Ahora que Fidel Castro ha cumplido 90 años, me
vienen a la mente muchas cosas que tienen qué ver con mi historia familiar,
porque resulta que Fidel ha estado en ella desde antes de que fuera Fidel.
Mi madre era cubana de nacimiento, estudió derecho y
le gustaba la política (mi abuelo era ferrocarrilero, sindicalista, y eso de la
política se mama en casa). Era miembro del directorio de la FEU, allá por los
años 40. Contaba mi abuela que, cuando los dirigentes se reunían en el
departamento de la calle de Infanta, en La Habana Vieja, ella les recogía las
pistolas a todos los muchachos, porque solían ir armados. El líder de la FEU en
aquel entonces era el joven Fidel Castro, miembro del Partido Revolucionario
Ortodoxo, como mi mamá.
Las cosas se dieron de tal forma que mi mamá emigró
a México a finales de los 40, Fidel quedó impresionado por su experiencia en el
Bogotazo (las protestas y represión seguidas al asesinato del líder izquierdista
Eliecer Gaitán) y radicalizó sus posiciones. Después vino el asalto al Cuartel
Moncada (26 de julio de 1953), la prisión de Castro, su liberación y destierro
a México… lo que generó un nuevo reencuentro.
Aquí, con apoyo de los residentes cubanos en nuestro
país, se fraguó la expedición del Granma, bajo la lógica de crear un foco de
insurrección contra la dictadura de Batista. El Movimiento 26 de Julio, al que
también pertenecía mi madre, tenía originalmente una ideología
antiimperialista, nacionalista y democrática. Hablaban de convertir a Cuba en
“la Suiza de América”.
En el desarrollo de la etapa armada de la
revolución, el M-26-7 presentó dos claras tendencias. Les llamaban “la Sierra”
y “el Llano”, y eran algo así como los jacobinos y girondinos de la revolución
francesa. Los primeros se volvieron más izquierdistas; los segundos mantuvieron
las posiciones ideológicas originales. En el triunfo, la Sierra se tragó
totalmente al Llano, no sin fracturas. Por eso, aunque la mayoría de la
generación de mi mamá en la Facultad de Derecho había estado con el M-26-7, al
pasar de los años estaba dividida en tercios: la tercera parte, en el poder;
otro tercio, en el exilio; un tercio más, fusilado o encarcelado.
Desde la atalaya privilegiada de México –ni en La Habana
ni en Miami- y con todos los parientes de mi mamá en Cuba, mi familia vio el
desarrollo, la evolución, la decadencia y la transformación frankensteiniana de
la Revolución Cubana. Podría decir que a ratos lo gozó, pero más a menudo lo
sufrió.
Fue un proceso en el que una revolución alegre,
antidogmática y hasta jacarandosa pasó por periodos de radicalismo extremo (el
costoso coqueteo con los chinos de finales de los años 60), de normalización
burocrática, subsidiada por la Unión Soviética (casi toda la década de los 70,
hasta la llegada de Gorbachov), de crisis económica profundísima (el periodo de
economía de guerra de los años 90, en el que hubo hambre de verdad), hasta una
nueva normalización en el Siglo XXI, con una revolución desgastada hasta la médula
(sobre todo en la médula).
Todo ese proceso estuvo encabezado por Fidel, el
líder único, el hombre que sabía de cocina, de planeación económica, de cultivo
de cítricos, de minería, medicina, deportes y sistema decimal. El asunto llegó
al grado de que, para decirlo en palabras de un profesor de economía de la
Universidad de La Habana, “las leyes objetivas para la construcción del
socialismo son las leyes subjetivas del Comandante en Jefe”.
Pero Fidel era carismático. Allá por los años 80,
sólo una tía había dejado de ser revolucionaria. Estaba presumiendo de ello, y
le dijeron: “¿Pero qué tal cuando estabas en la playa y llegó Fidel en un yipi? Le diste a tu nieto para que lo
besara”. La tía respondió: “Es que es Fidel, chica”.
El resultado fue, en términos sociales, una
igualación de las condiciones de vida, que garantizó algunos derechos sociales
y terminó con la miseria, pero mantuvo a casi toda la población en la pobreza. En
términos económicos, una economía incapaz de crecer por sí misma, dependiente
de los subsidios externos (por eso, la época soviética fue la dorada), que se
derrumbó apenas se detuvieron las transferencias. En términos políticos, una
cerrazón –siempre justificada por la amenaza del imperialismo yanqui- que
impedía la existencia de una oposición, dificultaba seriamente la discusión
interna entre los revolucionarios y-a falta de ello- promovía los chismes, las
intrigas y las vendettas en todos los terrenos de la vida cotidiana.
Al final del gobierno de Fidel, me lo susurró un
artista cubano como para que nadie más lo oyera (y eso que estábamos en
México): “Aquello se ha convertido en un Estado policial”. Y qué decir de
aquellos que eran adolescentes cuando triunfó la Revolución de la que fueron
entusiastas participantes y, cincuentones, lloraban porque todo por lo que
habían luchado se había disuelto, aunque se siguiera hablando de Revolución.
En 2011, después de más de medio siglo en el poder
casi absoluto, Fidel Castro dejó su
puesto. Llegó Raúl, el hermano impopular y sin carisma. Pero Raúl, tal vez por
su vocación burocrática y de control, había sido la voz que impidió las derivas
más extremas de la revolución. A él le tocaría hacer los ajustes –siempre
pequeños- para que el régimen cubano se adecuara a la nueva realidad política y
económica internacional, sin que la facción en el poder perdiera el control.
Fidel no haría esos ajustes, para no perder su papel de hombre providencial por
excelencia.
Ahora tiene 90 años. Casi todos sus compañeros de
generación están muertos. Él está viejo. Aferrado a sus muertos del Moncada.
Aferrado a sus ideas y a sus fobias del siglo XX. Es el pasado vestido de
pants. Su revolución no estaba cargada de futuro.
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