Aquí, dos textos publicados en Crónica. Uno en octubre de 2021 y, el otro -que puede estar detrás de lo que está pasando recientemente- en febrero de 2019.
La ola antiintelectual
Hasta hace algunos años una de las
certidumbres que había era que las discusiones y las diferencias políticas se
dirimían por la razón -al menos aparentemente- y que todo mundo apostaba, así
fuera de dientes para afuera, por el pensamiento racional y la ciencia.
Ahora parece que no.
Llevamos ya dos años de una andanada
constante en contra del conocimiento, la ciencia y los distintos saberes. Esos
ataques a menudo se han disfrazado de combate a las élites y su corrupción,
pero lo que está detrás es un claro desprecio al trabajo intelectual de todo
tipo, al que se le quiere contraponer una sabiduría “ancestral” que tiene mucho
de usos y costumbres y otro tanto de superchería.
El reciente ataque judicial que han sufrido
los miembros del Foro Consultivo Científico y Tecnológico es sólo la muestra
más reciente de una política y un discurso que no sólo son ajenos a la ciencia,
sino contrarios a ella: la ven como enemiga de los intereses populares.
Hemos pasado por la estampita del Detente,
por la aseveración presidencial de que el coronavirus no pegó tan duro en África
por las costumbres de sus pueblos, por la infravaloración del trabajo de los
profesionistas, sean estos médicos o ingenieros, por el desprecio a la labor de
la prensa profesional, por la negación voluntarista de los datos de medición económica
y social, por la sugerencia de que hay una élite corrupta que engaña al pueblo
dándose la gran vida con el pretexto de la academia.
Esta visión de las cosas también se ha
expresado en el presupuesto, como lo indican la desaparición de los
fideicomisos destinados a la ciencia y las artes, los recortes a las becas y la
desaparición de las Cátedras Conacyt, el estrangulamiento financiero de
distintas instituciones públicas de educación superior y un largo etcétera.
Durante generaciones se ha manejado, sobre
todo en países desiguales como el nuestro, que tienen una correlación positiva
entre nivel de escolaridad e ingresos, que estudiar y hacerse de una profesión,
o utilizar productivamente los propios talentos, son caminos válidos para mejorar
personalmente y para la movilidad social.
Si bien esos caminos se han vuelto más
estrechos en las últimas décadas, siguen siendo parte del imaginario colectivo.
Son parte de los sueños y deseos, de los valores inculcados. Y las rutas, con
baches y todo, siguen existiendo.
Pero lo que ahora se dice, desde el
púlpito mañanero, es que eso no debería contar. Que son caminos errados,
alejados del alma del pueblo. Quien los transite es un “aspiracionista”, que está
pensando sólo en sí mismo y en su familia… aunque su trabajo genere bienestar
para el resto de la población.
Considero que hay dos elementos detrás de
esta idea. Uno es el desconocimiento de las contribuciones de los creadores y
científicos al bienestar y la grandeza del país. El Presidente dice que “no
hacen nada”.
En contra de la idea de vividores que se
la pasan de coloquio en coloquio, hay una lista enorme de contribuciones de
científicos mexicanos, para la que no alcanzarían las páginas.
Antimio Cruz recordó algunas en Crónica:
“la ciencia mexicana ha generado
las variedades de trigo más sembradas en el mundo; la molécula base de la
pastilla anticonceptiva; la primera explicación para frenar el agujero en la
capa de ozono, así como antídotos contra venenos, vacunas contra la enfermedad
de Chagas”. También cita que es gracias a un mexicano que la insulina que usan
los pacientes con diabetes ya no se extrae del páncreas de cerdos, sino de
bacterias, y recuerda los avances de ingeniería ligados a la construcción del
Gran Telescopio Milimétrico, en Puebla.
Podríamos
agregar las investigaciones arqueológicas sobre el Templo Mayor y sobre Teotihuacan,
la contribución mexicana en el colisionador de hadrones o en la misión del Curiosity
a Marte, el estudio y la defensa de la biodiversidad en el país o los avances
para curar el pie diabético (pienso sólo en la labor de algunos galardonados
con el Premio Crónica).
El otro elemento se disfraza de
ideológico, pero es más bien de resentimiento. Y ahí también confluyen algunos
de los (cada vez menos) académicos que han justificado los ataques a la comunidad
científica.
Es un resentimiento hacia lo que es
percibido como un éxito inmerecido del que goza una parte de la población. Ese
éxito y ese prestigio son vistos como una injusticia de parte de quienes, por
distintas razones, se han sentido ninguneados en sus carreras profesionales.
Más aún si se trata de carreras académicas o artísticas que por muchos años
parecían no llegar a ningún lado. De quienes no alcanzaron a llegar al SNI, y
son huérfanos de estímulos.
De repente, por gracia de la política, el
resentimiento es virtuoso. Y permite suponer -con la superioridad moral
incluida- que el ataque contra el Foro Consultivo es sólo contra unos cuantos
burócratas de la ciencia que habrían hecho mal uso presupuestal de los
recursos. Eso es hacerle al tío Lolo.
Hubo quien entendió mejor el sentido del ataque: ese hombre del pueblo (y empresario del carbón y senador) Armando Guadiana, quien pidió a la UIF investigar a la UNAM y a todas las universidades por el “despilfarro” de dinero de sus investigadores en “turismo internacional”. De lo que se trata es de apretarlos para que agachen la cabeza, se pongan a la defensiva y ya no se sientan tan cucos. Y lo de menos es que Guadiana tenga un pasado aspiracionista, con una maestría en Ciencias por el Tecnológico de Monterrey, lo importante es que está con el Señor Presidente.
