Tras lo
urgente, que era recuperar la bolsa perdida, venía lo necesario: ir al Ministero degli Steri para que me dieran
mi beca. Para mi sorpresa, el ministerio trabajaba solamente lunes, miércoles y
viernes, así que tuve que esperar otro día –que se demostraría fatal- para mi
cita con el burócrata (se llamaba Leonardo y por suerte olvidé su apellido) que
me dio los papeles. Entonces fue que emprendimos el viaje a Módena.
En la
querida Módena nos esperaban Paolo y Anna, con quienes había comentado algunas
cosas de logística. Mi idea era rentar un departamento por un año, con vistas a
prolongar la estancia en Italia si era posible. Paolo sólo sabía de una oferta
que, aunque buena en apariencia, exigía contrato de dos años y pago por anticipado.
Anna tenía otra como lejana posibilidad. Se me había olvidado lo difícil que es
el mercado inmobiliario en esa ciudad. Pero es inolvidable la amistad: Anna había
hecho que su papá acondicionara como departamento la parte inferior de su casa –que
utilizó varios años como oficina- y en realidad había quedado muy mona. Nos
podíamos quedar ahí en lo que encontrábamos alojamiento definitivo.
El paso
siguiente era encontrar acomodo a los niños. Raymundo, en particular, se sentía
incómodo sin un puesto fijo en la sociedad, que es algo que requieren todos los
cincoañeros. Las autoridades barriales fueron eficientísimas en su caso:
revisaron y había tres lugares libres en los jardines de niños de la zona (asilo nido, les dicen) y recomendaron el
más cercano, que tenía un solo lugar, porque en la clase estaba una niña,
Verónica Velasco, de origen argentino, que podía ayudar al Rayo a aprender más
rápidamente el italiano. Era hija de Julio Velasco, en aquel entonces
entrenador del equipo de volibol Panini Modena, y posteriormente seleccionador
nacional tanto de Italia como de Argentina. Con Camilo la cosa era más
complicada: no había lugares, pero podrían conseguirle uno si obteníamos la
residencia, porque significaba que nos quedaríamos a vivir en Italia y sería
obligatorio darle un puesto en la guardería como mecanismo de integración
social. Pensé, ingenuo, que sería cosa de pocos meses.
También
compré un auto, con la mediación de un mecánico amigo de Paolo y con el dinero
de la venta de mi Datsun. Era un Opel 1978, azul eléctrico, en buen estado. Le
pusimos Blau, por el color y por ser
alemán. Me lo vendió un bombero. Salió excelente. El problema es que, como yo
no tenía la residencia, no me podían dar el seguro anual, que era obligatorio,
sino un papel temporal, que indicaba que estaba en trámite. Conseguir ese seguro
definitivo terminó por ser una tortura digna de Sísifo.
En la
Facultad me recibieron con mucho gusto. Compartí un amplio cubículo con Andrea
Ginzburg, quien había sido mi maestro de Política Económica. Alzaba los ojos y
había un ventanal por el que se miraba cómo la prolongación de Via Giardini
terminaba con confundirse con el campo que ascendía y se volvía paulatinamente
escarpado. La perspectiva terminaba con los Apeninos, que empezaban a cubrirse
de nieve.
También
fui al banco designado por el Ministero
para cobrar mi beca, y me encontré con una amarga sorpresa: como no había
cobrado durante la primera quincena de noviembre, no me podían dar ese dinero. Tampoco el de
diciembre, porque para entregar el de diciembre, tenían que haber suministrado el
de noviembre. Eso significaba que tenía que volver a Roma, y entrevistarme con
el tal funcionario Leonardo, para que me diera un documento-salvoconducto para recibir
ambos pagos. Me lo hubiera dicho la primera vez que lo vi.
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