viernes, septiembre 09, 2022

La paradoja de Gorbachov

 

La muerte de Mijail Gorbachov trajo consigo bastante más polémica de la que podía esperarse y, de alguna manera, nos recuerda que -a diferencia de lo que suelen manejar los medios, que a cada rato están matando al Siglo XX- ningún siglo termina por completo, porque deja un legado complejo, que hereda la siguiente centuria.

Es notable la diferencia con la que miran el legado de Gorbachov los liberales y quienes favorecen los nuevos populismos, por no hablar de los estalinistas que aún quedan regados por ahí. Mientras unos no se cansan de cantar sus loas, otros le reclaman el fin de la URSS y, sobre todo, el efímero mundo unipolar a cargo de Estados Unidos que surgió a partir del derrumbe soviético.

En su momento se dijo que la diferencia entre Gorbachov y los líderes soviéticos que le antecedieron fue generacional. Se trataba del primer líder nacido en la Unión Soviética, y no en alguna parte del imperio ruso. Por lo mismo, sus puntos de vista se formaron más en razón de los problemas de la URSS, que en las diferencias entre la nueva sociedad y la que lo antecedió (o los mitos respecto a ambas).

Su paulatino movimiento hacia la apertura política y la transparencia (hacia la perestroika y la glasnost), partió de una crisis económica. El modelo estatista-burocrático estaba obviamente anquilosado, sin capacidad de brindar a la población satisfactores materiales de acuerdo con su trabajo. Una cantidad abrumadora de recursos estaba destinada a funciones policiacas y militares. El excesivo celo en evitar desviaciones había creado un sistema que castigaba la innovación y la creatividad.  

Al mismo tiempo hubo claras señales de alarma que daban cuenta de la contradicción entre el desarrollo de las fuerzas productivas y la ineptitud burocrática. El desastre de Chernobyl fue el más conocido, pero no el único.

Gorbachov intentó desatar las capacidades productivas e innovadoras de los ciudadanos soviéticos, pero no en el sentido capitalista. No buscaba una Unión Soviética liberal, pero sí una nación socialista con más libertades de asociación, en lo económico y en lo político, y con menos represión.  

Para ello era necesario terminar con la enorme dosis de secrecía y de verticalismo que existía en la URSS. Un ejemplo de ello fue ordenar la transmisión de las sesiones de la Duma en televisión. Al hacer transparente la vida parlamentaria, evitaba expresiones de cinismo de parte de la dirigencia comunista.

El problema para Gorbachov era que ese tipo de procesos requieren, a su vez, de una formación democrática. Que se entienda el sentido de la apertura y de la transparencia. Queda la impresión de que Gorbachov no se percató, como buen miembro de la élite, de lo enraizada que estaba la cultura política soviética entre el grueso de la población de la URSS, entre el pueblo llano. Se trataba de un país que nunca había conocido la democracia: que pasó del imperio zarista al imperio bolchevique.

En ese sentido, aunque entendía que la suya se trataba de una “revolución desde arriba”, no se dio cuenta de que el proceso de absorción no iba a poder ser rápido: se requería un proceso largo de aprendizaje. Y eso iba en contra de las necesidades de resolver ya la situación económica, que no avanzaba.

En términos culturales, en la gran mayoría de las naciones soviéticas -como se ha podido ver en encuestas desde principios de los años 90 del siglo pasado- imperan los valores de la supervivencia, que pone énfasis en la seguridad económica y personal, por encima de otros, que podríamos calificar de posmodernos, en donde lo esencial es valorar la autoexpresión de las personas, la tolerancia y la participación social. Mientras unos apuntan a una figura paternal y protectora; otros prefieren la diversidad democrática.  

Gorbachov quería un reformismo socialista en un país poco acostumbrado a la deliberación. Por eso primero intentaron tirarlo, después hicieron un capitalismo igual a la caricatura de capitalismo de la propaganda de la URSS, y luego, en su mayoría, repudiaron a quien les dio libertades.

Por el otro lado, tampoco se percató de cuánto repudiaban el sistema los habitantes de las naciones que se habían vuelto satélites de la URSS tras la II Guerra Mundial. Tal vez pensó o le informaron que tenían opiniones parecidas a las de los soviéticos, pero eran naciones con otra historia, que no habían vivido bajo el yugo de un zar tras otro.

En el afán humanista de no reprimir, no se dio cuenta de lo rápido que caería el castillo de naipes. En cuanto se abrió el grifo, un chorro se le vino encima. Y no había quién lo frenara. La grieta que se abrió con el famoso picnic en la frontera entre Austria y Hungría, en el que varios húngaros se fueron a Occidente, sin represión, acabó convertida en la ruptura de una presa. Y la riada destruyó la cortina de hierro.

La paradoja es que la figura de Gorbachov sigue siendo muy apreciada en Occidente, pero también en los países bálticos, Ucrania y, de manera destacada en las naciones que alguna vez fueron satélites de la URSS, pero no es querido mayoritariamente en Rusia y otras ex-repúblicas de la Unión Soviética. No en la mayor parte del territorio que él gobernó.

Tal vez la clave para las visiones encontradas que, 30 años después del fin de la URSS, sigue habiendo sobre Gorbachov esté en esa diferencia de valores: los de supervivencia contra los de autoexpresión. Y sin duda, eso explica también -más que cualquier otra cosa- el por qué es visto con tanta suspicacia entre los favorecedores de los nuevos populismos.

 


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