Sí doctor, si usted quiere que le platique, se lo platicaré. Fue por esa maldita obsesión de ligar, la necesidad de mostrar mi competencia. Había pasado yo dos semanas en Londres, con una tristeza y un frío tremendos. La lluviecita se me había metido hasta el alma, usted sabe, los ingleses van por la vida sin saludar, sin mirar a los ojos, como si uno fuera transparente o inexistente. Y encima de todo se me ocurrió ir al cine a ver una de Fassbinder. No se imagina la depre, doctor. Ya me andaba por regresar a Italia: aquí la crudeza del invierno se contrapone al calor de la gente, de los amigos, de los familiares. Fue con esa expectativa que me subí al avión, pensando que iba a renacer. Ahí fue que conocí a Jenny. Está uno queriendo salir de la jodidez, toma su asiento en el avión y se encuentra a su lado a una clásica beldad anglosajona, con un rostro y un físico perfectos, ¿se imagina usted qué rico? Pero déjeme decirle –tampoco estoy aquí para impresionarlo- que su perfección era totalmente standard, y con eso era bonita sin ser bella, pretty sin ser beautiful, mi doc. Como que la auténtica belleza exige algún rasgo distintivo, algún defectillo que no lo es. O será que yo llevaba varias semanas de abstinencia, ella no era tan bella y no le encontré defecto alguno, no sé. El caso es que le hice conversación. La chava era estudiante de idiomas y como parte de la carrera había que vivir un año en el extranjero, eso me dijo. Había conseguido un puestecito de maestra de inglés en Novara y ahí la sobrellevaba, aburrida hasta el cansancio de ese pueblote semimuerto, pero con enormes ganas de aprender algo nuevo, según decía. Después de haber iniciado la charla, como que me ganó la timidez, pura inseguridad –se sabe-, y me quedé en silencio. Entonces, con esa singular tendencia que tienen los anglosajones de relacionar todo con la estética, me pidió que mirara por la ventanilla el cuarto menguante lunar.
-De sueño ¿no? –me dijo alzando sus ojos claretes.
-Sí, cómo no –respondí mientras buscaba en cada bolsillo mi encendedor.
Así que me puse despreocupadamente a fumar. ¿Usted cree que haya sido para darme importancia? De todas formas, mis bocanadas correspondieron a sus esfuerzos para que yo reaccionara a la belleza del paisaje sobre las nubes. Una puesta de sol, mi doc. Para halagarla, conocedor del gusto de los ingleses por su propia cultura, hice una referencia a Turner y más tarde –luego de que ella me rozó la espalda para señalarme el cambio de panorama- recordé a Burne-Jones y me puse a hablar de la intemporalidad de la pintura de los prerrafaelitas en consonancia con la ausencia de tiempo en el cielo. En el sky, doc, no en el heaven. Ya sé que son mamadas, también sé que normalmente funcionan pero, para mi sorpresa, las referencias culturales no la excitaban. ¿De qué raza de inglesa se trataba? Y recuerdo que yo tenía ganas de buena conversación, que en Londres había estado de lo más solo y que de pura suerte me encontré compañeras italianas que trabajaban en un bar. ¿Usted es compañero, doctor? ¿Ese puño si se ve?
En fin, que esa británica no pelaba la cultura burguesa. Entonces que toma la revista The Economist, que estaba frente a mi asiento, voltea con una sonrisa entre socarrona y espantada, y me espeta:
-No es tuyo ¿verdad?
Jenny hojeaba la revista con un desprecio supremo. Y yo para mis adentros: “Ese desprecio va para mí y yo ¿qué hice para merecerlo?”. Luego mejor me dije: “De seguro es compañera, ya la hice”.
-No me digas que te asusta la basura de derecha. Es necesario saber qué piensan ellos. Marx leía The Economist” –le digo.
-A mí qué. Yo soy anarquista –entorna los ojos y me dice con voz de contralto cabrona.
