El presidente López Obrador, con esa habilidad
suya de decir las cosas como las va pensando, afirmó que “si el modelo
neoliberal se aplicara sin corrupción, no sería del todo malo”. Luego se siguió
derecho y sin frenar: “Se puede tratar del modelo económico más perfecto, pero
con el agravante de la corrupción no sirve nada”.
A confesión de parte, relevo de pruebas,
diría el jurista. Pero como hay bastante tela que cortar, abundemos.
Si una cosa buena tenía el candidato AMLO
en la campaña que lo llevó a la presidencia, era su capacidad de hacer
diagnósticos sobre lo que estaba mal en el país. Y se lanzó contra un modelo,
el del capitalismo salvaje, que había cobrado preeminencia en México y en el
mundo a partir de la crisis fiscal de los Estados, que se detonó a partir de
los años setenta y que explotó en nuestro país con la crisis de 1982.
Buena parte del descontento social
acumulado en las últimas décadas, que AMLO aprovechó políticamente, nace de que
se trató de un modelo económico que no sólo excluyó a las mayorías, cuyo nivel
de vida avanzó lentamente, sino también debilitó a las redes públicas de
protección -en salud, educación, infraestructura y vivienda- que permitían la
movilidad social, la esperanza de un mejor futuro. López Obrador se presentó
como esa esperanza.
El debilitamiento de aquellas redes de
protección fue sustituido en nuestro país por distintos programas diseñados
para paliar la pobreza y reducir los casos extremos. En algunos, como
Solidaridad, había participación de las comunidades. En otros, Prospera,
Progresa, Cruzada contra el Hambre, se buscaba focalizar la entrega de ayudas
en quienes más los necesitaran, de acuerdo con diferentes métodos y definiciones,
a veces hechos en campo y otras desde los escritorios. En todos los casos había
un ingrediente de clientelismo político. En ninguno, el esbozo de un modelo
alternativo de nación.
Y si una cosa no delineó AMLO en aquella
campaña electoral, más allá de consignas y retórica, fue una serie de
propuestas articuladas que propusieran un cambio de eje, de acuerdo con el diagnóstico.
Fue una suma de propósitos puntuales, a menudo contradictorios entre sí.
¿Y qué es lo que hemos tenido con AMLO en
el gobierno? Más de lo mismo. Sus preocupaciones centrales en macroeconomía son
que no haya deuda, que no haya déficit y que el tipo de cambio frente al dólar sea
estable. Nada de buscar una reforma fiscal. En ese rubro, su discurso se parece
al de los panistas en los años setenta.
También hemos encontrado que, mientras se
desploma la inversión pública y se profundiza el deterioro de la red social de
protección, propia de los Estados de Bienestar, los recortes al gasto sirven
para alimentar los programas sustitutos, los apoyos directos que palian la
pobreza, pero no cambian las condiciones en la que la pobreza se reproduce.
Apenas a los cien días de gobierno, López
Obrador decretó que México había “dejado atrás la pesadilla de la época
neoliberal”. Lo dijo cuando sólo habían cambiado el equipo de gobierno y la
correlación política de fuerzas. La diferencia principal era que él estaba al
frente. Y es la que sigue siendo, porque tampoco es que podamos decir que se ha
abolido la corrupción, ni mucho menos.
Sepultó el nombre, pero la ortodoxia
económica y las otras prácticas siguen bien vivitas.
Tal vez esa falta de diferencias sea lo
que explique la frase reciente del Presidente, a la que dotó del conveniente
spin del “si se aplicara sin corrupción”.
Hay que decir, en descargo de López
Obrador, que utilizó el adjetivo “económico” cuando dijo que el neoliberalismo
podía ser el modelo “más perfecto”. Quiero entender que, a su entender, la
ventaja es económica, pero no social. Pero eso, a la vez, significa considerar
que ambos elementos son independientes entre sí. Que la lógica de “crecer
primero, distribuir después”, y hacerlo con el mínimo de controles institucionales,
funciona bien en términos de crecimiento. Y eso no es cierto. Como tampoco lo
sería el contrario: “distribuir primero, crecer después”.
Producción y distribución van de la mano, suelen
determinarse de manera simultánea, y funcionan bien en sociedades que, al
tiempo que generan incentivos para la inversión privada, han sido capaces de
mantener servicios públicos de cierta calidad y de sostener un acuerdo social
que permite una distribución del ingreso menos sesgada y desigual. Es algo que
varias naciones han logrado a través, no de revoluciones o reinvenciones del
país, sino de reformas consecutivas y progresivas.
Aquí las revoluciones y reinvenciones han
sido más de cambio de personajes que de modelos. Lo único novedoso ha sido la
desnaturalización de algunas instituciones autónomas y los intentos por tomar el
poder en otras, mientras se busca reeditar las formas (que en política son
fondo) del priismo más tradicional.
No hay tal giro a la izquierda, más que en
la retórica y en algunas acciones internacionales en las que se confunde a
regímenes autocráticos peleados con EU con “izquierda”.
Lo que sí hay es un profundo
conservadurismo en muchos renglones. López Obrador ha dicho que “la familia
mexicana es la principal institución de seguridad social”. Así, se la ve como
sustituto de las instituciones públicas a la hora de cubrir necesidades
sociales (pensemos en la desafortunada idea de que sustituya “con prevención” a
los hospitales psiquiátricos). El arte de echar agua a los frijoles.
Y claro, si hay divorcios -dice AMLO- son
parte de la desintegración social del periodo neoliberal (del que, por lo
visto, Venustiano Carranza fue precursor). Porque, se sabe, quienes desintegran
a las sociedades y su tejido no son los miembros del crimen organizado (“no
pasa nada”).
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