Entre
las cosas alivianadas de los años ochenta destacaban dos estaciones de radio,
Rock 101 y Radio Educación. La primera cambió la concepción tradicional de las
estaciones roqueras en México, y ayudó a difundir, entre otras cosas, el buen
rock en español (que en los años setenta era prácticamente inexistente). Radio
Educación tenía un espectro todavía más amplio, y en los tiempos en que no
había otra alternativa musical en el auto que la radio, este tándem constituía
un verdadero oasis (porque desde entonces el tráfico capitalino es un caos;
sólo que antes los conductores eran todavía más cafres).
Esto
viene a cuento porque una vez venía yo escuchando Radio Educación rumbo a una
junta de la Comisión de Análisis en la oficina de apoyo al grupo parlamentario
del PSUM, que estaba en Lafragua. Y estaban pasando una canción triste, muy triste, que quién
sabe por qué recónditas razones me llegó al alma y la apuñaló. Al estacionar,
ya estaba yo bañado en lágrimas. Se llama “Cómo torturar un gato”, de Víctor
Manuel:
Arrancarle el bigote que es su tacto;
Repetirle cien veces que es un guarro
Y crearle complejo de tarado.
Prohibirle que duerma recostado,
Prohibirle que fume celtas largos,
Recordarle su origen desgraciado
De una madre soltera y un gusano.
Sin mirarle a la cara regañarlo
Porque acude a la misa y al rosario;
Que sexualmente es bastante raro
Y no tiene valor para aceptarlo.
Y si no hay interés en torturarlo
Se le desprecia un mes de tres a cuatro,
Repitiéndole frases como ésta:
Suficiente desgracia tienes con ser gato.
La reunión posterior a ese llanto transcurrió con
tranquilidad, pero extrañamente la recuerdo muy bien (una intervención de
Carlos Márquez sobre transferencias familiares y movilidad social; una
acotación personal de Enrique Provencio al respecto), porque traía los sentidos
insólitamente prendidos.
Al salir, me quedó claramente la impresión de que tenía una
insatisfacción profunda, una herida escondida. Quise escudriñar en mí para
encontrarla, pero me topé con muy poco. Mejor puse otra música, un buen
rockcito, y lo olvidé por un tiempo. Pero ahí estaba, pertinaz, la desgarradura.
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