La 4T y el estancamiento estabilizador
El presidente López Obrador subrayó, en su informe a
un año de su elección, que la economía mexicana crece y es menos injusta.
Agregó que hay más desarrollo y bienestar. Sin embargo, en el mismo discurso,
admitió que se requiere que haya más crecimiento económico. De hecho, esa
materia será uno de los compromisos que no habrá podido cumplir en su primer
año de gobierno. Veamos por qué.
Empecemos por las cosas que todo mundo suele considerar
como positivas y que, por supuesto, fueron parte del discurso de AMLO. En
primer lugar, la inflación es la más baja desde los tiempos del desarrollo
estabilizador, que muy pocos mexicanos vivos conocieron. Esto da certidumbre a
los ingresos.
El crecimiento de la deuda pública también ha sido
muy bajo. Una parte de ello se debe a la prudencia del gobierno; otra, a que,
con el comportamiento de las calificadoras, emitir bonos de deuda resulta más
caro que antes.
El tipo de cambio respecto al dólar se ha apreciado
desde el día de la elección. Esto es algo que pasa normalmente, a menos de que
haya un grave error macroeconómico, como en 1994. De hecho, la apreciación
cambiaria es menor a la de los tres sexenios más recientes. Sin embargo,
tratándose de López Obrador es un logro no menor, porque diversos analistas
habían pronosticado que el peso se derrumbaría ante la falta de confianza de
los inversionistas hacia AMLO. Tal derrumbe no ocurrió, y ni siquiera hubo un
deslizamiento fuerte del peso durante la crisis de la amenaza de los aranceles,
causada por Trump.
El crecimiento, de 1.3%, es el más bajo en el primer
semestre del sexenio desde el desastre del “error de diciembre”. En otras
palabras, la economía creció más con Fox, Calderón y Peña Nieto. Habría que
buscar las razones.
En el periodo enero-mayo de 2019 el balance público
presentó un superávit de $32,400 millones; se esperaba déficit de $79,100
millones. El superávit primario es de $217,900 millones; 53.3 % superior al
previsto.
¡Cuidan el dinero!, piensa uno. Sí, por supuesto. Pero
veamos cómo lo hacen, porque aquí los cómos pueden resultar más importantes que
el hecho mismo.
Según datos de Hacienda, en los primeros 5 meses de
2019 los ingresos presupuestarios del Gobierno Federal aumentaron 2.4 % en
términos reales respecto al mismo periodo del año anterior y el gasto neto fue
inferior al programado en $140,700 millones,
El aumento en los ingresos fue porque la recaudación
tributaria creció 4.7%, mientras que los ingresos petroleros cayeron 17.5%,
producto de la disminución de las ventas, una caída marginal del precio
promedio del petróleo y una baja en la producción del 10.4%.
A mayo de 2019, el gasto neto pagado fue $140,700
millones inferior al previsto en el presupuesto, lo que obedece principalmente
a un menor gasto en la Administración Pública Centralizada y el IMSS, el ISSSTE
y Pemex.
La inversión física fue menor 16.4 por ciento real.
Los subsidios, transferencias y aportaciones, distintas de servicios
personales, fueron inferiores en 14.7 % real. El gasto de operación disminuyó
5.2 % real; los servicios personales disminuyeron 3.6 %.
A cambio, pensiones y jubilaciones se incrementaron
5.1 % real, las participaciones a las entidades federativas aumentaron 5.5 % en
términos reales y el costo de la deuda aumentó 6.6 %, por mayor pago de
intereses y más recursos para programas de apoyo a ahorradores y deudores.
En conclusión, el gobierno está gastando e
invirtiendo menos que nunca, y por eso no hay ni inflación ni deuda. La norma
son los recortes al gasto, a la nómina, a la inversión. Los contribuyentes
aportan más, pero Pemex lo hace menos, por su crisis productiva. El superávit fiscal
resultante le cuesta al país en términos de desempleo y de menor crecimiento.
Salvo en la Secretaría de Energía, por los apoyos a
Pemex y el proyecto de Dos Bocas, y en la del Trabajo y Previsión Social, por
el programa de “Jóvenes Construyendo el Futuro”, en todas las demás
dependencias hay una caída drástica en el gasto. Particularmente graves
resultan las caídas en la inversión de infraestructura y los apoyos en
Economía.
