La muerte de Joaquín Hernández Galicia, conocido con el
sobrenombre de La Quina, da lugar
para una reflexión sobre la relación compleja entre el sindicalismo y el poder
político en México. Una reflexión que parece más actual ahora, con las
movilizaciones de la disidencia sindical contra la reforma educativa y con la
previsión de un gran debate político nacional en torno a la iniciativa de
reforma energética.
Recordemos que Hernández Galicia logró construir un imperio
político y económico, tras consolidarse como el líder máximo de los
trabajadores petroleros (aunque a menudo otro fuera el dirigente nominal),
luego de deshacerse de sus principales rivales: Sergio Martínez Mendoza –defenestrado
por José López Portillo-, Heriberto Kehoe y Óscar Torres Pancardo –ambos
asesinados-.
Al tiempo que consiguió amplios beneficios para los
trabajadores petroleros de base y que desarrolló diversas acciones de promoción
social, sobre todo alrededor de Ciudad Madero, la región originaria de su poder
político, Hernández Galicia encabezó una camarilla que se distinguió por el
manejo opaco de las cuotas sindicales, la venta de plazas, la represión contra
grupos disidentes y, presumiblemente, por la asociación con grupos de la
delincuencia organizada.
En otras palabras, apoyado por el poder político del PRI
tradicional, La Quina desarrolló un
poder extrainstitucional, que creció de tal forma que la dirigencia perdió el
sentido del origen de ese poder, que era más resultado de una negociación con
el gobierno que de una representatividad real.
En el sexenio de Miguel de la Madrid ese grupo había probado
su fuerza. Ante el crecimiento de la plantilla de trabajadores de confianza
–que era vista como hostigamiento al sindicato-, un personero de la camarilla, el
secretario general, José Sosa Martínez, dijo que los gastos de ese personal de
confianza hacían que se erogase más en escritorios que en refacciones y
herramientas, por lo que "pronto tendremos otro San Juanico",
refiriéndose al estallido de grandes depósitos de gas ocurrido el año anterior
en San Juan Ixhuatepec. A su juicio, Pemex "comenzaba a tambalearse".
Para concluir, afirmó, dirigiéndose al Presidente: "Si se hunde Pemex, se
hunde usted".
En realidad, la queja era porque el sindicato perdió el
derecho a recibir un porcentaje de los contratos de perforación terrestre sin
concurso, así como el de subcontratar aquellos que pudiese ganar en licitación
pública. Y el dato más relevante es que De la Madrid se doblegó ante el
chantaje.
El problema de Hernández Galicia fue no medir el tamaño de
su poder, y considerarse por encima del Ejecutivo. Creyó que su cacicazgo era
autónomo. De ahí que cometiera el error estratégico de apoyar activamente la
candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas en 1988 y de, posteriormente, desafiar el
poder político del Presidente de la República. Se pensó más poderoso que el
sistema que lo había encumbrado y de ahí vino su estrepitosa caída, con el
operativo del 10 de enero de 1989.
La caída de La Quina
–quien, tras pasar siete años en la cárcel, jamás recuperó el poder sindical-
no significó una depuración del sindicalismo en Pemex. Y no fue así por dos
razones principales. La primera es que al gobierno de Salinas de Gortari le interesaba
más deshacerse de una pandilla que fomentar la democracia sindical; la segunda,
que los grupos interesados en depurar el sindicato fueron puestos fuera del
combate político con el abierto apoyo de Cuauhtémoc Cárdenas al depuesto
cacique.
Así, al imperio de Hernández Galicia en Pemex siguió uno más
cauto e institucional, menos violento (tal vez porque no ha necesitado serlo
tanto), pero igualmente corrupto. Difícilmente podrá hacerse una reforma
integral a la industria energética del país si no se hacen cuentas –y cuentas
transparentes- con los sindicatos de las principales empresas paraestatales del
ramo, Pemex en primer lugar.
No deja de ser llamativo que pocos meses después de la caída
de La Quina –en abril de 1989, para
ser precisos- hubiera caído otro “líder moral” de un importante sindicato
nacional. Carlos Jonguitud Barrios, dirigente del Sindicato Nacional de
Trabajadores de la Educación, después de una exitosa movilización de la CNTE,
en demanda de aumentos salariales.
Curiosamente, la dirigencia de la Coordinadora –que estaba
menos radicalizada y envalentonada que ahora- saludó el relevo de Elba Esther
Gordillo como “un gran avance y un triunfo inobjetable”, y más cuando la sagaz
dirigente hizo suyas las demandas salariales y obtuvo un incremento
satisfactorio.
En aquella época se consolidaron, en movimientos paralelos,
el liderazgo nacional de Gordillo y los liderazgos locales, en el sur del país,
de la Coordinadora. Lo que no se consolidó fue la democracia sindical, en el
sentido de fomentar la pluralidad: a cambio de ello, cacicazgos paralelos, uno
grandote y los demás chiquitos, con discursos diferentes, pero métodos
similares.
Sabemos que a Gordillo le sucedió algo muy parecido a lo que
le ocurrió a La Quina: porque pudo
doblegar a un Presidente se creyó más poderosa que cualquiera de ellos, perdió
el sentido de realidad política y cayó de manera estruendosa, tras haber
construido un imperio sindical.
La pregunta respecto al SNTE es similar a la planteada hace
pocos párrafos respecto a los sindicatos del ramo energético. ¿Es posible que
la reforma educativa funcione si no hay un nuevo tipo de arreglo sindical? ¿Qué
lo haga a pesar de las inercias corporativas dejadas por Elba Esther y de los
cacicazgos locales en las zonas controladas por la CNTE?
Porque luego resulta que, arreglándolo todo desde arriba,
sin que nada se mueva desde abajo, los cambios suelen ser más aparentes que
reales. Y el país necesita reformas reales.
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