El futbol no es solamente un deporte, un
espectáculo o un negocio; es -y muy notablemente durante el Mundial- también un
espacio de identificación política y social, así como de guerra cultural entre
distintas naciones (y, a veces, dentro de una nación). Resulta que casi todas
las selecciones de futbol del mundo son símbolos nacionales.
Mucho se ha criticado que la fase final se
lleve a cabo en Qatar, un país autocrático, en el que no se respetan los
derechos humanos y que no tuvo empacho en contratar a miles de trabajadores
extranjeros para la construcción de estadios e infraestructura, sin brindarles
buenas condiciones laborales y, muchos menos, de seguridad.
Al mismo tiempo, la realización ahí de ese
Mundial ha generado una suerte de orgullo no sólo en la nación sede, sino en
todos los países islámicos, que se ven reflejados en esa luz indirecta. Es un
sello de pertenencia al mundo de parte de esas naciones, que por décadas se han
sentido excluidas por razones políticas, culturales y (tiempo atrás)
económicas.
En ese entendido, parece que las
autoridades cataríes no quieren presentarse al mundo como represivas y, salvo
el peliagudo asunto de la cerveza, han sido menos intolerantes de lo que se
esperaba en la mayor parte de los países de Occidente. El asunto es llevar la
fiesta en paz.
También es ocasión para que cada quien
exprese su idiosincrasia, tanto en el terreno de juego como en las gradas y en
los alrededores de los estadios. Allí suelen verse tanto las virtudes como los
defectos de las sociedades. Resultan espejos, a veces fieles y nunca demasiado
distorsionados.
Un ejemplo lo vemos en varias de las
selecciones europeas y en las reacciones ante sus resultados. Varias de las más
potentes llevan consigo mucha de su historia: hay muchísimos jugadores que son
hijos de inmigrantes y tienen raíces africanas. Cuando al equipo le va bien en
el Mundial, es ejemplo de integración exitosa. Cuando le va mal, surgen en esos
países las voces racistas que señalan que hay jugadores que no piensan en la Patria,
sino en sí mismos. El futbolista Romelu Lukaku era el goleador belga, en el
Mundial pasado, cuando su equipo quedó en tercer lugar; ahora que Bélgica quedó
eliminada en fase de grupos es, de nuevo, “el descendiente de congoleños”. Así
pasó con Francia en 2010 y con Alemania en 2018 (esta vez no; la escuadra
teutona llegó con pocas expectativas en el ámbito local).
Al mismo tiempo, hay ahora selecciones
africanas que se retroalimentan de los efectos de la colonización. Un caso
notable es el de Marruecos, donde la mayoría de los jugadores se desarrollaron
en países europeos (sobre todo en Francia) y tienen doble nacionalidad. Hay que
admitir que se vieron beneficiados positivamente de un desarrollo deportivo en
mejores condiciones.
Como en todo, en el futbol hay un canon, y
ese ha sido dictado, primero por quienes inventaron este deporte y lo
exportaron, en olas sucesivas, a todo el mundo, y luego por distintas revoluciones
en la manera de entender y practicar el juego. A falta de una nueva revolución,
en este Mundial, el canon que divide a la nobleza de los plebeyos en el futbol,
está dictando las diferencias, sobre todo a partir de los juegos de eliminación
directa. Los saltos en la historia, que es también de relación entre desiguales,
suelen ser difíciles.
Así, hemos visto equipos de naciones subsaharianas
que tienen futbolistas talentosos y juegan alegremente, pero que casi siempre
acusan un gran desorden en momentos clave, a los magrebíes ordenados y cautos,
a los del extremo oriente que crecen con base en disciplina, paciencia, técnica
y persistencia; a las riñonudas escuadras menores de Europa, a dos equipos
jóvenes -Estados Unidos y Canadá- que han desarrollado su futbol principalmente
a través de la influencia cultural de nuevas oleadas de inmigrantes, y ya le
han dado carta de naturalización, etcétera. Pero a la hora de la verdad, con la
honrosa excepción de Marruecos, pasaron los de costumbre.
¿Y México? Por lo pronto se pueden decir
tres cosas, que funcionan efectivamente como espejo.
Una es la incapacidad sistémica para dar
el salto hacia adelante, de hacer la lucha pero no avanzar, con el agregado de
que esa incapacidad suele estar envuelta en esperanzas infundadas, que son
administradas principalmente por quienes hacen negocio de esa esperanza.
La segunda es que, cuando se ve que otra
vez topamos con pared, y más feo que antes, se vuelven a dar vueltas a la
noria, se hacen las mismas críticas y supuestas autocríticas -que no son
escuchadas porque el negocio es el negocio- y se tiende a repetir el ciclo.
La tercera es la búsqueda del Masiosare,
el extraño enemigo que siempre es ajeno a nosotros, para nunca tener que asumir
responsabilidad alguna. Ahora le toca a un entrenador medroso que tiene el
defecto de ser extranjero. Argentino, para más inri. No faltan ni la teoría
conspiracionista, ni mucho menos la búsqueda del chivo expiatorio. Él es,
precisamente, el que permitirá que el cambio sea cosmético y no de fondo: por
lo tanto, que pueda darse la reproducción del ciclo infértil hasta el infinito
(y la náusea).
Pensemos: tenemos un futbol que se mira el
ombligo de su liga como si fuera buena; que sobrevalora a sus jugadores para
dizque protegerlos, pero en realidad no los deja crecer (como lo harían jugando
en Europa desde muy jóvenes); que vive de la promoción de rivalidades entre la
afición; que goza con el simplismo de esa misma afición, que se maneja como
oligopolio, que está muy cómoda así y, por lo mismo, se resiste al cambio. Es fiel
reflejo del país.
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