lunes, agosto 22, 2016

Los 90 de Fidel (una historia íntima)



Ahora que Fidel Castro ha cumplido 90 años, me vienen a la mente muchas cosas que tienen qué ver con mi historia familiar, porque resulta que Fidel ha estado en ella desde antes de que fuera Fidel.

Mi madre era cubana de nacimiento, estudió derecho y le gustaba la política (mi abuelo era ferrocarrilero, sindicalista, y eso de la política se mama en casa). Era miembro del directorio de la FEU, allá por los años 40. Contaba mi abuela que, cuando los dirigentes se reunían en el departamento de la calle de Infanta, en La Habana Vieja, ella les recogía las pistolas a todos los muchachos, porque solían ir armados. El líder de la FEU en aquel entonces era el joven Fidel Castro, miembro del Partido Revolucionario Ortodoxo, como mi mamá.

Las cosas se dieron de tal forma que mi mamá emigró a México a finales de los 40, Fidel quedó impresionado por su experiencia en el Bogotazo (las protestas y represión seguidas al asesinato del líder izquierdista Eliecer Gaitán) y radicalizó sus posiciones. Después vino el asalto al Cuartel Moncada (26 de julio de 1953), la prisión de Castro, su liberación y destierro a México… lo que generó un nuevo reencuentro.

Aquí, con apoyo de los residentes cubanos en nuestro país, se fraguó la expedición del Granma, bajo la lógica de crear un foco de insurrección contra la dictadura de Batista. El Movimiento 26 de Julio, al que también pertenecía mi madre, tenía originalmente una ideología antiimperialista, nacionalista y democrática. Hablaban de convertir a Cuba en “la Suiza de América”.

En el desarrollo de la etapa armada de la revolución, el M-26-7 presentó dos claras tendencias. Les llamaban “la Sierra” y “el Llano”, y eran algo así como los jacobinos y girondinos de la revolución francesa. Los primeros se volvieron más izquierdistas; los segundos mantuvieron las posiciones ideológicas originales. En el triunfo, la Sierra se tragó totalmente al Llano, no sin fracturas. Por eso, aunque la mayoría de la generación de mi mamá en la Facultad de Derecho había estado con el M-26-7, al pasar de los años estaba dividida en tercios: la tercera parte, en el poder; otro tercio, en el exilio; un tercio más, fusilado o encarcelado.

Desde la atalaya privilegiada de México –ni en La Habana ni en Miami- y con todos los parientes de mi mamá en Cuba, mi familia vio el desarrollo, la evolución, la decadencia y la transformación frankensteiniana de la Revolución Cubana. Podría decir que a ratos lo gozó, pero más a menudo lo sufrió.

Fue un proceso en el que una revolución alegre, antidogmática y hasta jacarandosa pasó por periodos de radicalismo extremo (el costoso coqueteo con los chinos de finales de los años 60), de normalización burocrática, subsidiada por la Unión Soviética (casi toda la década de los 70, hasta la llegada de Gorbachov), de crisis económica profundísima (el periodo de economía de guerra de los años 90, en el que hubo hambre de verdad), hasta una nueva normalización en el Siglo XXI, con una revolución desgastada hasta la médula (sobre todo en la médula).

Todo ese proceso estuvo encabezado por Fidel, el líder único, el hombre que sabía de cocina, de planeación económica, de cultivo de cítricos, de minería, medicina, deportes y sistema decimal. El asunto llegó al grado de que, para decirlo en palabras de un profesor de economía de la Universidad de La Habana, “las leyes objetivas para la construcción del socialismo son las leyes subjetivas del Comandante en Jefe”.

Pero Fidel era carismático. Allá por los años 80, sólo una tía había dejado de ser revolucionaria. Estaba presumiendo de ello, y le dijeron: “¿Pero qué tal cuando estabas en la playa y llegó Fidel en un yipi? Le diste a tu nieto para que lo besara”. La tía respondió: “Es que es Fidel, chica”.

El resultado fue, en términos sociales, una igualación de las condiciones de vida, que garantizó algunos derechos sociales y terminó con la miseria, pero mantuvo a casi toda la población en la pobreza. En términos económicos, una economía incapaz de crecer por sí misma, dependiente de los subsidios externos (por eso, la época soviética fue la dorada), que se derrumbó apenas se detuvieron las transferencias. En términos políticos, una cerrazón –siempre justificada por la amenaza del imperialismo yanqui- que impedía la existencia de una oposición, dificultaba seriamente la discusión interna entre los revolucionarios y-a falta de ello- promovía los chismes, las intrigas y las vendettas en todos los terrenos de la vida cotidiana.

Al final del gobierno de Fidel, me lo susurró un artista cubano como para que nadie más lo oyera (y eso que estábamos en México): “Aquello se ha convertido en un Estado policial”. Y qué decir de aquellos que eran adolescentes cuando triunfó la Revolución de la que fueron entusiastas participantes y, cincuentones, lloraban porque todo por lo que habían luchado se había disuelto, aunque se siguiera hablando de Revolución.

En 2011, después de más de medio siglo en el poder casi absoluto,  Fidel Castro dejó su puesto. Llegó Raúl, el hermano impopular y sin carisma. Pero Raúl, tal vez por su vocación burocrática y de control, había sido la voz que impidió las derivas más extremas de la revolución. A él le tocaría hacer los ajustes –siempre pequeños- para que el régimen cubano se adecuara a la nueva realidad política y económica internacional, sin que la facción en el poder perdiera el control. Fidel no haría esos ajustes, para no perder su papel de hombre providencial por excelencia.

Ahora tiene 90 años. Casi todos sus compañeros de generación están muertos. Él está viejo. Aferrado a sus muertos del Moncada. Aferrado a sus ideas y a sus fobias del siglo XX. Es el pasado vestido de pants. Su revolución no estaba cargada de futuro.   

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