La
visión de Parboni
Los
enredos burocráticos me obligaron a ir a Roma casi apenas desembarcado en
Módena. Me entrevisté con el funcionario Leonardo, que tenía una sonrisita
cínica, y me dio el documento que necesitaba para poder cobrar mi beca “a
destiempo”. Aproveché la ocasión para visitar a mi maestro y director de tesis,
Riccardo Parboni, quien estaba de sabático (y, no lo sabían los modeneses, preparando
su transferencia a la Universidad de Catania).
Le
platiqué a Parboni de lo que planeaba investigar durante mi estancia en Italia:
el contexto de flujos internacionales de capital que derivó en la crisis de
deuda de varias naciones en vías de desarrollo (“emergentes”, se diría hoy). En
buena medida, se basaba en la lógica de guerra de divisas como mecanismo para
definir el poderío de las naciones o los bloques de naciones, que Parboni había
manejado en sus libros y ensayos. Le pareció interesante casi al grado del
entusiasmo.
Él, por
su parte, estaba molesto porque Rinascita,
la revista teórica del PCI, no le había aceptado un par de ensayos. Afirmaba
que era porque sus puntos de vista no estaban de acuerdo con el optimismo del
partido respecto a la situación internacional.
Sucede
que Parboni estaba muy excitado con Gorbachov y la nueva dirigencia soviética. Afirmaba
que el proceso reformista iba a cambiar la geografía política de Europa y
colocar a Rusia en una nueva posición de poder. Tan era así que estaba
aprendiendo ruso y pronunciaba pirestroika.
Su
visión –novedosa y algo sacrílega para el momento- era que los cambios en la
Unión Soviética desatarían procesos similares en las distintas naciones del
Este europeo que eran sus satélites, lo que culminaría en un proceso de
integración de estas naciones, y de Rusia misma, en la Unión Europea. “Antes de
que termine el siglo, Alemania estará reunificada”, profetizó.
En
donde falló fue en la forma en que se desmoronarían la Unión Soviética y sus
regímenes títeres. Él imaginaba cambios en la dirigencia (comunista) hacia liderazgos gorbachovianos, que harían una suerte de transición de terciopelo,
con la esperable excepción rumana.
Sobre
Italia, tenía pocas esperanzas. Afirmaba que, tras la imposibilidad del
Compromiso Histórico por el asesinato de Moro, y después de la muerte de
Berlinguer, el Partido había perdido capacidad de propuesta nacional. Veía a su
país destinado a un futuro de liberismo (que
no liberalismo) y falso bienestar, en el que los pragmáticos llevarían la
batuta política. Ahí tampoco se equivocó.
Tras la
sobremesa con Parboni, tomé el tren de regreso a Mödena, Llegué a las dos de la
mañana, con un frío del carajo, y tuve que caminar de la estación a la casa.
La
marcha de los 20 mil
Entre los
varios amigos y excompañeros que reencontré en Módena estaba Daniele Tomasi, aquel
condiscípulo de origen obrero al que apodábamos El Loco, y que abandonó los estudios para trabajar como gerente de
una fábrica que producía planchas de acero y otros bienes de capital. Daniele
era comunista de toda la vida, organizador vecinal y, a fines de los ochenta,
todavía era de los que repartían L’Unità
los domingos, como parte de su militancia.
La
plática que más recuerdo con él de aquella vuelta fue poco después de mi
llegada, en una de las primeras noches que nevó. Podríamos describirla como la
plática de una derrota anunciada: o mejor dicho, la plática de una derrota en
marcha.
Daniele
seguía en el partido, pero había dejado toda esperanza. Explicó que, desde
hacía años, Italia vivía una svolta,
un viraje político y cultural hacia la derecha. Dijo que ese viraje era
irresistible, sobre todo por los errores cometidos en el pasado. Fue entonces
que me platicó de la famosa Marcia dei Ventimila:
la marcha de los 20 mil.
Sucedió
en 1980: golpeada por la crisis y empujada por los bancos, la FIAT decidió
enviar a 22 mil de sus obreros a la cassa
d’integrazione (el mecanismo a través del cual, en épocas de baja
producción, los trabajadores dejaban el empleo y cobraban sólo el 80 por ciento
del salario). El Consejo de Fábrica, con apoyo del PCI, se lanzó a huelga e
impidió el acceso de los empleados de confianza.
Después
de un mes de huelga, los empleados no sindicalizados decidieron hacer una
marcha “de veinte mil personas” para protestar contra lo que consideraban como
excesos del sindicalismo. Para sorpresa de todos –y, supongo, más del
sindicato- la manifestación convocó al doble de gente. Ese momento fue un punto
crítico: el sindicato aceptó la entrada de sus obreros a la cassa d’integrazione y tardaría casi
tres lustros en volver a asomar la cabeza. El ejemplo turinés cundió y cambió
la relación de poder entre sindicatos y empresas, a favor de estas últimas.
“La
verdad es que los sindicatos se pasaron”, admitió Daniele, “nos pasamos”. Y
agachó la cabeza, resignado.
Rayo en
la escuela
La
adaptación de Raymundo en la escuela fue paulatina, en la medida en que fue
entendiendo y aprendiendo el idioma. Las instalaciones eran espectaculares:
puro primer mundo. Sus maestras eran muy buena onda (una estaba buenona; la
otra era gordita y maternal). Lo que le ayudaba mucho era ver las caricaturas
en la tele. No habían pasado dos semanas y ya estaba jugando con sus muñecos en
italiano: “Ti scongiuro!”, gritaba,
en medio de sus juegos.
Cuando
sus clases terminaban, los niños quedaban a cargo de una cuidadora que una vez
le preguntó a Patricia si México era a España lo que el sur de Italia era al
norte. Ella ya estaba prevenida, así que respondió que México era España como
Suiza a Francia. Así que la tipa no discriminó al niño.
La
prueba de que el Rayo todavía no se acoplaba al cien por ciento fue en el
festival de Navidad. Trajeron un santoclós (un Babbo Natale) que hablaba dialecto modenés, en vez de italiano, y apenas
pudo entender lo que el niño había pedido de regalo: la nieve.
Esa fue
su petición pública. En privado le pidió a Santa uno de los leones-robots que
formaban a Voltron.
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