jueves, enero 13, 2011

Ciudades que me sueñan: Roma*


Hay ciertas ciudades con las que sueño recurrentemente, pero que son muy diferentes a las reales. Tengo la impresión de que esas ciudades tienen vida propia y deciden que yo las visite. Como el Cáucaso para Kaspar Hauser, me sueñan.

Una de esas urbes se llama Roma. He estado allí tres veces, siempre en distintas zonas. Además de que en el sueño que estoy en Roma, siempre hay algo que me lo ratifica. La primera vez que esa ciudad me visitó recorrí sus siete colinas. Hice incluso el periplo completo. En un monte que se llamaba Aventino habían redescubierto templos de la época imperial. Era un gran parque y en la noche de verano la gente hacía picnic en los prados, junto a las blancas rocas pulidísimas. Yo buscaba un lugar, tal vez mi hotel, pero sólo pasaba de una colina a otra. Siempre regresaba al Aventino. Reconocí el Teatro Marcello, con el edificio medieval sobre la estructura imperial; subí el monte de San Anselmo, donde hace más de veinte años descubrí la perspectiva y me asomé por una cerradura desde la que normalmente se ve el pasillo de un jardín que tiene como centro la cúpula de San Pedro. Ahora el ojo me llevaba a un centro que contenía una fuente con el rostro de Antinoo.

La segunda vez que Roma me visitó en el sueño, los monumentos se me venían encima. La pátina del tiempo era enorme. Yo bajaba las escaleras del Campidoglio, seguidos por las ocas y por una teeny bopper canadiense. Pero esas escaleras diseñadas por Miguel Ángel aumentaban de pendiente. A la derecha seguía estando Plaza Venezia –porque así se llamaba-, pero era irreconocible, llevaba a callejones ocres, en los que las casas vomitaban estatuas. Los romanos caminaban como si nada, con sus periódicos partidistas bajo el brazo; se escuchaba el ruido de las motonetas, cuyos ecos rebotaban entre los edificios, sin un árbol que los amortiguara. Yo buscaba la casa de mi amigo Claudio, un teléfono para hablarle, un bar para que me vendieran un gettone para poner en el teléfono que debía encontrar, una calle en la que hubiera un bar. Daba vueltas y Roma parecía desmoronarse, pero evidenciaba que hacerlo le tomaría otra eternidad.



El domingo fui visitado por tercera vez. Era Roma, de nuevo. En los puestos de periódicos vendían la edición de L’Unità-L’Avvenire –porque el periódico comunista se había fusionado con el cabezal católico-; los camiones habían entrado en la moda de pintarse y anunciaban a la ciudad, con los murales que se descubrieron durante la construcción del Metro en la película de Fellini-Roma. Como en el filme, los murales de los autobuses se iban lentamente desvaneciendo por el contacto con el aire. Visité otra parte de Roma, más moderna y modesta, con edificios multifamiliares, en busca de una dirección. En una inesperada vuelta, me encontré con un enorme palacio rococó. Era el Ministerio de Justicia, al que habían tardado diecisiete años en quitarle la pátina del tiempo. En la plaza frente al monumental edificio, unos yuppies tomaban el refrigerio. Miraban una estatua de bronce montada en una de las esquinas. Era Esopo y en la mano izquierda cargaba una esfera. En el ocaso, el sol iluminó la esfera. Maravilla: Esopo llevaba el sol en la mano. Era la señal que esperaban los yuppies para volver. Salí de ahí, esperando encontrar la dirección. Se me interpuso un mercadillo que recorrí en carretilla, entre telas y naranjas. Me detuve frente a un edificio que alguna vez estuvo pintado de anaranjado. Subí las escaleras y llegué hasta la azotea, pero no encontré el departamento. Desde la azotea vi cómo los últimos golpes del sol doraban las cúpulas de Roma, mientras la noche empezaba a penetrarla. 


*Publicado en el suplemento Crónica Dominical, número 46; 16 de noviembre de 1997

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