Soy de los que creen que toda elección
trae lecciones de política, aunque sean en otro lado. Y de quienes piensan que
todo resultado electoral es barómetro de estados de ánimo colectivos, que suelen
ir más allá de las fronteras estatales o nacionales. Por eso vale la pena dar
una vuelta con lo sucedido en Colombia, que ha elegido a su primer presidente
declaradamente de izquierda, Gustavo Petro.
Lo primero a hacer notar es que, en la
primera vuelta de esa elección, el candidato que quedó eliminado fue Federico Fico
Gutiérrez, quien competía por la coalición de partidos liberales y de derecha
que habían dominado por décadas, a veces alternándose entre ellos, la política
colombiana. Una coalición similar había derrotado a Petro en 2018, y derivó en
la presidencia de Iván Duque. Desde hace al menos diez años, el personaje político
hegemónico de los grupos políticos tradicionales ha sido el expresidente
conservador Álvaro Uribe. Por eso en Colombia se habla del uribismo como una
corriente en sí.
Las características principales del
uribismo son la búsqueda del orden y la seguridad, la concepción de Colombia
como “una democracia profunda” (es decir, completa) y la negación de que exista
cualquier oposición entre la población en general y las elites. En otras
palabras, la defensa de las estructuras económicas y sociales vigentes.
En 2022 se esperaba que la alianza de los
partidos tradicionales terminaría por disputar a Petro, en segunda vuelta, la
presidencia. Pero Fico Gutiérrez se fue sorprendentemente al tercer lugar, con
poco más del 22% de los votos. Sucedió que un personaje que se había movido en
la periferia de la política, el empresario de la construcción y exalcalde de
Bucaramanga, Rodolfo Hernández, se llevó la mayor parte del voto conservador.
El caso de Hernández es peculiar, porque
se trata de un político claramente populista. Entregó, por ejemplo, su salario
como alcalde a los estudiantes destacados de su localidad. Centró su campaña en
un ataque directo a la clase política tradicional, donde “sinvergüenzas” era la
palabra más ligerita. Se destacó en la agresión verbal hacia sus rivales. Desarrolló
su campaña fundamentalmente a través de las redes sociales (“candidato TikTok”)
y su lema fundamental se lo copió directamente a un político que él admira: “No
mentir. No robar. No traicionar”. Propuso hacer un montón de cosas con un
gobierno austero, pero en general la política económica que proponía era de amplias
facultades para el mercado. Además de AMLO, admira al salvadoreño Bukele.
Resulta por lo menos interesante que Hernández
haya derrotado a Fico en la primera vuelta. Es una revelación del hartazgo de
la mayoría de la población hacia la clase política tradicional, que no fue
capaz de ofrecer algo diferente a su gastado discurso de orden, seguridad,
inversión y desarrollo. No le importó que Hernández hubiera dejado una estela
de escándalos en su paso por la alcaldía (eso sí, redujo el déficit) o que sus
planes fueran contradictorios. Simplemente era alguien peleado con los de
siempre. Con los que no distinguen que haya distancia entre las elites y el
ciudadano común y prometen más de lo mismo.
Más revelador, todavía, resultó que Uribe
y el uribismo hubieran preferido apoyar a Hernández que a Petro en la segunda
vuelta. Prefirieron al candidato que les decía “ladrones” que al que apelaba a
que el pueblo llano se divorciara electoralmente de las elites. Lo hicieron,
porque sabían que Hernández no haría cambios económicos en lo fundamental (y
aquí no importa si Petro es un reformista o un radical, porque todo lo que
huela a izquierda es “subversivo” y tampoco importa que Hernández sea un tipo
de ocurrencias, sin programa; al fin y al cabo, es empresario exitoso).
Esto nos lleva a otro asunto: la gran
capacidad del pensamiento conservador para meter a toda la izquierda en el
mismo plato. Para ellos Lula, Mújica, Hugo Chávez, Boric y la Concertación, Díaz
Canel, Ortega, Arce son todos lo mismo. Esa incapacidad de ver diferencias y
hacer de todos un mazacote es otra manera de no querer enfrentarse a la
realidad.
Es posible que Petro le falle a los
colombianos, y también que intente aderezar un mal gobierno con políticas
erráticas. O que le gane el ego. Pero es improbable que termine hermanado con los
peores del grupo. Ha hablado de “la política de la muerte” de Maduro y ha
pedido que en Cuba haya “diálogo social”. El caso es que la otra opción en la
segunda vuelta era un personaje en verdad peligroso. Y los colombianos
eligieron votar entre esos dos riesgos, ninguno de ellos comprometido a fondo
con la democracia, porque los encontraron preferibles a “los de siempre”. Eso
dice mucho.
El que aquellos hayan sido preferibles
demuestra otra cosa: la democracia colombiana no era tan “profunda” como decían
los uribistas, por bien que funcione institucionalmente. Y “los de siempre” van
a tener que cuidarla mucho, esta vez, desde la oposición, sin el poder y
-esperemos- sin la prepotencia y con la sociedad civil.