miércoles, marzo 06, 2013

Biopics: En el diván II


Cuba.

Otro de los primeros temas que vi en las sesiones de psicoanálisis es el de mi compleja relación con Cuba, la tierra de mis padres (entre otras cosas, porque es parte fundamental de mi relación con ellos).
Nunca me he sentido cubano en lo más mínimo. En ello influye que mi papá todo el tiempo, y muy claramente en mi primera infancia, haya recalcado mi mexicanidad (lo que también me hizo trazar una línea imaginaria que me separaba de él y de mi mamá). De niño yo era bien patriota. Sin embargo, y por razones obvias, tengo aspectos de cubanidad, entiendo la forma de ser de ese pueblo, conozco su jerga, su comida (he de decir que odio las “viandas” como el boniato, la yuca y la malanga y aborrezco el ajo) y su música de una manera que sólo otro mexicano hijo de cubanos puede hacerlo. Me complace el barroquismo en el lenguaje, amo el beisbol y me interesan la vida y la historia de Cuba. Pero hasta ahí.
En la época de la terapia psicoanalítica, había elementos en esa relación que me turbaban. Me molestaba que los cubanos hablaran tan alto, que nunca se callaran (como mi mamá y mis tías), que tuvieran posiciones y discusiones políticas grotescas (desde los miamitas que decían que Carter era comunista, hasta los isleños que hacían la apología ciega de su sistema), que alegaran por cualquier cosa y que su ocupación principal fuera criticar a otros cubanos. Me cagaba el poder ser identificado, de cualquier forma, con esas actitudes, por el mero hecho de la nacionalidad de mis padres.
El tema psicoanalítico salió a relucir por aquello de las fronteras (entre la vida y la muerte, la primera y fundamental; entre la sumisión y la rebeldía, la segunda). ¿No tendría yo esa sensación fronteriza? Mi respuesta esencial era que no. Pero luego me decía: “qué extraño grupo nacionalista es el mis compañeros del MAP, con gente como Woldenberg, Gershenson, Whaley, Bellinghausen y Stephan-Otto”, sin contar personajes como el querido Carlos Pereyra, hijo de argentinos, incapaz de comer un buen plato de chicharrón en salsa verde, o Fito Sánchez Rebolledo, hijo de españoles, que defendía el artículo 82 de la Constitución, que le impedía legalmente ser Presidente, arguyendo diferencias que yo era incapaz de ver (y he de decir que alguna vez, en la colonia Roma, asistí a una discusión al respecto entre los grandes amigos que eran Pereyra y Fito, en la que el Tuti fue contundente, a mi juicio). ¿No era nuestro nacionalismo izquierdista una suerte de sobrecompensación?
En todo esto, por supuesto, tiene que ver cierto nacionalismo mexicano trasnochado, según el cual hay mexicanos de cepa y de segunda. Este tipo de nacionalismo, que abreva de inseguridades históricas, se reproduce en gente de toda la gama ideológica, y resulta, ocasionalmente, en situaciones molestas, sobre todo si uno es el involucrado. A mi me resultan chocantes desde el tarado que te pregunta si tú también festejas el 16 de septiembre, hasta el que insiste en subrayar el origen de un extranjero nacionalizado mexicano, sea chileno, argentino o libanés.
La cuestión, al fin y al cabo, era quedar cómodo con la cubanidad que me toca. La terapia abrió el problema pero no lo resolvió en el momento. Fueron los años, la mayor comprensión del legado de mis padres, ver la vida con más gracia y más calma. También, posiblemente, mi evolución política.
Una vez, a finales de los años noventa, estaba yo en una mesa con Taide mi esposa, mi amigo el cantautor Alejandro García Virulo y un asistente de él, Alejandrito. Platicamos alegremente por horas. Al regresar a casa, Taide me dijo: “parecía que estaba yo con tres cubanos”. Por primera vez, -y ayudó que la frase viniera de ella- lo tomé como un halago, que hablaba de mis orígenes, mi empatía y mis capacidades camaleónicas, no como algo que mermara mi mexicanidad. Ya estaba viendo las cosas con cierta objetividad.
Hoy puedo manejar con orgullo mi estirpe isleña. Pero eso sí, la selección cubana de beisbol me sigue pareciendo profundamente antipática.

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