La única materia que reprobé en segundo de secundaria
fue taller de electricidad. El trabajo final era construir un semáforo, y algo
he de haber hecho mal. En vez de mostrar en orden sucesivo las luces verde,
ámbar y roja, se prendían al mismo tiempo la verde y la roja, y luego la ámbar,
como si fueran intermitentes. El maestro me dijo que con mi semáforo todos los
coches iban a chocar e iba a haber un montón de atropellados.
Esa anécdota personal me viene a la mente ahora que se
ha decretado el final de la Jornada Nacional de la Sana Distancia, pero los
semáforos por entidad siguen casi todos en rojo, pero las autoridades de salud
insisten en que la pandemia sigue fuerte, pero el Presidente ya sale de gira,
pero te piden que sigas quedándote en casa, pero reabren algunas actividades
económicas, pero ya estamos en la Nueva Normalidad, pero oficialmente hay más
de 16 mil casos activos de COVID, pero el semáforo federal los estados lo
obedecen si quieren y si no, no.
Parece que aquel semáforo de secundaria está en pleno
funcionamiento. Y, por las señales cruzadas que manda, puede crear muchos
choques y aún más atropellamientos.
¿Por qué ha pasado esta monumental confusión
informativa? Creo que porque hay dos contradicciones que se han mostrado
abiertamente y sobre las cuales no ha podido haber solución. Una es la que ha
surgido entre política y ciencia; otra, la que existe entre economía y salud.
La primera contradicción está relacionada con la
visión que del problema del coronavirus ha tenido el presidente López Obrador.
Primero tuvo una actitud de negación ante el problema mayúsculo que se le venía
encima al país, y evidentemente no bastó con sus intentos para exorcizarlo. Su
aversión a la ciencia ayudó en ese retraso en la respuesta.
Luego, con la pandemia ya en desarrollo, declaró que
se ponía en manos de los expertos, pero al mismo tiempo se casó con el
pronóstico más optimista de los epidemiólogos. Conociendo la terquedad de López
Obrador respecto a sus planes personales y de gobierno, y en particular a su
necesidad de seguir haciendo giras de promoción, la fecha del 31 de mayo se
convirtió en inamovible. Estaba harto de que las mañaneras, pieza clave de su
estrategia política, fueran cada vez más irrelevantes. Con ello, la Jornada
Nacional de Sana Distancia no podía prolongarse, independientemente de las
condiciones.
Allí tuvo que darse una negociación entre López
Obrador y distintas contrapartes políticas. Los expertos saben que una
apertura, aun si es gradual, conlleva el peligro de un repunte en los contagios
y que, si se da la idea de que la pandemia está en retirada, la apertura de
facto será todavía más amplia y peligrosa. La mayoría de los gobernantes
locales, por su parte, está legítimamente preocupada por el bienestar de la
población, y ninguno quiere que sean sus servicios de salud los que colapsen.
De ahí se generaron una serie de disonancias entre el Presidente y los
gobernadores, empezando por opositores abiertos como el de Jalisco, Enrique
Alfaro, pero también incluyendo a la jefa de gobierno en CDMX, Claudia
Sheinbaum y en algún momento hasta al poblano Miguel Barbosa.
La salida escogida fue pasar a las entidades
federativas la responsabilidad de acogerse al semáforo federal y de determinar,
ellas, las medidas a seguir. Esto tiene la ventaja de potenciar el federalismo
en momentos en los que priva la tendencia a centralizar decisiones, pero tiene
dos desventajas: una es el hecho de que el gobierno federal es quien controla
el semáforo, y podría usarlo con intencionalidad política al mismo tiempo que
deja de ser la única instancia obligada a rendir cuentas; la otra es la más
importante: en muchos casos, la población escuchará versiones contradictorias
sobre lo que hay qué hacer de parte de los distintos niveles de gobierno: lo
que verá es el semáforo con luces intermitentes realizado por el mal aprendiz
de secundaria. Y responderá a la luz que le venga en gana.
