miércoles, abril 25, 2012

Tres Lindas Cubanas (y dos visiones)



Hace unos días leí Tres Lindas Cubanas, un texto del escritor mexicano Gonzalo Celorio en el que narra parte de la historia de su familia y aborda su compleja relación con la Revolución Cubana. 

Me lo chuté de un sentón, entre otras cosas porque descubrí que comparto con Celorio dos cosas fundamentales: la pertenencia como mexicano a una familia de origen cubano y un proceso personal que pasa del entusiasmo a la decepción respecto a la revolución encabezada por Fidel Castro.

Pero hay algunas diferencias que quizá explican por qué el libro de Celorio, tan bien escrito, tiene dificultades para hacer correcta y cabalmente las cuentas con el régimen fidelista. Unas tienen que ver con el origen social; otras, supongo, con los lazos no familiares que tejió el autor en sus diferentes viajes a la isla.

La familia de la madre de Celorio proviene de la aristocracia criolla cubana, y él relata con delicia como ella y sus hermanas se hicieron de sus respectivos novios y maridos. La de la mía proviene de la aristocracia obrera. Ya he relatado en este blog cómo se ligaron mi mamá y mi papá, en una casa de huéspedes en Camagüey.

Esto lleva a una diferencia trascendente a la hora de contar la relación familiar con la revolución. Recordemos que –como decía el viejo Marx- la infraestructura determina la superestructura: la clase social de pertenencia influye grandemente en la ideología.


Por ubicación social, la familia Blasco (la de Celorio) tendría que haber estado en contra del proceso, la revolución no era para ellos. En cambio, para la familia Rodríguez, la situación era parcialmente diferente. Mi abuela era viuda de un obrero destacado en la lucha sindical; mi tío Frank, un discapacitado (más aparente que real) que de inmediato obtuvo una pensión y la tía Haydee ya había accedido a la clase media, a través de su matrimonio con el tío Alfredo… que fue miliciano, ocupó fábricas y decidió en 1960 terminar la carrera de abogado que había dejado trunca, para contribuir mejor a la Revolución.

El deterioro en el nivel de vida de los Blasco es evidente y casi inmediato. Proseguirá, infatigable, a lo largo de los años. El del nivel de vida de los Rodríguez también va a la baja, pero de manera intermitente, para terminar desplomándose en los años de economía de guerra.

Vista desde afuera, la decadencia de los aristócratas Blasco puede ser vista como un proceso casi natural. Son la clase derrotada que intenta amurallarse en sus casas solariegas y blasonadas (renegando de la revolución o aceptándola de dientes para afuera, según el caso). Parece casi un acto de justicia, y un poco de eso destila en el texto de Celorio. Hay solidaridad y cariño familiar, pero también la comprensión de que estos personajes improductivos no podían ser sujetos o beneficiarios de una revolución socialista.

En cambio, el deterioro de los proletarios y clasemedieros Rodríguez es menos explicable para el ojo que los mira desde fuera, desde México. Habla, desde el comienzo, de omisiones, contradicciones e ineficiencias de la Revolución, que no da a sus hijos más que los satisfactores estrictamente necesarios –y luego, ni eso-, por mucho que éstos se esfuercen por cumplir con ella, hagan trabajo voluntario, por más que se hayan dedicado en cuerpo y alma a su triunfo y consolidación.

¿Cómo podría yo justificar el hambre que pasó mi abuela en sus últimos años? Un hambre que no tuvo esa esposa de obrero, que fue madre adolescente, ni en los peores momentos de la dictadura de Machado. ¿Revolución proletaria?

Tanto Celorio como yo gozamos de una atalaya privilegiada para observar la situación. Nacer y criarse en México, no en Miami ni en La Habana, da un punto de vista óptimo para no caer en la miopía de unos y otros, para no hundirse en el maniqueísmo de un pueblo enfrentado, para ver a islados y desislados de forma crítica.

