Hace unos días leí Tres
Lindas Cubanas, un texto del escritor mexicano Gonzalo Celorio en el que
narra parte de la historia de su familia y aborda su compleja relación con la Revolución Cubana.
Me lo chuté de un sentón, entre otras cosas porque
descubrí que comparto con Celorio dos cosas fundamentales: la pertenencia como
mexicano a una familia de origen cubano y un proceso personal que pasa del
entusiasmo a la decepción respecto a la revolución encabezada por Fidel Castro.
Pero hay algunas diferencias que quizá explican por qué
el libro de Celorio, tan bien escrito, tiene dificultades para hacer correcta y
cabalmente las cuentas con el régimen fidelista. Unas tienen que ver con el
origen social; otras, supongo, con los lazos no familiares que tejió el autor
en sus diferentes viajes a la isla.
La familia de la madre de Celorio proviene de la
aristocracia criolla cubana, y él relata con delicia como ella y sus hermanas
se hicieron de sus respectivos novios y maridos. La de la mía proviene de la
aristocracia obrera. Ya he relatado en este blog cómo se ligaron mi mamá y mi papá, en una casa de huéspedes en Camagüey.
Esto lleva a una diferencia trascendente a la hora de
contar la relación familiar con la revolución. Recordemos que –como decía el
viejo Marx- la infraestructura determina la superestructura: la clase social de
pertenencia influye grandemente en la ideología.
Por ubicación social, la familia Blasco (la de Celorio) tendría que haber estado en contra del proceso, la revolución no era para ellos. En cambio, para la familia Rodríguez, la situación era parcialmente diferente. Mi abuela era viuda de un obrero destacado en la lucha sindical; mi tío Frank, un discapacitado (más aparente que real) que de inmediato obtuvo una pensión y la tía Haydee ya había accedido a la clase media, a través de su matrimonio con el tío Alfredo… que fue miliciano, ocupó fábricas y decidió en 1960 terminar la carrera de abogado que había dejado trunca, para contribuir mejor a la Revolución.
El deterioro en el nivel de vida de los Blasco es
evidente y casi inmediato. Proseguirá, infatigable, a lo largo de los años. El
del nivel de vida de los Rodríguez también va a la baja, pero de manera
intermitente, para terminar desplomándose en los años de economía de guerra.
Vista desde afuera, la decadencia de los aristócratas
Blasco puede ser vista como un proceso casi natural. Son la clase derrotada que
intenta amurallarse en sus casas solariegas y blasonadas (renegando de la
revolución o aceptándola de dientes para afuera, según el caso). Parece casi un
acto de justicia, y un poco de eso destila en el texto de Celorio. Hay solidaridad
y cariño familiar, pero también la comprensión de que estos personajes
improductivos no podían ser sujetos o beneficiarios de una revolución
socialista.
En cambio, el deterioro de los proletarios y
clasemedieros Rodríguez es menos explicable para el ojo que los mira desde
fuera, desde México. Habla, desde el comienzo, de omisiones, contradicciones e
ineficiencias de la Revolución, que no da a sus hijos más que los satisfactores
estrictamente necesarios –y luego, ni eso-, por mucho que éstos se esfuercen
por cumplir con ella, hagan trabajo voluntario, por más que se hayan dedicado
en cuerpo y alma a su triunfo y consolidación.
¿Cómo podría yo justificar el hambre que pasó mi abuela
en sus últimos años? Un hambre que no tuvo esa esposa de obrero, que fue madre
adolescente, ni en los peores momentos de la dictadura de Machado. ¿Revolución
proletaria?
Tanto Celorio como yo gozamos de una atalaya privilegiada
para observar la situación. Nacer y criarse en México, no en Miami ni en La
Habana, da un punto de vista óptimo para no caer en la miopía de unos y otros,
para no hundirse en el maniqueísmo de un pueblo enfrentado, para ver a islados y desislados de forma crítica.
