En días recientes apareció la noticia de que en Cuba
planean desaparecer la libreta de racionamiento, y también el llamado peso
cubano convertible, como parte de una “nueva normalidad” a la que se dirigiría
la economía cubana. Es un plan sin fechas, para cuando avancen “otras
condiciones económicas financieras para el país”, según el presidente
Díaz-Canel.
Estoy convencido de que el proceso, si se da, se
traducirá en una profundización de la dolarización de la economía cubana, una
devaluación de su peso y aumentos salariales acompañados de un repunte de la
inflación. También, de una mejoría en el abasto, que es un desastre.
No sé cuál sea el saldo neto, pero lo que me da un gusto
enorme es el anuncio del fin de la libreta. Explico por qué.
Cuando la revolución cubana se radicalizó en 1962, se
introdujo la “libreta de abastecimiento” (aquí la palabra “abastecimiento” es
un bonito eufemismo de lo contrario), diseñada con dos objetivos: uno,
garantizar el acceso de todos los ciudadanos a los bienes de la canasta básica;
dos, protegerlos contra las intenciones de acaparamiento y especulación de
parte de los capitalistas. Las raciones que se reparten a personas y familias
están fuertemente subsidiadas: cuestan algo así como la octava parte de su
precio normal. En teoría, sólo los productos escasos son los que se distribuyen
por esta vía. Si no los compras con la Libreta no los puedes conseguir en otro
lado.
Mi madre era cubana y, aunque ella emigró a México
mucho antes de la revolución, toda su familia vivía allí. Aclaro que, al
principio, era una familia cien por ciento fidelista, habiendo sido mi abuelo
un trabajador ferrocarrilero y activista sindical y todos -incluida mi mamá- participado,
de una manera u otra en el Movimiento 26 de Julio.
Recuerdo de niño las pláticas telefónicas entre mi
mamá y mi abuela en aquellos años, que eran a gritos, porque la larga distancia
no tenía una conexión muy buena que digamos. Siempre una parte versaba sobre
cuántas libras de qué daba la Libreta. Y luego había discusiones en la casa
sobre si las cantidades alcanzaban o no. A mí me parecía, entonces, que había
mucha azúcar, mucho arroz, suficiente huevo y muy poca carne.
Con los años, las cantidades que se platicaban fueron
disminuyendo, porque así es esto de la ineficiencia. Y cada vez más productos
se iban agregando a la Libreta: los cigarros, el gas, la cerveza, los focos,
zapatos, ropa o tela y, señaladamente, artículos de limpieza. En algunos
productos la oferta era de verdad escasa: un par de zapatos al año por persona;
al año dos barras de jabón, dos rollos de papel de baño (lo que llevó a un
nuevo uso tanto a directorios telefónicos como al diario Granma). Cuando
faltaron severamente los licores, mi tío y mi primo construyeron un alambique
para hacer licor de arroz. Luego faltaron vasos, pero se podían hacer unos
hechizos, partiendo una botella y cubriendo los bordes con cera. Así es esto de
la inventiva popular.
Por supuesto, en la medida en que los productos de la
Libreta fueron bajando de calidad y cantidad, aparecían “por la libre” a
precios elevados o de plano en el mercado negro a precios prohibitivos. El robo
hormiga era de lo más común. A mi abuela, que siempre fue muy ortodoxa, le
mentían y le decían que habían comprado todo por la Libreta, pero en corto
sabían que con su pensión de “viuda de obrero destacado” hubiera pasado hambre.
Junto con esto, se dieron otro tipo de distorsiones.
Por ejemplo, todos los niños de siete años o menos tenían derecho a un litro
diario de leche. A los ocho, lo perdían. Y no faltara quien permutara la leche
al vecino por cerveza. Un niño pequeño se quedaba sin leche, pero su papá quedaba
bien servido. O más representativo: durante años, las ventas particulares de
productos preparados por la misma persona (digamos, alguien que vende queso de
casa en casa) fueron consideradas como delitos económicos. El concepto de
“acaparador” y “especulador” fue descendiendo de escala social hasta llegar a
las más bajas. Claro está que no todos los que cometían delito económico
recibían el mismo trato a la hora de enfrentar la ley: hay igualdad, pero unas
personas son más iguales que otras.
Llegó el momento en que la gente iba a la bodega a ver
qué había. Una vez sólo hubo pimientos. Y de regreso a la casa con un saco de
pimientos. En la semana habría ensalada de pimientos, pastel de pimientos y
mermelada de pimientos. Y si en la calle ves una cola, hay que formarse, no
importa por cuántas horas: de seguro llegó un producto escaso. Tampoco importa
cuál, hay que formarse.
¿Qué ha significado la Libreta? Significó una tablita
de salvación para la población más pobre durante los años más difíciles de la
economía cubana, que no han sido pocos. Pero significó, para la gran mayoría,
el eterno desabasto de productos básicos: alimentos, medicinas, productos del
hogar y de uso personal. Y significó, sobre todo que, en aras de acabar con el
acaparamiento, la especulación y la desigualdad, se generaran acaparamiento,
especulación y desigualdades de nuevo tipo, limitando las posibilidades de
desarrollo de la sociedad. Es el resultado de la combinación de la ineptitud
administrativa con la prevalencia de lo ideológico sobre lo práctico y lo
social.
En 1979, visitaba yo Cuba y mi primo la hacía de
Cicerón (o de Virgilio, según el cristal con que se mire), llegamos a Plaza de
la Revolución y ahí estaba la imagen gigantesca del Che Guevara. Un
amigo que venía conmigo, del mismo apellido que el Che, dice una frase
de admiración hacia el mítico guerrillero. Mi primo le responde, con un dejo de
desaprobación: “Estoy con la revolución, pero el Che fue quien impuso la
Libreta”.
Me parece significativo que el anuncio del fin de la
Libreta (hago votos porque sea real) haya coincidido con el aniversario de la
muerte de Guevara.
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