La familia
Durante la Semana Santa de 1982 volvimos a ir a Cuba. Esta vez fui con mi mamá, Patricia y el bebé Raymundo. Compramos un tour de una semana en La Habana pero, como siempre, sólo usábamos el hotel para dormir y el resto del tiempo rolábamos con la familia cubana.
En el
interin de la anterior visita había sucedido la invasión a la embajada de Perú
de parte de “elementos” disidentes y la posterior fuga masiva, tras decidir el
gobierno cubano la apertura de Puerto Mariel para quien quisiera largarse (y
enviar a Estados Unidos, de paso, a centenares de presos comunes). Los marielitos fueron calificados por el
régimen como “escoria” y no faltaba el chiste de la jinetera que no se iba al
Mariel “poqque pallá va puro lumpen”.
El
suceso afectó de manera indirecta a la familia, porque el ex marido de mi prima
Katia, miembro del Partido, tomó la decisión de última hora de ir a Puerto
Mariel a embarcarse, con la salvedad de que llegó cuando cerraban el puerto. El
hombre fue expulsado del Partido, perdió el puesto de trabajo y la patria
potestad del hijo, y sobrevivía a duras penas como vendedor ambulante. Pocos
años después logró salir y, vueltas que da la vida, décadas después acogería en
Miami a Arturito, el hijo de Katia.
Pero
para 1982 la situación económica del cubano medio apretaba bastante, como de
costumbre, pero no ahogaba como sucedería después del desmantelamiento de los
subsidios soviéticos. Katia trabajaba en la compañía de gas, mi primo Alfredo
lo hacía en el Ministerio de Educación Superior (a un tal Miguel lo acababan de
“hacer” viceministro y mi primo presumía su Lada nuevo), la abuela había
permutado el viejo y proletario departamento de Infanta por una casa en el
reparto Maceo (Ciudad Deportiva), frente a la de los tíos, primos y sobrinos,
donde vivía con el tío Frank, el tío Alfredo ya se había pensionado… en fin,
una situación estable, a pesar de las penalidades para conseguir cosas de
primera necesidad como jabón, papel del baño y diversos alimentos.
Mi mamá
llegó con una enorme maleta cargada de regalos para la familia, cosas de
primera necesidad, y tenía previamente identificado cada objeto para su dueño.
También llevó un casete de Amanda Miguel, así que a toda hora se oía “Él me
mintió”, entre gritos de la familia (porque los cubanos nunca hablan en voz
baja). Por mi parte, le enseñé a Patricia, la hija de mi primo Alfredo, la
canción infantil de moda, la del osito panda cantada por Yuri Por su parte,
Alfredo me regaló un disco de Irakere y dos con grandes obras del
cantautor-humorista Virulo: El Genesis y El Infierno, así como un disco
infantil que tuvo algo qué ver con la formación político-científica-musical del
Rayo.
Katia,
Mary, Haydée y la abuela Lala estaban muy entusiasmadas con el Rayito, quien se
la pasaba chapoteando en una alberquita de plástico, o paseando desnudito en
medio del calorón habanero. “¡Qué bonito es!”, “A ver, nené, qué linda tu
pinguita”, “¡Este niño es Saura, totalmente Saura!” (porque no era Báez, ni Mendoza, ni siquiera Rodríguez)
En esas
fechas la escuela de las niñas los iba a llevar a un campamento de tres días a
Santa María del Mar, que está a las afueras de La Habana. La tía Haydée se
oponía: “¿Cómo, si están muy chiquitos?”. El caso es que fueron. Los fuimos a
despedir una mañana y no había caído la noche cuando en el vecindario corrían
las más delirantes versiones -“un niño salió llorando y no ha parado de llorar,
tiene los ojos hinchadísimos y se va a quedar ciego”- y, tras un día de
aguantar presión, al siguiente se organizó una excursión a la playa. A Santa
María del Mar. Ahí, juntito al campamento. Mientras nosotros gozábamos el mar,
Haydée y Mary salieron “a dar una vuelta” –es decir, a buscar a las niñas-. La
tía incluso llevaba unos bocadillos de queso y dulce de guayaba “por si habían
pasado hambre”. Lo que lograron es verlas pasar en bicicleta y saludarlas muy
alegres y quitadas de la pena. Mary se retiró feliz, pero Haydée un poco
frustrada porque no se habían dignado a detenerse y recibir los bocadillos
entre las rejas.
También
los compañeros del partido mandaron cosas a Cuba. La gran mayoría, a sus amigos
o amigovios. Raúl Trejo, a su hija Claudia, que ahora vivía en La Habana, con
su mamá, porque Tere Escudero, la ex de Raúl, se había vuelto a casar con un
cubano. Fuimos de visita a casa de Tere, donde estuvimos cotorreando muy a
gusto (y Tere firmó su solicitud de ingreso al PSUM, que yo le había llevado),
mientras Claudia jugaba con Patricia, la hija de Alfredo, que era de su edad. El
marido de Tere platicó una anécdota de cuando hacía trabajo voluntario y un día
llegó de visita el Ché. Todos los muchachos corrieron para ver al héroe, sólo
para recibir un regaño porque habían pisado el pasto que ellos mismos habían
plantado. Del lado de los niños, era chistoso ver cómo la hija de Raúl y Tere
–que a la sazón tenía 5 años y medio- hablaba una mezcla de cubano y mexicano.