Pero puedo presumir que mi atalaya era mejor. No había en
México la unanimidad contrarrevolucionaria de la familia de Celorio (sólo rota
por él), sino posiciones intermedias y diferenciadas, salvo unos primeros años
de radicalismo fidelista, derivado de la militancia en el Partido
Revolucionario Ortodoxo y el Movimiento 26 de Julio. Mi padre simpatizó hasta
el final de su vida con la Revolución –aunque le hiciera algunas críticas- y mi
madre terminó detestándola –aunque siempre se enfrentó con los miamitas-. La
familia igual acogía a primos de mi mamá que eran altos funcionarios del
régimen que venían de viaje o a sobrinas de mi papá que se quedaron unos meses
antes de emigrar definitivamente a Estados Unidos, e incluso a refugiados que
no eran ni parientes nuestros.
Tejiendo historias de distintos lados de la trinchera, se
podía llegar a una conclusión muy fuerte, que es similar a la que se atisba con
elegancia en Tres Lindas Cubanas,
pero mucho más radical.
La revolución cubana no solamente degeneró en un Estado policiaco
totalitario, en el que la represión política e ideológica se respira en todo
momento, con un sistema económico esclerótico, absolutamente incapaz de
satisfacer la necesidades de la población, sino que causó también un deterioro
moral en el pueblo: la lógica del engaño, de la mentira, del agandalle, del
abuso de confianza fue sustituyendo ya no nada más a los valores de solidaridad
socialista que se inculcaron en los primeros años del movimiento, sino a otros,
más elementales, que tienen que ver con la honestidad, la integridad y la
cabalidad. Las condiciones económicas desesperantes orillaron a este cambio,
que tardará en recuperarse al menos una generación.
Y el exilio cubano efectivamente se tradujo, en la
mayoría de los casos, particularmente entre quienes emigraron ya adultos o
viejos, en un amargo desarraigo, en una inacabable nostalgia, en un enorme
desencuentro generacional, en un rencor que carcome las almas por dentro.
Hay varios momentos gloriosos en la
crónica-relato-viñeta-novela de Celorio. Me quedo con tres. La descripción de
la cena pantagruélica que ofreció Fidel Castro a sus invitados en plena época
de economía de guerra, y la incapacidad del Comandante en Jefe de quedarse
callado, porque es experto hasta en cocina gallega. La historia de la “casa tomada” por una familia lumpenizada (“la chusma”, le
dicen en Cuba), que pertenecía a la tía que decidió quedarse y el retrato de la
bisabuela presidiendo como extraña la vivienda de unos chacas desarrapados. La
imagen de su mamá poniendo una mano sobre el dorso, y luego la otra, mientras
pronunciaba una frase cubanísima (y vi en ese instante a mi propia madre).
Pero hay también un cierto temor, un cierto pudor, una
clara aprensión ante la posibilidad de emitir una condena expresa y explícita
hacia lo que se convirtieron ese gobierno y esa esperanza. Es algo explicable –me
pasó a mí- cuando tienes familiares allá y piensas en que puede haber
represalias, pero no tiene sentido cuando todos los que dejaste en Cuba están
muertos y enterrados. Las pocas cosas buenas que sobreviven, a penas, de ese
proceso están tan sepultadas como nuestros seres queridos, enterradas bajo una
pila de arbitrariedades, burocracia, ineptitud, mala leche y mentiras, una inmensa
tonga de mentiras.
Tres
Lindas Cubanas hace el duelo por muchos muertos de la familia
Blasco, y por algún amigo. Pero no lo hace por la que, en buena medida, presidió
y determinó sus vidas: la Revolución Cubana.
No sé si Celorio sea incapaz de hacer un duelo correcto
por la revolución que quiso y admiró, o si haya preferido ser mesurado para
proteger, dentro de lo posible, a sus amigos intelectuales de “la piña”. Yo
hice el duelo final junto a mi primo Alfredo, coetáneo de Celorio, en los años
noventa; él lloraba a mares, tras confesarme que había llegado a la convicción
de que la revolución por la que luchó desde su más temprana adolescencia había
fracasado y sus sueños e ideales de juventud se habían hecho añicos.