La segunda gran contradicción es la que se da entre
economía y salud pública. Se dio un parón fortísimo a la primera para proteger
a la segunda. Pero, de nuevo, este parón fue más grave porque el presidente
López Obrador se negó a dejar el fetiche del superávit público y no dio los
apoyos suficientes a los trabajadores que se vieron obligados a suspender
labores. En la medida en que se prolonga el confinamiento sin las redes
económicas de protección que se requerían, se hace socialmente más difícil,
cuando no imposible, continuarlo.
Resulta por lo menos sintomático que apresurar el
regreso a la normalidad también sirva como un elemento que quita presión al
gobierno para dar apoyos. Lo malo del asunto es que la inacción en los meses
clave ya arrastró a muchas pequeñas y medianas empresas a la quiebra, llevó a
cientos de miles al desempleo y la expectativa, también en economía es de
arranque y freno, una y otra vez, como si el semáforo que la dirige se hubiera
vuelto loco.
Y, para terminar, ese arranque económico, a como está
diseñado, no traerá consigo una mayor inversión en bienes sociales. Si acaso,
seguirá habiendo paliativos mediante transferencias directas. El problema con
esos paliativos es que difícilmente serán capaces de cambiar la dirección del
sistema económico, que es lo que deberíamos de estar planeando durante esta
pandemia.
Eso significa que tendremos semáforo loco para rato. Y no sólo respecto al coronavirus.
Será culpa de todos, menos de AMLO
Una de las características de la pandemia de coronavirus es que en todo el mundo ha sido politizada. La misma globalización que permitió su rápida expansión es la que mantiene, en estos tiempos de comunicación inmediata, a millones informados sobre su evolución, y provoca comparaciones entre países y regiones. También, agrias discusiones.
Es muy difícil, para cualquiera, resistirse a hacer
comparaciones. Y es fácil, en estos tiempos polarizados, utilizarlas para
hablar bien o mal de personajes o grupos políticos, que se usan como ejemplos
positivos o negativos. Eso ha servido en varios lados para hacer política
interna, porque se sobreentiende que el saldo de la pandemia habla de la
capacidad de liderazgo, la inteligencia y la previsión de los dirigentes políticos.
A unos de ellos los fortalece y a otros los debilita.
En México, nación polarizada si las hay, ese factor
político se entendió desde el principio. En los primeros días, mientras desde
el gobierno, y sobre todo desde la Presidencia, se minimizaba el riesgo que se
cernía sobre el país, desde la oposición se insistía en que los datos no eran
fidedignos y que, si en Estados Unidos ya había llegado, aquí era mucho peor.
Con el tiempo, se vio que ambas partes exageraban. El
peligro era muy real y los contagiados y los muertos tardaron en llegar, pero
lo hicieron, desgraciadamente, y en cantidades superiores a las que la mayoría
había imaginado.
Era evidente que, en la medida en que se fueran
sumando las bajas por el COVID y las de la economía, las críticas por el manejo
de la pandemia iban a ir en aumento. La imprecisión de los pronósticos sobre el
famoso pico y el comportamiento de la curva, la continuación del confinamiento
más allá de lo predicho, los mensajes cruzados y la poca certidumbre sobre dónde
estamos parados en esta crisis de muchas caras, han abonado en contra de la
popularidad de López Obrador. Y eso es algo que le importa mucho al Presidente.
Un dato adicional es que, en los dos primeros meses
del desarrollo de la pandemia en el país, le fue mucho mejor a los estados que
se distanciaron de los puntos de vista del gobierno federal y se generó,
simultáneamente, una suerte de neofederalismo, con gobiernos locales
enfrentados al centro, por lo menos en los temas sanitario y fiscal.
Las respuestas de AMLO han ido variando a lo largo de
estas semanas. Por una parte, ha tenido que atemperar su optimismo: ya no somos
de los países con menos contagios, y ahora la comparación se hace en muertes
por millón de habitantes… con países que ya superaron, en su mayoría, la fase
crítica de la pandemia. Por otra, ha pasado de ponerse, de mala gana, en manos
de los expertos en epidemiología a convertirse en la voz cantante a la hora de
aplicar políticas de desconfinamiento. Finalmente, ha ido paulatinamente traspasando
las responsabilidades de la pandemia (y, por lo tanto, de sus costos).
Este último asunto es particularmente interesante.