Pero puedo presumir que mi atalaya era mejor. No había en México la unanimidad contrarrevolucionaria de la familia de Celorio (sólo rota por él), sino posiciones intermedias y diferenciadas, salvo unos primeros años de radicalismo fidelista, derivado de la militancia en el Partido Revolucionario Ortodoxo y el Movimiento 26 de Julio. Mi padre simpatizó hasta el final de su vida con la Revolución –aunque le hiciera algunas críticas- y mi madre terminó detestándola –aunque siempre se enfrentó con los miamitas-. La familia igual acogía a primos de mi mamá que eran altos funcionarios del régimen que venían de viaje o a sobrinas de mi papá que se quedaron unos meses antes de emigrar definitivamente a Estados Unidos, e incluso a refugiados que no eran ni parientes nuestros.

Tejiendo historias de distintos lados de la trinchera, se podía llegar a una conclusión muy fuerte, que es similar a la que se atisba con elegancia en Tres Lindas Cubanas, pero mucho más radical.

La revolución cubana no solamente degeneró en un Estado policiaco totalitario, en el que la represión política e ideológica se respira en todo momento, con un sistema económico esclerótico, absolutamente incapaz de satisfacer la necesidades de la población, sino que causó también un deterioro moral en el pueblo: la lógica del engaño, de la mentira, del agandalle, del abuso de confianza fue sustituyendo ya no nada más a los valores de solidaridad socialista que se inculcaron en los primeros años del movimiento, sino a otros, más elementales, que tienen que ver con la honestidad, la integridad y la cabalidad. Las condiciones económicas desesperantes orillaron a este cambio, que tardará en recuperarse al menos una generación.

Y el exilio cubano efectivamente se tradujo, en la mayoría de los casos, particularmente entre quienes emigraron ya adultos o viejos, en un amargo desarraigo, en una inacabable nostalgia, en un enorme desencuentro generacional, en un rencor que carcome las almas por dentro.

Hay varios momentos gloriosos en la crónica-relato-viñeta-novela de Celorio. Me quedo con tres. La descripción de la cena pantagruélica que ofreció Fidel Castro a sus invitados en plena época de economía de guerra, y la incapacidad del Comandante en Jefe de quedarse callado, porque es experto hasta en cocina gallega. La  historia de la “casa tomada”  por una familia lumpenizada (“la chusma”, le dicen en Cuba), que pertenecía a la tía que decidió quedarse y el retrato de la bisabuela presidiendo como extraña la vivienda de unos chacas desarrapados. La imagen de su mamá poniendo una mano sobre el dorso, y luego la otra, mientras pronunciaba una frase cubanísima (y vi en ese instante a mi propia madre).

Pero hay también un cierto temor, un cierto pudor, una clara aprensión ante la posibilidad de emitir una condena expresa y explícita hacia lo que se convirtieron ese gobierno y esa esperanza. Es algo explicable –me pasó a mí- cuando tienes familiares allá y piensas en que puede haber represalias, pero no tiene sentido cuando todos los que dejaste en Cuba están muertos y enterrados. Las pocas cosas buenas que sobreviven, a penas, de ese proceso están tan sepultadas como nuestros seres queridos, enterradas bajo una pila de arbitrariedades, burocracia, ineptitud, mala leche y mentiras, una inmensa tonga de mentiras.

Tres Lindas Cubanas hace el duelo por muchos muertos de la familia Blasco, y por algún amigo. Pero no lo hace por la que, en buena medida, presidió y determinó sus vidas: la Revolución Cubana.

No sé si Celorio sea incapaz de hacer un duelo correcto por la revolución que quiso y admiró, o si haya preferido ser mesurado para proteger, dentro de lo posible, a sus amigos intelectuales de “la piña”. Yo hice el duelo final junto a mi primo Alfredo, coetáneo de Celorio, en los años noventa; él lloraba a mares, tras confesarme que había llegado a la convicción de que la revolución por la que luchó desde su más temprana adolescencia había fracasado y sus sueños e ideales de juventud se habían hecho añicos.

miércoles, abril 18, 2012

Glorias olímpicas: Carl Lewis


 Carl Lewis fue conocido como “El Hijo del Viento”. En cierto modo era verdad. Su madre compitió en los 80 metros con vallas, en los Juegos Olímpicos de Helsinki 1952 y tenía, junto con su padre un club deportivo, en el que el niño Carl y su hermana Carol entrenaron desde pequeños. Creció en el ambiente del atletismo, pero cambió la disciplina de una manera trascendente.