Todo se conjuga para que el país continúe por la
ruta del estancamiento estabilizador. Es posible –las futuras mediciones del
Coneval podrán verificarlo- que los nuevos apoyos sociales reduzcan
efectivamente la desigualdad, al menos en ingresos monetarios (igual puede que
cambien los destinatarios, pero no el efecto final). Pero es seguro que, si no
hay mayores tasas crecimiento económico, las presiones fiscales y
presupuestales continuarán, y la austeridad será, de verdad, pobreza
franciscana.
La población en general tiene esperanzas de que la
situación económica va a mejorar en el futuro próximo. Eso se ve en los
indicadores de confianza del consumidor. Pero si no hay inversión suficiente,
pública y privada, la mejoría será sólo de labios para afuera. Y la
infraestructura que necesita una economía como la mexicana no es la que se hace
a mano, y el impulso a la demanda que se requiere no es el que se logra con
empleos pagados al mínimo. Por lo mismo,
es urgente reactivar gasto e inversión.
Noten, por favor, las magnitudes de los datos de
Hacienda. Hablan de cientos de miles de millones de pesos. Luego nos andamos
emocionando por ahorros de $20 millones o indignando por gastos de $1,500
millones.
Pemex y la rejega realidad
La agenda de la economía mexicana ha estado marcada
en estos días por tres asuntos torales (lo de la discusión sobre si hay
recesión o no es verdaderamente bizantino). Una es la definición de desarrollo
de parte del presidente López Obrador. Otra, su proyecto de “sembrar petróleo”.
La tercera, la entrevista que dio el exsecretario de Hacienda, Carlos Urzúa, a
la revista Proceso, en la que revela algunos de sus diferendos con el
Presidente. Todas son de interés.
López Obrador hizo una importante reflexión cuando,
en medio del debate sobre el nulo crecimiento de la economía, señaló que,
aunque no haya crecimiento, si hay distribución del ingreso hay más desarrollo.
Es algo que da para analizar. Por décadas, la
medición del desarrollo ha estado en función del Producto Interno Bruto y sus
tasas de crecimiento. Se ha creado un verdadero fetichismo en torno al tamaño
del PIB, cuando son más importantes, socialmente, otros medidores del
bienestar. Es correcto abandonar la idea de crecer por crecer. Hay que pensar
más bien en cómo hacerlo.
Pero hay otros asegunes. Una cosa es decir que
desarrollo y crecimiento económico no son lo mismo, y otra –muy distinta–
asegurar que puede haber desarrollo sin crecimiento. Eso podría valer para el
cortísimo plazo, pero en el mediano plazo una economía estancada es incapaz de
generar bienestar para las mayorías. Esto último se podrá constatar, o no, en
la próxima encuesta nacional del Coneval (si es que ese centro tiene los
suficientes recursos para levantarla el año próximo).
Por eso, más que pensar en si hay o no recesión este
trimestre, con un puntito porcentual más a la izquierda o a la derecha, habría
que preguntarse si se están sentando las condiciones para un crecimiento
económico de nuevo tipo en el mediano plazo. Si habrá espacio para más
inversión y empleo bien remunerado, y si el gasto social tendrá más o menos
impacto en las condiciones de vida de la población.
Esto nos lleva al segundo tema, la idea central que
permea el discurso económico de López Obrador: el rescate de Pemex para
utilizarlo posteriormente como ariete del crecimiento y como fuente para apoyos
sociales.
AMLO dijo que en éste y en los próximos dos años, la
carga fiscal de la empresa petrolera será menor y se le potenciará con recursos
surgidos de los ahorros en muchas otras áreas. En los siguientes tres de su
sexenio, una Pemex saneada podrá ayudar a apoyar programas sociales, y puso
como ejemplo al campo.
Se trata de una apuesta riesgosa que, si falla, le
generará muchos problemas al proyecto de López Obrador. Parece suponer que
México puede convertirse, en un plazo relativamente corto, de nuevo en una
nación petrolera. Y que Pemex puede volver a fungir como reserva para el gasto
social. Ambas premisas son ilusorias, particularmente la primera.
México es el décimo productor de petróleo en el
mundo y ocupa el lugar 13 en cuando a reservas probadas. Hace 40 años ocupaba
el tercer lugar en ambos rubros. Actualmente el petróleo representa aproximadamente
el 6 por ciento del PIB y el 5 por ciento de las exportaciones nacionales. Ya
no estamos en 1981, cuando esas cifras rondaban el 28 por ciento.
En otras palabras, una mejor gestión de Pemex puede
traer un alivio para las finanzas públicas, pero en una economía diversificada,
no tiene con qué convertirse en motor del desarrollo. La paradoja es que, en
esa ilusión, se le están cortando recursos hoy a muchos otros rubros; algunos
de ellos –como la ciencia y la tecnología- podrían a la larga ser más provechosos
en términos económicos para el país.