Cuando las cosas iban relativamente bien, con relativamente pocos casos y
fallecimientos, la responsabilidad era del gobierno federal. En esos momentos,
las críticas fuertes eran sobre el escaso apoyo a la economía y el doctor
López-Gatell gozaba de un gran prestigio, y no nada más porque hablara de
corrido.
Cuando empezó a verse que la cosa no se arreglaba e
iba a peor, y que no se cumplían los plazos previstos, se decidió transferir,
al menos nominalmente, la responsabilidad a los estados. Es una transferencia
parcial y confusa, con semáforos que pueden estar simultáneamente en distintos
colores o que, como en la Ciudad de México, pueden estar cambiando de
tonalidad, según como uno interprete.
Detrás de esa transferencia está la idea de que, si
hay un brote en algún estado que andaba bien en el manejo de la pandemia, la
culpa será del gobernador. Pero, claro, si ese brote se controla, el gobierno
local podría terminar llevándose las palmas.
Tal vez por eso ahora, que estamos revirtiendo el
confinamiento sin claridad alguna sobre la situación real de la pandemia, hay
una nueva transferencia de responsabilidades. Es, considero, lo principal que
está detrás del más reciente decálogo presidencial. La salud en medio de la
pandemia ya no es principalmente responsabilidad del gobierno, sino del
ciudadano. No le echemos la culpa a López Obrador, sino a nuestros malos
hábitos, nuestra mala vibra, nuestro descuido por tomar el Metro atestado,
nuestro afán por lo material, nuestro desdén por la espiritualidad.
Si bien ninguna de las recomendaciones del Presidente
es mala por sí misma, debe quedarnos claro que lo que necesita el país, más que
consejos personales, es una política de Estado. Esa transferencia a la
población es una abdicación a las responsabilidades del Estado. Y esa
abdicación no está dictada por otra condición que la urgente necesidad de
esquivar el golpe político por el manejo errático de la pandemia de
coronavirus.
Lo más lamentable de todo esto es que la población, en
lo general, sí hizo su tarea en la misión colectiva de aplanar la curva de
contagios. La mayoría que pudo se quedó en casa, e incluso algunos de los que en
realidad no podían. No sabemos de qué forma estrepitosa hubiera colapsado el
maltratado sistema de salud, de no haber habido la disciplina social que se
manifestó en los últimos meses. Una disciplina que es más loable todavía porque
los apoyos gubernamentales fueron muy escasos.
Ahora esa población es a la que le van a cargar sus
propios muertos. En particular, los que vengan después de ahora. Por gordos.
Por hipertensos. Por consumistas. Por egoístas.
Pasan las semanas y cada vez se hace más evidente que
la estrategia para combatir la pandemia del coronavirus en México tuvo muchas
fallas. Lo menos que se puede decir es que han pasado tres meses, los muertos
ya son el triple de lo pronosticado inicialmente y el índice de contagios y
defunciones sigue al alza. Uno quisiera que el modelo mexicano hubiera
funcionado, pero a la hora de hacer el saldo resultó bastante malo.
Al inicio, las cosas parecían ir según el guion. La
decisión de confinamiento y el protocolo de sana distancia parecían oportunos;
la prevención para aumentar el número de unidades COVID y unidades con
ventilador, no tan oportuna pero sí suficiente. Había, sí, algunos obstáculos,
como el mal ejemplo presidencial, pero la consigna de “quédate en casa” y las
advertencias eran constantes.
Pero faltó un ingrediente fundamental. A diferencia de
otras naciones, México no instrumentó un programa de apoyo económico a los
trabajadores que quedaban sin ingresos. En la obsesión de mantener el
equilibrio fiscal, el gobierno dejó a la población a su suerte. En un país
donde tantas personas viven al día, eso significó que muchas personas tuvieron
que salir en busca de sustento. Los índices de hacinamiento contribuyeron a
multiplicar el virus.
En otras palabras, el confinamiento sirvió para evitar
un salto dramático en contagios y hospitalizaciones, pero fue insuficiente para
evitar la reproducción ampliada de la enfermedad. Controló, pero no contuvo. Y
a un fuerte costo económico.