Cuando nos fuimos Claudia le gritó a su amiguita: “¡Voltea pacá!”, Patricita no
entendió y yo traduje: “Dijo que tú vires pallá”.
La microfracción
Aparte las anécdotas, lo que más recuerdo de aquella visita fueron mis largas pláticas político-filosóficas con mi primo Alfredo. Una de ellas se extendió toda la noche, mientras paseábamos por el reparto, en labores de vigilancia organizadas por el Comité de Defensa de la Revolución (a mí se me permitió acompañar a Alfredo porque presentó a su primo mexicano como “un dirigente del partido marxista-leninista de por allá”).
Una parte
de nuestras disquisiciones versaba sobre la historia contrafactual, o
alternativa: lo que pudo ser y no fue. Le platiqué los cuentos “¡Peligro,
Religión!” y “Capullo en Flor”, de Brian Aldiss. El primero, del encuentro de
muchos mundos paralelos en los que la historia discurre igual hasta un momento
de quiebra (que puede ser en el Siglo I o tras la II Guerra Mundial); el
segundo, en un contexto muy cachondo, de unos chinos que viven en la ficción propagandística
de que han conquistado el mundo y están en Londres, cuando en realidad están en
un pueblo chino y ellos son los conquistados.
El
segundo cuento dio pie para que Alfredo platicara largamente acerca del proceso
revolucionario cubano, la etapa difícil de finales de los años sesenta e
inicios de los setenta, y los retos del proceso en el futuro. Volvió sobre el
tema, que había tocado en mi visita anterior, tres años atrás, de la existencia
de varias facciones dentro del grupo que dirigía la revolución. De 1978-79 me
había quedado claro que él aborrecía a los prochinos y no tenía la mejor
impresión del Ché Guevara. En esta ocasión fue más lejos y me habló de la
microfracción.
A
mediados de los años sesenta, un grupo de antiguos militantes del Partido
Socialista Popular (el “partido marxista-leninista de por allá” cuando Fidel
andaba intentando la guerrilla), integrados a la revolución cubana –algunos con
puestos importantes- empezaron a hacer una campaña de crítica a lo que
consideraban eran debilidades del proceso. En lo economíco, la excesiva
centralización, la improvisación absoluta en el manejo de las empresas
estatales, el abuso del trabajo voluntario, la estatalización de la tierra, la profusión
de la burocracia, el deterioro de la infraestructura, la falta de bienes de
consumo. En lo político, el mando unipersonal de Fidel y el creciente “culto a
la personalidad”, la militarización de la sociedad cubana y la falta de libertades,
iniciando por la de expresión. Según esto, el grupo quería reanimar un debate “dentro
de la revolución” para reverdecerla. Obviamente, fueron acusados de traidores (“prosoviéticos,
les dijeron entonces) y condenados a largas penas de prisión. Tras el
rompimiento con los maoístas (“chinos de mierda”, les habría dicho Fidel cuando
no quisieron subsidiar el arroz), se pensó que la susodicha microfracción podía ser
rehabilitada, pero no fue así.
Empero –decía Alfredo- los puntos que había tocado ese
grupúsculo con sus críticas eran nodales y a cada rato renacían en las
discusiones. En ese sentido, la microfracción había sobrevivido a su propia
muerte política.Y desde entonces, la revolución iba en un vaivén de apertura y
cerrazón: de autocrítica y represión a esa autocrítica. Su suerte dependería de
qué bando ganara. Tras el Mariel hubo una ligera apertura y Alfredo esperaba
que se consolidara. Yo también. Ambos nos equivocamos y aquello acabaría por
anquilosarse, cerrarse y apretarse hasta lo indecible, exacerbando los defectos
que los críticos señalaban.
Me pregunté en voz alta: ¿Hubiera sido el PSUM, en un
ejemplo de historia contrafactual, el equivalente del PSP en una revolución
socialista en México?: Alfredo me dio a entender que sí: había leído los
ejemplares de nuestro periódico Así Es
que le había llevado yo a Tere Escudero. Algunos sucesos en años posteriores
parecen también sugerirlo.
¿Hasta siempre?
Nos fuimos de Cuba esperando volver pronto. No fue así.
Aquella fue la última ocasión en la que ví a mi abuela Lala y al tío Frank. No
he vuelto en tres décadas a la isla que vio nacer a mis padres pero seguiré
ligado a ella, de manera indefectible y contradictoria.
1 comentario:
que pena, espero que puedas volver pronto...
Un saludo!
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