El joven Lewis destacó desde la preparatoria, cuando saltó la distancia de 8.13 metros -increíble para un juvenil- y ya era un velocista estrella. Entrando a la universidad ya tenía claras sus metas: “quiero dedicarme al atletismo, ser millonario y nunca tener un trabajo de verdad”. Hay que decir que las alcanzó, y fue incluso más allá.

A los 19 años, era parte del equipo estadunidense que asistiría a los juegos de Moscú 1980, pero el boicot de Jimmy Carter lo impidió. Dos años después, se acercó peligrosamente al récord mundial de Bob Beamon –aquel inigualable salto en México-, cuando saltó 8.76. En el Mundial de Atletismo de Helsinki 83, se llevó tres oros: salto de longitud (8.56 m.), 100 metros planos (9.93 s.) y relevo 4 x 100.

Su primera cita olímpica fue en Los Ángeles 1984, sin la presencia de las naciones socialistas. Antes de los juegos declaró que quería emular los logros de Jesse Owens, el atleta afroamericano que humilló a la Alemania nazi al ganar cuatro medallas de oro en Berlín: longitud, 100, 200 y 4 x100. Ahora el propósito era distinto: obtener buenos contratos de publicidad después de la hazaña. Lo hizo con cierta facilidad, estableciendo récord olímpico en los 200 metros y mundial en el relevo.

Sin embargo, los grandes contratos no llegaron de inmediato. ¿Las razones? Por un lado, el estilo altanero de Lewis –que luego patentaron los velocistas afroamericanos de EU-; por el otro, la impresión entre los publicistas de que era demasiado fino, de que estaba demasiado acicalado. “Si eres un atleta masculino, el público quiere que parezcas macho”, declaró un representante de Nike.

El Hijo del Viento repitió sus tres oros en los Mundiales de Roma de 1987. Enterró a su papá con la medalla de oro de 100 metros planos que había ganado en Los Ángeles (“no te preocupes, conseguiré otra”, habría dicho) y se lanzó a competir en los Juegos Olímpicos de Seúl 1988. Allí ganó con facilidad el oro en salto de longitud y se enfrascó en una final histórica de 100 metros. La carrera fue ganada fácilmente por el canadiense Ben Johnson, con un récord mundial impresionante: 9.76 s., pero Johnson fue descalificado por uso de esteroides, y el oro terminó en manos de Lewis, quien también obtendría plata en los 200 metros. El mal manejo de la estafeta dejó fuera del podio al relevo 4 x 100 de Estados Unidos: la primera de muchas veces que esto sucedería.

En los Mundiales de Tokio 1991, Lewis obtuvo oro en los 100 planos y en el relevo, y se tuvo que conformar con la plata en el salto largo, el día en que tanto él como Mike Powell rompieron el récord mundial de Bob Beamon: sólo que Lewis saltó 8.91 y Powell, 8.95. El Hijo del Viento, fiel a su estilo, declaró que su rival había realizado “el mejor salto de su vida, y nunca más lo volverá a hacer”. Powell volvió a superar la marca de 8.90 (aunque ayudado por el viento); Lewis no lo hizo nunca más.

En Barcelona 1992, Lewis derrotó apretadamente a su archirrival Powell en el salto de longitud y se llevó el oro en el relevo 4 x 100, pero no pudo siquiera calificar como parte del equipo de EU en 100 y 200 metros planos.

Pasaría otro Mundial (Stuttgart 1993), en que Lewis alcanzaría apenas un bronce en los 200 metros, antes de la última cita olímpica de este superestrella: Atlanta 1996. Allí ganó, por cuartos juegos consecutivos, la medalla de oro en el salto de longitud. Era, además, su noveno oro olímpico. Lewis insistió ante los medios que quería romper esa marca y pedía que lo incluyeran en el relevo 4 x 100, al que no había calificado. Nadie del equipo quiso ceder su lugar y dejar que El Hijo del Viento ocupará un lugar en solitario en el Olímpo deportivo. Tal vez en pago a la actitud arrogante e individualista que siempre lo acompañó.

