La muerte de Mijail Gorbachov trajo
consigo bastante más polémica de la que podía esperarse y, de alguna manera,
nos recuerda que -a diferencia de lo que suelen manejar los medios, que a cada
rato están matando al Siglo XX- ningún siglo termina por completo, porque deja
un legado complejo, que hereda la siguiente centuria.
Es notable la diferencia con la que miran
el legado de Gorbachov los liberales y quienes favorecen los nuevos populismos,
por no hablar de los estalinistas que aún quedan regados por ahí. Mientras unos
no se cansan de cantar sus loas, otros le reclaman el fin de la URSS y, sobre
todo, el efímero mundo unipolar a cargo de Estados Unidos que surgió a partir
del derrumbe soviético.
En su momento se dijo que la diferencia
entre Gorbachov y los líderes soviéticos que le antecedieron fue generacional.
Se trataba del primer líder nacido en la Unión Soviética, y no en alguna parte
del imperio ruso. Por lo mismo, sus puntos de vista se formaron más en razón de
los problemas de la URSS, que en las diferencias entre la nueva sociedad y la
que lo antecedió (o los mitos respecto a ambas).
Su paulatino movimiento hacia la apertura política
y la transparencia (hacia la perestroika y la glasnost), partió de una crisis
económica. El modelo estatista-burocrático estaba obviamente anquilosado, sin
capacidad de brindar a la población satisfactores materiales de acuerdo con su
trabajo. Una cantidad abrumadora de recursos estaba destinada a funciones policiacas
y militares. El excesivo celo en evitar desviaciones había creado un sistema
que castigaba la innovación y la creatividad.
Al mismo tiempo hubo claras señales de
alarma que daban cuenta de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas
productivas y la ineptitud burocrática. El desastre de Chernobyl fue el más
conocido, pero no el único.
Gorbachov intentó desatar las capacidades productivas e innovadoras de los ciudadanos soviéticos, pero no en el sentido capitalista. No buscaba una Unión Soviética liberal, pero sí una nación socialista con más libertades de asociación, en lo económico y en lo político, y con menos represión.
Para ello era necesario terminar con la
enorme dosis de secrecía y de verticalismo que existía en la URSS. Un ejemplo
de ello fue ordenar la transmisión de las sesiones de la Duma en televisión. Al
hacer transparente la vida parlamentaria, evitaba expresiones de cinismo de
parte de la dirigencia comunista.
El problema para Gorbachov era que ese tipo
de procesos requieren, a su vez, de una formación democrática. Que se entienda
el sentido de la apertura y de la transparencia. Queda la impresión de que Gorbachov
no se percató, como buen miembro de la élite, de lo enraizada que estaba la
cultura política soviética entre el grueso de la población de la URSS, entre el
pueblo llano. Se trataba de un país que nunca había conocido la democracia: que
pasó del imperio zarista al imperio bolchevique.
En ese sentido, aunque entendía que la
suya se trataba de una “revolución desde arriba”, no se dio cuenta de que el
proceso de absorción no iba a poder ser rápido: se requería un proceso largo de
aprendizaje. Y eso iba en contra de las necesidades de resolver ya la situación
económica, que no avanzaba.
En términos culturales, en la gran mayoría
de las naciones soviéticas -como se ha podido ver en encuestas desde principios
de los años 90 del siglo pasado- imperan los valores de la supervivencia, que
pone énfasis en la seguridad económica y personal, por encima de otros, que
podríamos calificar de posmodernos, en donde lo esencial es valorar la autoexpresión
de las personas, la tolerancia y la participación social. Mientras unos apuntan
a una figura paternal y protectora; otros prefieren la diversidad democrática.
Gorbachov quería un reformismo socialista
en un país poco acostumbrado a la deliberación. Por eso primero intentaron
tirarlo, después hicieron un capitalismo igual a la caricatura de capitalismo
de la propaganda de la URSS, y luego, en su mayoría, repudiaron a quien les dio
libertades.
Por el otro lado, tampoco se percató de
cuánto repudiaban el sistema los habitantes de las naciones que se habían
vuelto satélites de la URSS tras la II Guerra Mundial. Tal vez pensó o le
informaron que tenían opiniones parecidas a las de los soviéticos, pero eran
naciones con otra historia, que no habían vivido bajo el yugo de un zar tras
otro.
En el afán humanista de no reprimir, no se
dio cuenta de lo rápido que caería el castillo de naipes. En cuanto se abrió el
grifo, un chorro se le vino encima. Y no había quién lo frenara. La grieta que
se abrió con el famoso picnic en la frontera entre Austria y Hungría, en el que
varios húngaros se fueron a Occidente, sin represión, acabó convertida en la ruptura
de una presa. Y la riada destruyó la cortina de hierro.
La paradoja es que la figura de Gorbachov sigue
siendo muy apreciada en Occidente, pero también en los países bálticos, Ucrania
y, de manera destacada en las naciones que alguna vez fueron satélites de la
URSS, pero no es querido mayoritariamente en Rusia y otras ex-repúblicas de la
Unión Soviética. No en la mayor parte del territorio que él gobernó.
Tal vez la clave para las visiones
encontradas que, 30 años después del fin de la URSS, sigue habiendo sobre
Gorbachov esté en esa diferencia de valores: los de supervivencia contra los de
autoexpresión. Y sin duda, eso explica también -más que cualquier otra cosa- el
por qué es visto con tanta suspicacia entre los favorecedores de los nuevos
populismos.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario