Todos estábamos encantados, la velada en mi casa había
transcurrido amablemente, como lo atestiguaban las botellas vacías del vino que
achispaba nuestros sentidos y la mole de platos que se había acumulado en una
esquina del trinchador, porque estábamos tan a gusto que nadie los llevó a la
cocina.
Le pedimos a Lucio que cantara otra canción. Se
acomodó la boina y la bufanda. Nos dijo que era su más reciente composición:
“Notte di metallo” (Noche de metal) y se puso a tocar su guitarra. Era extraño
que esa canción novísima tuviera un definido sabor a las que componía en los
años sesenta. Más aún, que hubiera una canción de Dalla que no podíamos
tararear.
Cuando terminó de cantar me di cuenta de que en toda
la noche no habíamos tomado fotos. Yo quería tener una junto a Lucio, para que
se supiera que éramos amigos, así que le pedí que posara conmigo.
Se ve que no era el único interesado. Todo mundo,
familiares y amigos, se apelotonó frente a las escaleras alrededor de Lucio. Mi
sobrino Edgar tomó la foto con su celular. Lo hizo en el preciso momento en que
mi cuñado Andy y Salvador De Lara acomodaron sus corpachones frente a Lucio y
en el que nuestra otra invitada estrella, Amalia Rodrigues, salió del cuadro.
Revisamos la imagen: no se atisbaba siquiera la boina.
El reloj tocó la una de la mañana. Sonó el timbre de
la puerta. Mi hija abrió y entró un señor muy serio, vestido de enfermero.
-Venimos por el señor Lucio Dalla –exclamó.
Lucio nos lanzó una sonrisa-mueca que quería decir
“ni modo”, se acomodó la boina y se dejó tomar dócilmente de la mano por el
hombre de blanco.
Fue entonces cuando recordé que Lucio Dalla estaba
muerto. En pocos momentos vendrían también por la señora Rodrigues.
Acompañé a Lucio y al enfermero a la salida. Al
asomarme en el portón, encontré que toda la cuadra estaba llena de ambulancias
color verde transparente. Cada ambulancia tenía una camilla enfrente. En ella
se acomodaban distintas personas que iban saliendo de las casas. Muchos viejos,
poca gente joven, algunos niños.
Y en las camillas volvían a agonizar: a cambio de un
día de regreso en la tierra, repetían el último y terrible instante en el que
perdían la vida.
Mientras se acercaba a mí el enfermero que venía por
Amalia Rodrigues pasaron dos redivivos rumbo a sus camillas.
-El próximo viernes tomamos por asalto el sitio de
taxis del barrio para rolar a gusto por la ciudad–dijo uno.
“Vamos a arrepentirnos siempre de la idea de revivir
temporalmente a los muertos; esto va a ser un caos”, pensé.
Alcé la vista. El cielo nocturno se veía pesado, muy
pesado, como de metal.