¿Qué puede hacer uno ante esas provocaciones? ¿Qué puede hacer un buen stalo-trosko-gramsciano democrático? Iniciar una discusión política, que acabó en un monólogo peor que este, doctor. El pedo es que ella parecía no estar demasiado atenta, pero me había puesto en jaque con su anarquismo y yo la veía erguida, orgullosa, altiva, tanto como para insistir en una coca-cola con una azafata evidentemente harta y sin duda sindicalizada.
Nos pasaron unas formas para llenar, porque estábamos por aterrizar. Mientras ella escribía su nombre me dediqué a admirar la lisura de su rostro, la natural placidez de sus movimientos. Hicimos breves chascarrillos por el miedo pánico que durante todo el viaje expresó la anciana del asiento de atrás, y que crecía conforme se acercaba el momento del aterrizaje. Luego, así como para rematar, le hice una pregunta sobre el movimiento anarquista inglés (oiga mi graduado, ¿no tiene un cigarrito que me regale? Palabra que lo puedo sostener), le hice la pregunta y viera usted su sonrisa. De manantial.
-No soy anarquista –me dijo-. No sé nada de política. Ustedes los italianos siempre se aceleran con la política. Es divertido verlos.
Touché, mi doc, sonrisa cómplice ya, mi doc. Se cayeron de madrazo todos los velos. Usted ve que con las compañeras si no habla uno de sindicatos ya no la hizo, y ahora venía la comunicación real, esa que está hecha de miradas y de tacto, de fertilísimos segundos de complicidad. Por eso la sonrisa. ¿Se sonríe usted también, mi eminencia? Y me liberaba de la carga del monólogo que, como ve, es mi fuerte, pero con una mujer es fatal.
Así, a la hora del aterrizaje, Jenny mesó sus cabellos, sonriéndome, jugó a que era la viejita y que ya veía venir la acción de los escuadrones de salvamento ante el inminente impacto. Me tomó de la mano, la apretó y fluyeron las vibras, como dijera el hippie. Era temor a la soledad, a la de Novara, a la de Inglaterra. Qué me iba a imaginar lo que pasó después y eso que sueño despierto a lo loco. Me esperó después de retirar el equipaje, también en la cola aduanal. Recuerdo su sonrisa y me estremezco. ¿Por qué, doctor, luego de todo lo que pasó? Me vino a la mente, ya inspirada por la confianza que ella me había tomado, la tonadilla de Donovan, “Jennifer-Juniper”. Se la canté en lo que compramos el boleto de autobús hacia la terminal. “Jennifer”, le dije y lo repetí muchas veces porque es hermoso llamar a las personas por su nombre, doctor Fausto Pizzocher, el nombre lo llevan en la cara. Es como hacer el amor de frente. Hablo de mujeres, doctor, no sea cabrón.
El caso es que Jenny me sorprendió con la pregunta que yo quería escuchar: “¿Dónde vas a pasar esta noche?”. Me sorprendí a mi vez con una respuesta medianamente imbécil: “En mi departamento de Módena, a dos horas de tren de aquí”. Ya no oí bien lo que siguió porque se armó un desmadre en el camión, porque estaba semivacío pero ya todo apartado por unos aprovechados que viajaban en grupo. Me hice de un espacio minúsculo en el asiento de atrás y Jennifer no consiguió lugar. Entonces me empezaron a asaltar las dudas existenciales. Imagínese mi gran dilema, doc: si le doy el lugar y es feminista, soy sexista y ya me fregué; si no se lo doy, a lo mejor quedo como descortés, porque si es feminista puede que salga con que no es feminista, y viceversa. Me pasé la mitad del trayecto observando el reflejo de Jennifer en los vidrios laterales y así, a medio camino, como de rayo sentí el impulso de cederle el lugar. Carajo, se lo merecía y a mí me dolía el riñón. No sé por qué me dolía, doctor Fausto, no sé, pero Jennifer utilizó mi oferta para remover algunas maletas del espacio trasero y acomodarse con gusto junto a mí. ¿Se da cuenta? Yo pude haber hecho eso, pero no se me ocurrió por andar pensando pendejadas de feminismo sí, feminismo no. A cada curva, Jenny soportaba las maletas que se le venían encima. Con voz sensual le dije que se recargara en ellas. Obedeció y se puso a dormitar, y yo a regocijar mi vista en ella. Apenas abría un ojo, me buscaba con él.