En ese sentido, es mucho más sensata la idea del
secretario de Agricultura, Víctor Villalobos, de poner recursos para proyectos
científicos que mejoren la productividad del campo mexicano, pensando en los
productores campesinos, más que en las empresas agroalimentarias.
Si la idea, llevada al extremo, es utilizar a Pemex en
el futuro como Hugo Chávez utilizó con éxito a PDVSA a principios de siglo, es
decir como fuente supuestamente inagotable de recursos para las transferencias
directas a la población, tenemos dos problemas.
El primero es de magnitudes. Si bien Pemex es más
grande que PDVSA, México tiene cuatro veces más población que Venezuela;
además, el precio del petróleo está lejos de los 100 dólares por barril que
permitieron la ilusión chavista. El segundo es de imprevisión, porque el modelo
venezolano se vino abajo precisamente porque no se sentaron las bases para una
economía diversificada.
No mirar las evidencias suele ser fatal. Por eso
pasamos a las declaraciones de Urzúa. El hombre tiene claro que López Obrador
es un político muy hábil y con motivaciones de justicia social. Pero también
dibuja a un hombre que no escucha razones cuando se empeña en un proyecto, aun
si hay errores evidentes, y atribuye toda crítica al fantasma del
neoliberalismo. Por eso la cancelación del NAIM, la insistencia en Dos Bocas,
la resistencia a una reforma fiscal, los recortes presupuestales al aventón… la
lista es larga.
¿Qué podemos sacar de conclusión? Que seguiremos en
austeridad republicana por un rato, que se intentará usar a Pemex como palanca
del desarrollo y que tal vez sea la rejega realidad, pero no los comentarios
críticos bien intencionados, lo que haga que el Presidente cambie de ruta.
Banxico, ¿razonables o bocones?
La semana pasada, la Junta de Gobierno del Banco de
México decidió rebajar un cuarto de punto la tasa de interés de referencia. Es
la primera vez que lo hace en cinco años. Es algo que parece meramente técnico,
pero detrás de ello hay muchos elementos económicos y también políticos. Y la
reacción del presidente López Obrador al documento de Banxico genera a su vez
reflexiones y expectativas.
En México, a diferencia de otros países, la tarea básica
que tiene encomendada el banco central es exclusivamente la de contribuir, a
través de la política monetaria, al mantenimiento de una baja tasa de
inflación. La Fed estadunidense, por ejemplo, tiene una misión doble: promover
el crecimiento al tiempo que se tiene bajo control la inflación.
Esa misión estrictamente antiinflacionaria del Banco
de México deriva de dos cosas: el temor a que el banco atice la inflación
apostando al crecimiento y la hegemonía del pensamiento económico ortodoxo a la
hora de redactar la ley orgánica. Luego de años en los que la economía mexicana
se sobrecalentaba de manera reiterada, se hizo que el banco tuviera la
instrucción de soplarle hasta al jocoque.
¿Qué significa esto? Que, para evitar una
multiplicación excesiva del dinero, el banco lleva a cabo una política de altas
tasas de interés que, al tiempo que trabajan contra la inflación, inhiben el
crédito y, con él, la inversión y la creación de empleos. Se le llama política
“astringente”, porque seca la economía. Hace que haya poca liquidez.
Simultáneamente, altas tasas de interés en moneda
nacional suelen atraer al capital financiero del extranjero, a partir del
diferencial con los intereses en otros países –señaladamente, Estados Unidos– y
de las expectativas del tipo de cambio. Si no se teme devaluación, los altos
intereses atraen este tipo de inversiones.
Durante todo lo que va del siglo, México ha vivido
con altas tasas de interés y baja inflación. Al mismo tiempo, la economía ha
crecido de manera insuficiente respecto a las necesidades del país. Y hay un
rubro en particular, la inversión, que se ha estancado. Ha crecido poco en el
sector privado y ha tendido a bajar en el público. Es el estancamiento
estabilizador al que hemos hechos referencia muchas veces.
Es claro que la política astringente de Banxico ha
tenido qué ver en esto. En lo bueno (baja inflación) y en lo malo (bajo
crecimiento).
En contra de lo que cree la mayor parte de la gente,
una economía sana no es aquella que tiene una inflación de cero, sino la que
tiene una inflación “reptante”: los precios crecen, sí, pero a una tasa baja,
menor al 5 por ciento anual. Eso permite, por un lado, que la economía tenga
cierto dinamismo y, por el otro, que los precios relativos de los bienes y
servicios se acomoden paulatinamente, de acuerdo con la evolución de la
productividad en cada sector.