Más allá de la simpatía o la personalidad, Carl Lewis fue el más grande velocista del siglo XX y uno de los pocos que alcanzó la gloria tanto en la pista como en el campo.

viernes, abril 13, 2012

Biopics: Nuevo viaje a Cuba (1982)


La familia

Durante la Semana Santa de 1982 volvimos a ir a Cuba. Esta vez fui con mi mamá, Patricia y el bebé Raymundo. Compramos un tour de una semana en La Habana pero, como siempre, sólo usábamos el hotel para dormir y el resto del tiempo rolábamos con la familia cubana.

En el interin de la anterior visita había sucedido la invasión a la embajada de Perú de parte de “elementos” disidentes y la posterior fuga masiva, tras decidir el gobierno cubano la apertura de Puerto Mariel para quien quisiera largarse (y enviar a Estados Unidos, de paso, a centenares de presos comunes). Los marielitos fueron calificados por el régimen como “escoria” y no faltaba el chiste de la jinetera que no se iba al Mariel “poqque pallá va puro lumpen”.

El suceso afectó de manera indirecta a la familia, porque el ex marido de mi prima Katia, miembro del Partido, tomó la decisión de última hora de ir a Puerto Mariel a embarcarse, con la salvedad de que llegó cuando cerraban el puerto. El hombre fue expulsado del Partido, perdió el puesto de trabajo y la patria potestad del hijo, y sobrevivía a duras penas como vendedor ambulante. Pocos años después logró salir y, vueltas que da la vida, décadas después acogería en Miami a Arturito, el hijo de Katia.

Pero para 1982 la situación económica del cubano medio apretaba bastante, como de costumbre, pero no ahogaba como sucedería después del desmantelamiento de los subsidios soviéticos. Katia trabajaba en la compañía de gas, mi primo Alfredo lo hacía en el Ministerio de Educación Superior (a un tal Miguel lo acababan de “hacer” viceministro y mi primo presumía su Lada nuevo), la abuela había permutado el viejo y proletario departamento de Infanta por una casa en el reparto Maceo (Ciudad Deportiva), frente a la de los tíos, primos y sobrinos, donde vivía con el tío Frank, el tío Alfredo ya se había pensionado… en fin, una situación estable, a pesar de las penalidades para conseguir cosas de primera necesidad como jabón, papel del baño y diversos alimentos.

Mi mamá llegó con una enorme maleta cargada de regalos para la familia, cosas de primera necesidad, y tenía previamente identificado cada objeto para su dueño. También llevó un casete de Amanda Miguel, así que a toda hora se oía “Él me mintió”, entre gritos de la familia (porque los cubanos nunca hablan en voz baja). Por mi parte, le enseñé a Patricia, la hija de mi primo Alfredo, la canción infantil de moda, la del osito panda cantada por Yuri Por su parte, Alfredo me regaló un disco de Irakere y dos con grandes obras del cantautor-humorista Virulo: El Genesis y El Infierno, así como un disco infantil que tuvo algo qué ver con la formación político-científica-musical del Rayo.

Katia, Mary, Haydée y la abuela Lala estaban muy entusiasmadas con el Rayito, quien se la pasaba chapoteando en una alberquita de plástico, o paseando desnudito en medio del calorón habanero. “¡Qué bonito es!”, “A ver, nené, qué linda tu pinguita”, “¡Este niño es Saura, totalmente Saura!” (porque no era Báez, ni Mendoza, ni siquiera Rodríguez)

En esas fechas la escuela de las niñas los iba a llevar a un campamento de tres días a Santa María del Mar, que está a las afueras de La Habana. La tía Haydée se oponía: “¿Cómo, si están muy chiquitos?”. El caso es que fueron. Los fuimos a despedir una mañana y no había caído la noche cuando en el vecindario corrían las más delirantes versiones -“un niño salió llorando y no ha parado de llorar, tiene los ojos hinchadísimos y se va a quedar ciego”- y, tras un día de aguantar presión, al siguiente se organizó una excursión a la playa. A Santa María del Mar. Ahí, juntito al campamento. Mientras nosotros gozábamos el mar, Haydée y Mary salieron “a dar una vuelta” –es decir, a buscar a las niñas-. La tía incluso llevaba unos bocadillos de queso y dulce de guayaba “por si habían pasado hambre”. Lo que lograron es verlas pasar en bicicleta y saludarlas muy alegres y quitadas de la pena. Mary se retiró feliz, pero Haydée un poco frustrada porque no se habían dignado a detenerse y recibir los bocadillos entre las rejas.

