la reunión, el invitado preside un mitin xenófobo y se burla de lo sucedido
apenas horas antes.
Se ha alegado que la decisión de invitar a Trump fue
para calmar a los mercados, luego de la amenaza de bajar la calificación de la
deuda mexicana. Es algo que no comprendo, porque considero que la situación es
precisamente al revés.
Ciertamente, existe un componente político en la
evaluación de la economía de un país. En el caso de México, el factor
fundamental es interno: la percepción de que el imperio de la ley no se aplica
de manera generalizada (no en todo el
país, y no con los mismos parámetros para distintas personas). Y en lo
referente a la relación con EU, los mercados tienen clara la idea de que un
eventual triunfo de Trump sería negativo para la economía mexicana. Mientras
mejor le vaya al republicano en las encuestas, peores serán las expectativas a
futuro para nuestro país, y los mercados lo reflejarán. Finalmente, para
cualquier país, la popularidad del gobierno es un factor de estabilidad… y
viceversa.
Como puede rápidamente deducirse, la visita de Trump
no afecta el factor fundamental (interno), y tuvo efectos negativos en el
segundo, ya que terminó por ayudar al magnate. Los medios trumpistas estaban
felices. Una de las debilidades de su candidato era que aún sus seguidores
potenciales lo consideraban poco presentable en el exterior. A diferencia de
Hillary Clinton, no se había reunido con ningún líder mundial. El presidente
mexicano le dio esa posibilidad.
Según el portal RealClearPolitics, las
probabilidades de triunfo de Trump eran, antes de su viaje relámpago, de 20 por
ciento. Al día siguiente, subieron a 23 por ciento, producto de su repunte en
las encuestas. Desde entonces no han bajado.
Antes de la visita, el horno no estaba para bollos. Las
noticias no eran halagüeñas, tanto en el terreno económico -la economía
mexicana decreció en el trimestre- como en el de seguridad –los datos muestran
un aumento en los delitos de alto impacto, tras más de dos años a la baja-. Estos
elementos, más la percepción de un combate ineficaz a la corrupción, se habían
combinado para enviar la popularidad del presidente Peña por debajo de la cota
simbólica del 30 por ciento.
Y llegó la bomba de la invitación a Donald Trump. No
puede sino esperarse otra caída en el índice de aprobación presidencial. Eso es
malo para Peña y para las capacidades de su gobierno. Una cosa es no gobernar
para la popularidad; otra, muy diferente, es hacerlo en contra directamente de
las percepciones y sentimientos de la gran mayoría de la población. Lo segundo
debilita a cualquier gobierno (eso, sin contar los rumores y filtraciones sobre
desavenencias en el gabinete por el caso).
En otras palabras, el disparo en el pie debilita las
posibilidades de caminar hacia el futuro.
En abono a esa debilidad, la candidata demócrata,
Hillary Clinton, ya anunció que rechazaba la invitación del gobierno mexicano
para reunirse con Peña Nieto antes de las elecciones. Es un mensaje claro para
quien quiera escucharlo: la decisión de invitar a Trump –y de cometer varios
errores diplomáticos en el camino- ha enfriado las relaciones entre el gobierno
de México y la que muy probablemente asumirá la presidencia de Estados Unidos
en enero próximo.
Habrá, sin duda, quienes en el entorno presidencial
insistan en que la malhadada invitación fue buena idea. Y hasta dirán que
estuvo bien el tono comedido del Presidente ante el fanfarrón. El problema no
son los aduladores, sino que se les crea, porque cuando un líder se aísla, pierde
la perspectiva de la realidad, ve sólo lo que desea ver y, en consecuencia,
toma decisiones desastrosas una tras otra. Eso no le conviene a México. Es lo que
llaman la hibris.
Quien actúa bajo este síndrome no presta atención a
la información, no mantiene la mente y el juicio abiertos, suele persistir en
políticas inviables o contraproducentes y se niega a sacar provecho de la
experiencia (porque significaría admitir un error). Es algo a evitar. Por eso
hay que dar aldabonazos constantes.
Es momento de reparar el daño realizado, no de
solazarse en él.
¿Habrá un segundo disparo en el pie, que hará
todavía más difícil el camino de la nación? Me temo que sí, y que viene en el
presupuesto para 2017.
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