Una economía en la que los precios bajan es,
normalmente, una en la que cada vez hay menos consumo y menos producción. No es
el ideal.
Ahora bien, el Banco de México decidió bajar las
tasas de interés por dos razones. La primera, y más importante, es que la junta
considera que la economía del país está tan estancada que una inyección de
créditos no va a propiciar una inflación por encima de la meta del 3 por
ciento. La segunda, que a nivel internacional las cosas no pintan muy
diferentes, por lo que otros bancos centrales han hecho lo propio: el
diferencial de tasas de interés sigue siendo favorable a México.
En el documento donde explica sus razones, Banxico
recuerda que no basta con la política monetaria para pasar a un ciclo expansivo
de la economía. El crédito será más barato, pero si no hay certidumbre sobre el
futuro de la economía y la rentabilidad de las inversiones, nadie pedirá
prestado. Es necesario pasar a la certidumbre para que haya inversión privada.
Y es imprescindible que la inversión pública ayude a detonarla.
Desde hace años, la inversión en México ha ido a la
zaga. En parte por la falta de liquidez, en parte por la corrupción y mucho
porque no ha habido la inversión pública necesaria. Eso se agudizó a partir de
la elección de Trump y los nubarrones que cayeron sobre el TLC. Más tarde, decisiones
de AMLO en los sectores aeroportuario y de energía han retrasado las decisiones
de inversión.
En estos momentos, el poco dinamismo de la economía
ha corrido a partir, fundamentalmente, del consumo privado, ligado a los
aumentos salariales y a expectativas que ya no son tan optimistas como al
principio del sexenio. Al tiempo, asuntos como la incertidumbre sobre el estado
de derecho y de las instituciones, o la persistencia de la violencia atentan
contra la inversión.
Cuando el Banco de México explicó esto, con palabras
sencillas (digo, para ser economistas), al Presidente no le gustó.
Prácticamente les dijo bocones y metiches a los de la Junta de Gobierno. Ellos
simplemente subrayaban que la baja en las tasas no iba a ser la panacea, que se
requería otro tipo de acciones de parte del gobierno federal.
Ahora que se discutirá el presupuesto 2020, debería
quedarnos claro que, sin un mayor impulso al gasto y, sobre todo, a la
inversión pública, la baja en las tasas de interés servirá para reactivar la
economía tanto como la carabina de Ambrosio. Y si continúa el torpedeo a las
instituciones autónomas (del cual también es parte el reproche presidencial al
banco central), así como los cambios de señales en los contratos del sector
público, no habrá manera de esquivar la recesión.
Y una recesión daría al traste con toda la política
social instrumentada por el gobierno. Económica, pero también políticamente.
López Obrador debería saberlo.
AMLO y su estilo personal de gobernar
Está por venir el I Informe del presidente Andrés
Manuel López Obrador. Eso implica un primer corte de caja para analizar
fortalezas y debilidades de su mandato.
No siempre el primer año determina el devenir de un
sexenio de gobierno. El primer año de Luis Echeverría fue de “atonía
económica”, y luego hubo altas tasas de crecimiento. El primero de López
Portillo fue también de vacas flacas; las que siguieron fueron gordísimas, pero
con un tremendo desorden fiscal y altos niveles de corrupción. El primer año de
Ernesto Zedillo fue un desastre, luego del “error de diciembre”, pero la
economía salió a flote en los años siguientes. Tras el primer año de Calderón,
pocos se imaginaban los costos humanos de la estrategia de combate al
narcotráfico. El primer año de Peña Nieto transcurrió sobre rieles, con el
Pacto por México en funciones y una popularidad presidencial aceptable: nada
qué ver con lo que sucedió después, cuando se acabó el guión y se multiplicaron
los escándalos.
Lo que sí puede verse en el primer año es el estilo
personal de gobernar. Se ve si un presidente es represor, si es frívolo, si es
carismático o gris, si es capaz de cambiar puntos de vista sobre la marcha, si puede
improvisar, si es acartonado, si está obsesionado con el poder, etcétera.
AMLO sigue contando con el apoyo de una sólida
mayoría de mexicanos. Suelen ver las cosas positivas de su estilo personal de
gobernar, empezando porque no es como los políticos alejados del pueblo y
protegidos por nubes de escoltas del pasado reciente. Pero hay otras cosas en
ese estilo que vale la pena ver con ojo crítico.