El otro elemento que está detrás del fracaso es la
obsesión con el “aplanamiento de la curva”, en su versión más simplona. Esta
dice lo que evitan las acciones de distanciamiento social es, estrictamente,
que los servicios de salud sean rebasados por la demanda de atención derivada
de la epidemia. En esta versión, a final de cuentas, se contagian quienes
tienen que hacerlo, pero no hay tantas defunciones porque el sistema de salud
es capaz de atender a todos.
De ahí la insistencia informativa diaria sobre la
disponibilidad de camas en los hospitales IRAG. Se nos machaca cotidianamente
que es suficiente, que el sistema no ha sido rebasado. Pero también vemos que,
día a día, crece el número de Unidades COVID, en lo que eufemísticamente han
dado en llamar “reconversión hospitalaria”. En otras palabras, hospitales que
antes se dedicaban a atender otros requerimientos de salud, ahora están
dirigidos exclusivamente a COVID.
En el análisis de la epidemia en Lombardía, saltó un
dato de la provincia más afectada: Bérgamo. Las defunciones se habían duplicado
respecto al año anterior, pero sólo 31 por ciento de la diferencia se podía
explicar por la pandemia de coronavirus. ¿De qué murió el otro 69 por ciento?
Sólo hay dos posibles explicaciones: o fue por el virus, y no se registró, o
fue por otras enfermedades, pero los pacientes no pudieron ser atendidos porque
todo el sistema estaba abocado al combate de la pandemia. Un estudio arroja
datos similares para la Ciudad de México en abril: el COVID explicaba sólo el
25 por ciento de las muertes adicionales.
En otras palabras, las autoridades de Salud pueden
expandir los hospitales COVID al infinito, y presumir que siempre hay
disponibilidad de camas, pero ello no evita que las muertes se multipliquen.
Tanto las de los pacientes contagiados por el virus como las de quienes
prefirieron morir en casa o tenían otro mal y su atención o su cirugía se
pospuso a las calendas griegas.
El éxito en el combate a la pandemia, considero, no se
mide principalmente en si el sistema sanitario quedó rebasado o no. Es un
elemento importante, pero no definitorio. Se mide en el control de los
contagios, la disminución del número de muertes y la rapidez con la que es
posible regresar con cierta seguridad a algo semejante a la normalidad. Si
México aprueba en el primer punto, reprueba en los otros tres.
Hago una acotación: hay una instancia en la que el
sistema de salud ha quedado totalmente rebasado (ahí cargaba con un rezago histórico
que se evidenció): la incapacidad para informar con tiempo razonable de
contagios y fallecimientos. El desastre administrativo ha dificultado a todo el
país seguirle el paso a la epidemia, saber realmente en dónde estamos parados
en cada momento y tomar las decisiones conducentes.
Finalmente, también ha habido una enorme resistencia a
hacer cambios en la estrategia a partir de la experiencia. Si la pandemia no
evolucionó como esperábamos, es que una parte del diagnóstico estaba mal hecha.
No podemos convertir la Campana de Gauss en un Lecho de Procusto para hacer que
la realidad quepa a fuerzas en nuestros supuestos. Menos, si esa campana es
indicadora de muertes de personas de carne y hueso, compatriotas nuestros.
Pero es lo que se ha hecho. Y se ha preferido mantener
la ruta a pesar de las evidencias. La ruta de no aumentar el número de pruebas,
la de no inducir a nivel nacional el uso obligatorio del cubrebocas, la de no
buscar tratamientos preventivos para la población, la de poner oídos sordos a recomendaciones
de expertos nacionales y extranjeros. Es una ruta que da cuenta de un
empecinamiento atroz. La inflexibilidad ha sido muy costosa.
Detrás de esa ruta, hay que decirlo, está una decisión
económica. La de no generar el gasto social para apoyar a todos los
trabajadores con un ingreso básico durante la pandemia. Y junto con ella, la de
no dotar de recursos suficientes al sector salud, como pretendían leales cartuchos,
quemados por la circunstancia, como el de Asa Cristina Laurell. Esas decisiones
fueron de AMLO, porque importan más el aeropuerto, la refinería, el tren maya y
los dineros para apoyos clientelares. En otras palabras, porque las prioridades
del país son dos: los deseos de Andrés Manuel López Obrador y las elecciones de
2021. No es casualidad que, en plena pandemia, el Presidente siga en campaña.
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