Se ha armado una discusión social acerca del contenido
de los nuevos libros de texto de la SEP. Me detendré ahora en un asunto que ha
causado polémica: que en el libro para maestros de primaria se dé carta de naturalización
a expresiones como “hicistes” o “dijistes”, y a formas como “ton’s”, “ma” y
“pa”.
Me parece mala idea, pero no por las razones que han
esgrimido quienes afirman que se está promoviendo que los niños “hablen mal”.
Tampoco concuerdo con quienes, con tal de defender al gobierno, dicen que esas
expresiones “están bien”.
El problema es que ambos bandos están partiendo de una
posición prescriptivista: es decir, que prescribe cómo debe ser la lengua: lo
que está bien y lo que está mal. Lo correcto y lo incorrecto. El asunto es
mucho más complejo, sobre todo en materia de educación.
En primer lugar, ninguno de nosotros, ni siquiera el
más preclaro académico de la lengua, habla “bien” el español. Cada uno tenemos
nuestro acento, nuestro léxico particular, nuestros usos particulares de los
vocablos. Y todos manejamos distintos niveles de dialecto. Desde el idiolecto,
que es personal (y cuando yo digo “muñecone se ne va al piedri” hay sólo cuatro
personas, cuando mucho, familia cercana, que me pueden entender de inmediato),
hasta el idioma formal -que usamos por lo general en situaciones igualmente
formales o en la lengua escrita-, pasando por varios filtros sociodialectales
que dependen del tipo de personas con las que estemos, principalmente por el
nivel de cercanía que sintamos.
Lo que suele enseñarse en las escuelas es el idioma
formal, el idioma estándar. Esta es una forma de prestigio que elimina todos
los rasgos locales posibles y propone una serie de reglas para hacer que todos
los miembros de la sociedad se puedan entender entre sí.
Las formas de prestigio, que existen en todas las
lenguas, están basadas en cómo hablan las clases medio-altas escolarizadas, que
tampoco las dominan completamente. No en cómo habla la mayoría de la población.
Por lo tanto, sí hay un elemento de clase en la definición del estándar. Al
mismo tiempo, el estándar es una base importante para el ascenso y la movilidad
sociales. Usarlo ayuda, no sólo a darse a entender con más precisión, sino
también para presentarse como una persona capaz y con educación.
Esto, claro está, se basa a su vez en la aceptación
social del estándar como la lengua “correcta”. No importa si nadie en realidad
la habla: en situaciones formales o escritas buscamos corresponder a ese
concepto. Y ya relajados, mejor nos atenemos al lenguaje normal: la norma. Lo
que la gente considera aceptable. Y que es lo que suele determinar el habla
general.
La norma va cambiando con el tiempo. Pensemos en dos
palabras muy mexicanas: “chido” y “wey”. Hace una generación, chido era
considerada una palabra vulgar, y si alguien decía güey en horario infantil de
televisión, llegaba Gobernación a poner una multa, porque era una grosería. Hoy
las dice todo mundo. Todo México*, pues.
Los hablantes tienen mucho peso en la formación del
estándar. Tan es así que obligan, a través del uso, a que las academias acepten
-casi siempre con reticencias- los cambios en la lengua, que es un organismo
vivo.
Regresando al tema, lo que se escapa de la lengua
estándar no “está mal”: simplemente no corresponde a lo que se considera lengua
de prestigio por la sociedad. Y me parece conveniente evitar juicios y
descalificaciones por la forma en que un alumno de primaria se expresa.
Supongo que la intención de las autoridades educativas
es hacer que los niños no sientan que su modo de hablar es inferior al de
otros. El problema es que, si no aprenden las reglas del idioma estándar, a la
hora de la verdad van a estar en una situación de inferioridad en el mundo
externo. No es que vayan a poder hacer una revolución y cambiar el estándar. Es un asunto objetivo: no van a cambiar ni las relaciones sociales de
producción, ni la aceptación social mayoritaria del estándar como la lengua
“correcta”.
En otras palabras, si la escuela busca normalizar el
“dijistes” y el “ton’s”, los alumnos que asuman esta normalización terminarán
en desventaja frente a quienes no lo hagan, y el asunto servirá para perpetuar
las desigualdades. Las buenas intenciones empedrarán el camino del infierno.
Finalmente, me asaltaron varias dudas genuinas. El
libro usa “hicistes”, “dijistes”, “ton’s”, “ma” y “pa”, que son formas muy
usuales en el habla del centro y sur del país, particularmente en los centros
urbanos. ¿Qué sucede con el mundo rural: el “dijites”, el “juimos”, el “jarto”? ¿Qué, con el
pues’n? ¿Y el “amá” y “apá” usados en el norte del país? ¿Consideran aceptable
el uso de “jale” en vez de “trabajo”? Porque, digo, si vamos a ver las
variantes del español en México, hay muchas y diversas. Y, digo, si somos mal
pensados, no sólo en Tabasco hay lengua coloquial.
En resumen, creo que tener una buena formación en la lengua estándar, sobre todo si está acompañada de un vocabulario amplio y preciso (nada de confundir “demasiado” con “mucho”) ayuda a hablar y escribir bonito (de acuerdo a los cánones estéticos vigentes). Y hablar y escribir bonito da satisfacción y seguridad. También abre puertas. A veces, también, abre corazones.
*Todo México, menos Raúl Trejo, que nunca en su vida ha dicho chido; y menos los sinaloenses, que dicen "chilo".