Es con esos asegunes que podemos dar un vistazo a
los primeros meses de gobierno de López Obrador. Muchas cosas pueden cambiar,
respecto al primero, en los próximos años de gobierno. Lo que difícilmente se
modificará será el estilo.
¿Cuáles son las principales características de este
gobierno? En primer lugar, que López Obrador está empeñado en cumplir sus
promesas de campaña, aun cuando sean contradictorias entre sí o cuando generen
problemas que no estaban en el guión original.
Así, tomó la decisión, costosa para el erario y para
la relación con los inversionistas, de cancelar el NAIM. De igual forma, está
convencido en la necesidad de sacar adelante la refinería de Dos Bocas y el
Tren Maya, de convertir a Pemex en palanca del desarrollo y de aumentar los
apoyos sociales directos sin subir impuestos. Como prometido, derogó la reforma
educativa de Peña Nieto. Igualmente, cumplió en su propósito de no enfrentarse
con Trump. De inmediato convirtió Los Pinos en museo, puso en venta el avión
presidencial (que nadie ha querido comprar), dio conferencias mañaneras casi
todos los días y se ha dejado ver en puestos de comida y restaurantes típicos a
lo largo y ancho del país.
Algunas cosas las tuvo que disfrazar. No sacó al
Ejército de las calles; convirtió a una parte de las fuerzas armadas en Guardia
Nacional. E invoca la Guardia para todo. Igual va contra el huachicol que,
ahora, contra los feminicidios. No por ello ha disminuido la violencia; los
datos y la percepción social indican que ha aumentado. El Presidente ha
insistido en una parte sustancial de su estilo personal: la idea de que sus
llamados paternales a que la gente “se porte bien” pueden tener algún efecto.
No es así, y la mejora en seguridad es el más grande pendiente que tiene su
gobierno.
El propósito de mantener equilibrio fiscal, sin
nuevos impuestos, al tiempo que se destinan grandes cantidades a los programas
sociales prioritarios de AMLO, resultó en una gran cantidad de recortes, hechos
sin una verdadera ingeniería presupuestal. Hay graves afectaciones en materia
de protección al medio ambiente, en ciencia, cultura y, notablemente, en salud.
Ha privado la lógica de los cortes de tajo allí donde se sospecha que puede
haber corrupción, del “primero recortas y después viriguas”. Y todo ello ha
redundado en una menor eficiencia del quehacer público: por una parte,
subejercicios en el gasto; por otra, una serie de injusticias personales. El
resultado general: menor eficiencia.
Subrayo que el concepto de que primero hay que
limpiar, tirando a menudo al niño con el agua sucia de la bañera, para después
reconstruir, está en el centro de la concepción que tiene López Obrador de su
gobierno. Lo suyo no es andarse con filigranas ni utilizar el bisturí, para
hacer una limpia quirúrgica, sino cercenar para después rehacer.
Esta combinación de elementos es la que explica que,
en contra de las expectativas, la economía mexicana no haya crecido en estos
meses. Decisiones de inversión se han quedado atoradas por las razones más
diversas: por desconfianza en espera de nuevas reglas de juego, por
subejercicio público, por dificultades burocráticas con funcionarios
improvisados, etcétera. La pregunta que todavía no puede contestarse es si eso
se irá arreglando en los años siguientes.
Otro elemento que define el estilo de este gobierno
es la centralización. La de los gastos, en la Secretaría de Hacienda; la de las
decisiones políticas, en el Presidente de la República. Esta centralización,
necesariamente, hace que los procesos sean más lentos. El gobierno cada vez
funciona menos como red y más como pirámide, como en los viejos tiempos.
La centralización viene de la mano con el ataque o, cuando
menos, con el ninguneo a todas las instituciones ajenas al Estado. Es lo que
José Sarukhán ha llamado la “autonomofobia”. No importa su origen o su misión,
las instituciones autónomas, desde el Consejo Regulador de Energía hasta la
Comisión Nacional de los Derechos Humanos, son vistos con suspicacia. Porque no
hay relación piramidal con el gobierno, porque pueden tomar decisiones
políticas independientes. No se toma en cuenta su papel en la densificación de
la democracia mexicana, ni cómo ayudan a procesar la pluralidad en el país.
El Presidente tiende a cerrarse ante las críticas. A
menudo ve intenciones malévolas en ellas, aunque sean de buena fe. Y a cada
rato se inventa “otros datos”. Pero ha habido ocasiones en las que ha tenido
que rendirse ante la realidad, y rectificar. Quien se echa a cuestas la tarea
de convencer a López Obrador de que está equivocado, se echa a cuestas una
tarea titánica. Pero no imposible.