También los compañeros del partido mandaron cosas a Cuba. La gran mayoría, a sus amigos o amigovios. Raúl Trejo, a su hija Claudia, que ahora vivía en La Habana, con su mamá, porque Tere Escudero, la ex de Raúl, se había vuelto a casar con un cubano. Fuimos de visita a casa de Tere, donde estuvimos cotorreando muy a gusto (y Tere firmó su solicitud de ingreso al PSUM, que yo le había llevado), mientras Claudia jugaba con Patricia, la hija de Alfredo, que era de su edad. El marido de Tere platicó una anécdota de cuando hacía trabajo voluntario y un día llegó de visita el Ché. Todos los muchachos corrieron para ver al héroe, sólo para recibir un regaño porque habían pisado el pasto que ellos mismos habían plantado. Del lado de los niños, era chistoso ver cómo la hija de Raúl y Tere –que a la sazón tenía 5 años y medio- hablaba una mezcla de cubano y mexicano. Cuando nos fuimos Claudia le gritó a su amiguita: “¡Voltea pacá!”, Patricita no entendió y yo traduje: “Dijo que tú vires pallá”.


La microfracción

Aparte las anécdotas, lo que más recuerdo de aquella visita fueron mis largas pláticas político-filosóficas con mi primo Alfredo. Una de ellas se extendió toda la noche, mientras paseábamos por el reparto, en labores de vigilancia organizadas por el Comité de Defensa de la Revolución (a mí se me permitió acompañar a Alfredo porque presentó a su primo mexicano como “un dirigente del partido marxista-leninista de por allá”).

Una parte de nuestras disquisiciones versaba sobre la historia contrafactual, o alternativa: lo que pudo ser y no fue. Le platiqué los cuentos “¡Peligro, Religión!” y “Capullo en Flor”, de Brian Aldiss. El primero, del encuentro de muchos mundos paralelos en los que la historia discurre igual hasta un momento de quiebra (que puede ser en el Siglo I o tras la II Guerra Mundial); el segundo, en un contexto muy cachondo, de unos chinos que viven en la ficción propagandística de que han conquistado el mundo y están en Londres, cuando en realidad están en un pueblo chino y ellos son los conquistados.

El segundo cuento dio pie para que Alfredo platicara largamente acerca del proceso revolucionario cubano, la etapa difícil de finales de los años sesenta e inicios de los setenta, y los retos del proceso en el futuro. Volvió sobre el tema, que había tocado en mi visita anterior, tres años atrás, de la existencia de varias facciones dentro del grupo que dirigía la revolución. De 1978-79 me había quedado claro que él aborrecía a los prochinos y no tenía la mejor impresión del Ché Guevara. En esta ocasión fue más lejos y me habló de la microfracción.

A mediados de los años sesenta, un grupo de antiguos militantes del Partido Socialista Popular (el “partido marxista-leninista de por allá” cuando Fidel andaba intentando la guerrilla), integrados a la revolución cubana –algunos con puestos importantes- empezaron a hacer una campaña de crítica a lo que consideraban eran debilidades del proceso. En lo economíco, la excesiva centralización, la improvisación absoluta en el manejo de las empresas estatales, el abuso del trabajo voluntario, la estatalización de la tierra, la profusión de la burocracia, el deterioro de la infraestructura, la falta de bienes de consumo. En lo político, el mando unipersonal de Fidel y el creciente “culto a la personalidad”, la militarización de la sociedad cubana y la falta de libertades, iniciando por la de expresión. Según esto, el grupo quería reanimar un debate “dentro de la revolución” para reverdecerla. Obviamente, fueron acusados de traidores (“prosoviéticos, les dijeron entonces) y condenados a largas penas de prisión. Tras el rompimiento con los maoístas (“chinos de mierda”, les habría dicho Fidel cuando no quisieron subsidiar el arroz), se pensó que la susodicha microfracción podía ser rehabilitada, pero no fue así.