Me deja seguir ¿no? Estamos en el momento axial. En el autobús preparaba yo mentalmente diversas fórmulas con el propósito de inducirla a pasar la noche conmigo. Let’s spend the night together. Pensé en que nos podríamos quedar en un hotel de Milán, pero qué tal si tenía menos de 21 años, muchos pedos me han causado esas leyes medievales, mi doctor honoris causa. Más conveniente resultaba invitarla a Módena, con el inconveniente de las dos horas de tren. Yo me hubiera lanzado hasta Novara, pero ella vivía con una anciana y no supongo que… Al cabo le pregunté cuándo empezaban sus clases, dijo que el miércoles. Había tiempo.
Cuando llegamos a la estación de trenes ella, muy británica, me agradece haberla acompañado. Fíjese doctor, ella me había esperado dos veces, de seguro pudo haber tomado un autobús anterior, ir sentada. Diga si no era maravillosa, doc. “Soy yo el que debe agradecer”, le digo, “ha sido bello conocerte… podría haber oportunidad de que vinieras conmigo”, y bajo un poco la voz, esperando respuesta, “si no interfiere demasiado con tu trabajo”. Acto seguido le doy dos besos en la mejilla y ella se sonroja, tal vez porque no esperaba que los besos fueran tan prolongados. Sí doctor, estos victorianos. Ella vaciló. Yo advertí su vacilación y la tomé del brazo.
Espérese, gran galeno, que falta. Mi tren no salía hasta las once, y a las 10:30 estaba programado uno para Novara. Inmediatamente me di cuenta de que Jenny lo notó, así que la encaminé al bar. Ordenamos dos vasos de vino y me coloqué entre su rostro y el reloj de pared. Después de un cuarto de hora estábamos hechos.
Conseguir lugares en el tren requirió de un gran desplante de oportunismo, porque no crea usted que es fácil, luego de un viaje tan largo, ganarle un lugar a millares de napolitanos que regresan del futbol. Dos lugares tibios, en los que Jenny y yo caímos en romántico sopor, ella colgada a mi cuello. Llegamos con retraso, qué cree usted.
Ahora imagine mi departamento. Bien puestecito, pero helado, porque dejé apagada la calefacción. Beso a Jennifer, decidido a que nos calentemos juntos. Voy por brandy y preparo dos vasitos, que apuramos con facilidad, abrazados el uno al otro. Bueno doc, usted sabe que luego de un viaje uno se siente sucio y pegadote, pero también que hacer el amor sudadones y oliendo a gente puede ser de lo más agradable. Y no se le olvida que bañarse juntos un hombre y una mujer es una delicia, cuantimás si llevan cinco horas de conocerse. Qué mejor que prepararlo todo para un reconfortante baño de burbujas y dejar que el destino decida si será para antes o para después. Nomás que yo o veía donde estaba el piloto. Apretaba el botón, abría la llave del gas, metía el encendedor y nada. Repetía la operación y nada. A lo mejor hay que aflojar ese taponcito que se ve cuando ilumino. Dos vueltas y fuera va el tapón, qué mamadas. Y allí fue que metí la mano, el encendedor, la flama, el fogonazo y que llego al hospital a conocerlo, mi estimado dermatólogo.
Este es el "cuento chusco" al que hago referencia en la entrada sobre los Watson. Se publicó en etcétera en 1995, y lo recuperé gracias a que Raúl Trejo es un hombre muy ordenado y un mejor amigo.