El bodrio de la Ley de Ciencia
Se está gestando un peligroso divorcio
entre el gobierno federal y la comunidad científica del país. No es –como dicta
la frivolidad en boga– por nombramientos en el Conacyt, sino por la pretensión
de regular ideológicamente la manera en la que hace investigación científica y
de humanidades en el país. La presentación de la iniciativa de Ley de Humanidades,
Ciencia y Tecnología ha sido mal vista por los investigadores del país, y con
razón.
Esta ley refuerza de manera muy abierta la
centralización en la toma de decisiones. En vez de hacerlo de manera colegiada,
pretende la instalación de un Consejo Nacional, que en realidad es estrictamente
gubernamental, para regir ciencia, tecnología y también las humanidades.
Esto significa desaparecer el Foro
Consultivo Científico y Tecnológico, el Consejo Consultivo de Ciencias y la
Coordinación de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Presidencia, y
sustituirlos por foros a modo o, de plano, por una estructura vertical.
Al eliminar la participación de actores no
gubernamentales que son parte del Consejo General del Conacyt, se elimina, en
los hechos, su carácter colegiado y, con él, la participación plural de la
comunidad científica.
Esto también puede resumirse en una frase:
Todo el poder para la dirección del Cona(h)cyt. Ésta define el presupuesto para
ciencia y tecnología, la política de Estado, la asesoría a los poderes de la
Unión, la creación o desaparición de centros públicos de investigación, las políticas
de bioseguridad y lo que usted pueda seguir sumando.
Junto con ello, la ley plantea una suerte
de supervisión metodológica y de prioridades, lo que en la práctica significa
dar línea política a la investigación académica.
La idea es orientar la ciencia para
“resolver los problemas prioritarios de la Nación”. Parte de una concepción de
las ciencias, no como generadoras de conocimiento, sino como meros instrumentos
del desarrollo, predefinido éste por las prioridades del gobierno. Esto deriva,
casi automáticamente, en una distinción entre ciencias útiles para resolver los
problemas y las que no lo son (en principio, toda investigación teórica y de
frontera).
También pone por delante las disciplinas
con más posibilidades de aplicación inmediata de las que tienen efectos más de
largo plazo. Las ingenierías por delante de la física, las matemáticas o la
astronomía. Las ciencias sociales aplicadas por encima de la filosofía o las
disciplinas artísticas.
Explícitamente, el proyecto de ley señala
que el desarrollo científico y tecnológico debe quedar subordinado al proyecto
de nación: es decir, a la visión nacionalista y supuestamente justiciera del
lopezobradorismo. Esto significa que habrá algunas áreas de investigación o
proyectos específicos que se consideren redundantes, bajo el criterio (¿de
quién?) de que no corresponden al Proyecto, a la justicia social o a los
intereses nacionales.
El proyecto de ley tiene conceptos
peculiares, que lo hacen a uno regresar a las discusiones bizantinas
universitarias de los años setenta.
Uno de estos conceptos es el de “conocimiento
socialmente necesario”, que no está definido. ¿Cuál conocimiento es socialmente
necesario y cuál es socialmente innecesario o, incluso, dañino? ¿Cómo se define
la necesidad social de determinado conocimiento? ¿Quién es el representante de
la sociedad en esa definición?
Otro es la creación de “auténticas fuerzas
productivas nacionales”, tampoco definidas. Se sabe que el desarrollo de las
fuerzas productivas es condición para el cambio histórico. Lo que no se sabe es
cuáles son “auténticas” y cuáles no. Se sobreentiende que las hay falsas, pero
no sabemos quién lo define o por qué. Y también habría que preguntarse acerca
de la nacionalidad de las fuerzas productivas. Sé que no estamos pensando en la
autarquía, pero hay una suerte de rechazo visceral a lo extranjero, y eso se
trasmina en la propuesta de ley: pasar este rechazo a las ciencias, que se
nutren del intercambio libre de conocimientos, y al desarrollo económico y
social, que también se nutre de la interacción internacional, linda entre lo
ridículo y lo trágico.
Hablando de cosas no definidas, el
proyecto establece que “los principios de previsión, prevención y precaución
regirán las actividades de investigación, aplicación y desarrollo tecnológico
del país”, pero no dice de qué tratan estos principios. Tal vez tenga que ver
con el deseo explícito de “minimizar o erradicar los riesgos derivados… de las
actividades relativas a organismos genéticamente modificados”, en donde es
claro que se trata, por razones ideológicas por aquello de “sin maíz no hay
país”, de limitar la investigación y aplicación, pero no se entiende por qué se
generaliza.
La cereza del pastel es que, de acuerdo
con la propuesta, para ser miembro del Sistema Nacional de Investigadores, será
necesario que el trabajo del académico “redunde en el desarrollo del
conocimiento humano y la solución de problemas sociales de diversa índole”. Lo
primero se da por descontado, pero ¿y si el trabajo es teórico o de temas
ajenos a lo social? ¿O si alguien considera que un trabajo de ciencias sociales
no resuelve problemas, sino que los magnifica, porque la metodología o el marco
teórico no corresponden a la norma o contiene una crítica devastadora al
Proyecto de Nación? ¿Qué pasa, entonces?
En el fondo, tal y como han señalado
varios analistas especializados en ciencia, el proyecto de ley lo que hace es
consolidar un grupo compacto en la cima de la toma de decisiones en materia
científica, darle a dicho grupo la capacidad de cancelar proyectos de
investigación y de premiar o castigar a los académicos, abrir las puertas a la
censura en materia científica y, por lo tanto, acabar con la libertad de
investigación, que es el pilar de esa comunidad, siempre comprometida con
México y que no se merece ese trato.
En resumen, bien harían los legisladores
de Morena en analizar a fondo el proyecto, y rechazarlo. Es un bodrio.