Cuba.
Otro de los primeros temas que vi en las sesiones de psicoanálisis es el de mi compleja relación con Cuba, la tierra de mis padres (entre otras cosas, porque es parte fundamental de mi relación con ellos).
Nunca
me he sentido cubano en lo más mínimo. En ello influye que mi papá todo el
tiempo, y muy claramente en mi primera infancia, haya recalcado mi mexicanidad
(lo que también me hizo trazar una línea imaginaria que me separaba de él y de
mi mamá). De niño yo era bien patriota. Sin embargo, y por razones obvias, tengo
aspectos de cubanidad, entiendo la forma de ser de ese pueblo, conozco su
jerga, su comida (he de decir que odio las “viandas” como el boniato, la yuca y
la malanga y aborrezco el ajo) y su música de una manera que sólo otro mexicano
hijo de cubanos puede hacerlo. Me complace el barroquismo en el lenguaje, amo
el beisbol y me interesan la vida y la historia de Cuba. Pero hasta ahí.
En la
época de la terapia psicoanalítica, había elementos en esa relación que me
turbaban. Me molestaba que los cubanos hablaran tan alto, que nunca se callaran
(como mi mamá y mis tías), que tuvieran posiciones y discusiones políticas
grotescas (desde los miamitas que decían que Carter era comunista, hasta los
isleños que hacían la apología ciega de su sistema), que alegaran por cualquier
cosa y que su ocupación principal fuera criticar a otros cubanos. Me cagaba el
poder ser identificado, de cualquier forma, con esas actitudes, por el mero
hecho de la nacionalidad de mis padres.
El tema
psicoanalítico salió a relucir por aquello de las fronteras (entre la vida y la
muerte, la primera y fundamental; entre la sumisión y la rebeldía, la segunda).
¿No tendría yo esa sensación fronteriza? Mi respuesta esencial era que no. Pero
luego me decía: “qué extraño grupo nacionalista es el mis compañeros del MAP,
con gente como Woldenberg, Gershenson, Whaley, Bellinghausen y Stephan-Otto”,
sin contar personajes como el querido Carlos Pereyra, hijo de argentinos,
incapaz de comer un buen plato de chicharrón en salsa verde, o Fito Sánchez Rebolledo, hijo de
españoles, que defendía el artículo 82 de la Constitución, que le impedía legalmente
ser Presidente, arguyendo diferencias que yo era incapaz de ver (y he de decir
que alguna vez, en la colonia Roma, asistí a una discusión al respecto entre
los grandes amigos que eran Pereyra y Fito, en la que el Tuti fue contundente, a mi juicio). ¿No era nuestro nacionalismo
izquierdista una suerte de sobrecompensación?
En todo
esto, por supuesto, tiene que ver cierto nacionalismo mexicano trasnochado, según
el cual hay mexicanos de cepa y de segunda. Este tipo de nacionalismo, que
abreva de inseguridades históricas, se reproduce en gente de toda la gama
ideológica, y resulta, ocasionalmente, en situaciones molestas, sobre todo si
uno es el involucrado. A mi me resultan chocantes desde el tarado que te
pregunta si tú también festejas el 16 de septiembre, hasta el que insiste en subrayar
el origen de un extranjero nacionalizado mexicano, sea chileno, argentino o
libanés.
La
cuestión, al fin y al cabo, era quedar cómodo con la cubanidad que me toca. La
terapia abrió el problema pero no lo resolvió en el momento. Fueron los años,
la mayor comprensión del legado de mis padres, ver la vida con más gracia y más
calma. También, posiblemente, mi evolución política.
Una
vez, a finales de los años noventa, estaba yo en una mesa con Taide mi esposa, mi
amigo el cantautor Alejandro García Virulo
y un asistente de él, Alejandrito. Platicamos alegremente por horas. Al
regresar a casa, Taide me dijo: “parecía que estaba yo con tres cubanos”. Por
primera vez, -y ayudó que la frase viniera de ella- lo tomé como un halago, que hablaba de mis orígenes,
mi empatía y mis capacidades camaleónicas, no como algo que mermara mi
mexicanidad. Ya estaba viendo las cosas con cierta objetividad.
Hoy
puedo manejar con orgullo mi estirpe isleña. Pero eso sí, la
selección cubana de beisbol me sigue pareciendo profundamente antipática.
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