Empero –decía Alfredo- los puntos que había tocado ese grupúsculo con sus críticas eran nodales y a cada rato renacían en las discusiones. En ese sentido, la microfracción había sobrevivido a su propia muerte política.Y desde entonces, la revolución iba en un vaivén de apertura y cerrazón: de autocrítica y represión a esa autocrítica. Su suerte dependería de qué bando ganara. Tras el Mariel hubo una ligera apertura y Alfredo esperaba que se consolidara. Yo también. Ambos nos equivocamos y aquello acabaría por anquilosarse, cerrarse y apretarse hasta lo indecible, exacerbando los defectos que los críticos señalaban.

Me pregunté en voz alta: ¿Hubiera sido el PSUM, en un ejemplo de historia contrafactual, el equivalente del PSP en una revolución socialista en México?: Alfredo me dio a entender que sí: había leído los ejemplares de nuestro periódico Así Es que le había llevado yo a Tere Escudero. Algunos sucesos en años posteriores parecen también sugerirlo.


¿Hasta siempre?

Nos fuimos de Cuba esperando volver pronto. No fue así. Aquella fue la última ocasión en la que ví a mi abuela Lala y al tío Frank. No he vuelto en tres décadas a la isla que vio nacer a mis padres pero seguiré ligado a ella, de manera indefectible y contradictoria.

miércoles, abril 11, 2012

Leyendas olímpicas: Ray Ewry


El atleta que ostenta el récord olímpico y mundial más añejo tenía sólo 7 años cuando el doctor diagnosticó a su afligida madre que el niño no podría volver jamás a caminar. Corría el año de 1880, Ray Ewry tenía poliomielitis y estaba destinado a una vida atado a la silla de ruedas. 

Otro doctor sugirió que el niño ejercitara sus piernitas, que intentara hacer movimientos rápidos con ellas, pequeños jalones musculares. Y Ray quería volver un día a levantarse y caminar. Se lanzaba de la silla y trataba de remover la tierra con sus dedos, de flexionar las piernas. Así todos los días.

Hoy esa técnica se llama pliometría, y se utiliza fundamentalmente para ayudar –a través de un ciclo de estiramiento y encogimiento de los músculos- al desarrollo de los atletas. Al resuelto Ray Ewry le sirvió para levantarse, para caminar y para brincar más alto que nadie.

El pequeño poliomielítico se convirtió en un joven musculoso, que estudiaba ingeniería en la Universidad de Purdue, cercana a su pueblo natal y pronto se convirtió en la estrella del equipo colegial de atletismo. Su especialidad eran los saltos sin impulso, desde una posición de parados.

Así, Ewry asistió a los Juegos Olímpicos de París 1900, y se llevó 3 medallas de oro: 1.65 en salto de altura, 3.30 en salto de longitud y 10.58 en salto triple. Repitió la hazaña en San Luis 1904: 1.60 en altura, 3.37 en longitud y 10.54 en triple. Para Londres 1908 esta última prueba se había cancelado, pero Ewry ganó oro en altura (1.57) y longitud (3.33). También obtuvo oros en los llamados “olímpicos intermedios” que se celebraron en Atenas en 1906. Sus récords olímpicos de París y San Luis siguen vigentes más de un siglo después, así como las marcas mundiales de 1.67 y 10.86 en altura y triple sin impulso, respectivamente.

Ewry era tan dominante y estaba tan confiado en su superioridad que, en las pruebas de longitud y triple saltaba solamente una vez, seguro de que nadie le ganaría. En el salto de altura, esperaba a que sus rivales terminaran, para iniciar su esfuerzo allí donde los demás habían fracasado.

El ingeniero Ewry se dedicó a su carrera –buena parte del sistema de aguas de Nueva York se debe a su ingenio-, pero siempre fue, por encima de cualquier otra cosa, un olímpico. En 1920, cuando fue invitado para inaugurar el estadio de su Alma Mater, llevó consigo un saco con arena del estadio de Atenas y con ella roció el que hoy los estudiantes de Purdue consideran suelo sagrado.