En estos días, el texto de la politóloga Nadia Urbinati, epílogo de su libro: “Yo el pueblo: cómo el populismo transforma la democracia” publicado en el más reciente número de la revista Configuraciones, contribuye al análisis de fondo y, no casualmente, ha provocado una serie de reflexiones. A ellas me voy a sumar, intentando no repetir lo comentado ayer en las páginas de Crónica por Raúl Trejo Delarbre.
Lo primero es que el gobierno de López Obrador cabe perfectamente en la definición de populismo que da Urbinati: faccionalismo, “que surge de una concepción posesiva sobre los derechos y las instituciones”, mayoritarismo, “que retuerce el principio de mayoría para hacer que sirva a una mayoría”, dux cum populi, “que corresponde a la representación como encarnación”, el antipartidismo y, por supuesto, el personalismo: el líder que unifica al pueblo (a la mayoría) en una suerte de identificación afectiva.
Todo esto deriva en que “el populismo en el poder sea como una campaña electoral permanente”, como se puede constatar con las mañaneras y en que “el internet es el medio que reemplaza a los partidos tradicionales para sellar la alianza entre gobierno y pueblo”, como se puede constatar en nuestras redes sociales (y más claramente en Italia, donde el Movimiento 5 Estrellas nació en internet).
El populismo, que es una reinterpretación de la democracia, no su supresión formal, no se plantea la desaparición de la oposición y las minorías, sino su empequeñecimiento “por la humillación y la creación de una campaña abrumadora de propaganda… independientemente de si el movimiento es liderado por un líder de izquierda o uno de derecha”. En ese sentido, dice Urbinati, “la democracia populista denota un movimiento contrarrevolucionario, el prospecto de una polis más cerrada, en vez de una más abierta”.
Sin embargo, subraya el texto, el populismo no debe ser identificado ni con el fascismo ni con cualquier otro tipo de destrucción de la democracia, como un enemigo externo. Eso lleva a conclusiones equivocadas. El populismo nace de la democracia. Es resultado de una sublevación en las urnas “contra una elite que se declara a sí misma como representativa y es autorizada en elecciones, parece estar completamente desconectada de la vida y los problemas de los ciudadanos”.
Culpar a los movimientos populistas de obtener el triunfo es suponer que la democracia ineficiente y sus malos políticos deben tener como respuesta el conformismo o que la democracia es una serie de productos que ofrece la empresa-gobierno (y aquí me viene a la mente el presidente Fox). El hecho es que las instituciones representativas no cumplieron lo que prometieron.
En otras palabras, no es ceguera de los electores, sino hartazgo ante “un stablishment que reclama prerrogativas de gobierno como una casta de mandarines”.
Ese hartazgo no desaparecerá mágicamente. Por eso Urbinati acierta cuando escribe que “el hecho de que el populismo nos dé malas mayorías y decisiones alarmantes no es una razón para creer que podemos salvar a la democracia congelándola en un modelo que perteneció a los buenos viejos tiempos. De cualquier forma, salir del populismo difícilmente puede significar regresar adonde nos encontrábamos antes. Ese “antes” se devaluó en el preciso momento en el que permitió la victoria populista”.
Esto nos lleva a la crisis de los partidos políticos tradicionales, porque son los representantes de ese “antes”. Y, en el caso mexicano, también nos habla de la impotencia política y la inoperancia de quienes, de manera ruidosa en las redes, insisten en las bondades del sistema económico de mercado, de las cualidades tecnocráticas necesarias para entrar al gobierno o del “echeleganismo” como vía para salir de la pobreza.
Urbinati, proveniente de la izquierda italiana, que alguna vez fue muy fuerte, también trata de entender qué pasó, cómo fue que el tren populista pasó por encima de propuestas socialdemócratas. Una parte de la explicación estriba en la estrategia “centrista” que fueron desarrollando esos partidos, que protegieron a sus clientelas, pero se volvieron incapaces de “expandir e innovar programas de bienestar para ajustarlos a las necesidades de los menos favorecidos”. Otra parte, en que el hecho mismo de la globalización económica dificultó los compromisos entre capital y trabajo que habían rendido frutos positivos en el pasado.
Más allá: se desarrolló en muchas partes, que las elites educadas votaran por la izquierda tradicional y las elites de negocios lo hicieran por la derecha tradicional. El populismo antielitista puede ser, por lo mismo, profundamente antiintelectual (aquí lo vemos casi a diario) y refractario a los grandes negocios privados (aunque pueda acordar con ellos).
Todo esto obliga a las oposiciones al populismo a no congelarse en la antigua visión democrática, sino abrazar nuevas transformaciones. Las obliga a debatir en vez de satanizar, a buscar que los ciudadanos tengan una mayor participación (de hecho, el populismo hace que abdiquen de participar, y todo el poder quede en manos del líder carismático), y a controlar las instituciones y el Estado (a ponerles coto). También las obliga a reconfigurar los partidos políticos.
Para hacer frente al fenómeno populista, Urbinati recurre a Gramsci y su idea del “moderno Príncipe”. En ella, el partido funciona como intelectual colectivo que responde a los intereses de una clase social o una coalición. La diferencia fundamental es que el partido que concebía Gramsci, como líder colectivo, es la antítesis de la sumisión a un líder individual. “El proyecto hegemónico sería exitoso en la medida en que neutralizara el crecimiento de la política de la personalidad”.
Podría terminar aquí mis reflexiones, pero hay un párrafo del texto que me parece crucial. “Los partidos socialdemócratas o reformistas tradicionales no sólo son débiles, son estructuralmente incapaces de defender la democracia de enemigos fascistas y nacionalistas, porque están basados en una reflexividad que difícilmente mueve las emociones”.
Aquí me vino a la mente cuando el extraordinario líder eurocomunista Enrico Berlinguer vino a México, a principios de los ochenta. Le pregunté si el PCI no hacía demasiada política “para pensarse” y muy poca “para sentirse”. Tras pensarlo un poco, dio una respuesta escueta: “Tal vez sí, tal vez eso sea cierto”, para luego lanzarse a hablar de las iniciativas culturales que tenía el partido. Esas iniciativas eran parte de su respuesta.
Creo que ahí hay un problema central. Hay quien sabe mover símbolos y emociones, para arrogarse el derecho de representar al pueblo. “Yo, el Pueblo”.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario