Si algo hubo alrededor de la toma de posesión de
Andrés Manuel López Obrador ha sido la proliferación de nuevos símbolos, que es
parte integral de la transformación del país que pretende el nuevo gobierno.
Empecemos por lo primero. El nuevo logotipo del
gobierno federal. Queda fuera el águila, y es sustituida por cinco héroes
patrios, reconocibles para toda la población. Hidalgo, Morelos, Juárez con la
bandera, Madero y Cárdenas. La intención es evidente: son los representantes de
las anteriores tres transformaciones; López Obrador representa la cuarta. Y el
logo no dice “gobierno federal” o “gobierno de la República”, sino “gobierno de
México”. Tampoco es dato menor. El nombre de México llega más adentro.
Otro símbolo fue la apertura de la residencia de Los
Pinos, como presunto museo. Olvidemos que fue obra de uno de los héroes que
aparece en el logotipo. Lo importante es que la gente común pueda pasearse por
donde antes estuvieron los otros presidentes, constatar los lujosos acabados,
los amplios espacios. Pensar en las diferencias con su propia vivienda. El
juego simbólico es que sea como visitar el Castillo de Chapultepec y ver la
tina de Carlota o el despacho de Porfirio Díaz. Con ello, constatar que se ha
dado el cerrojazo a una parte de la historia.
Simbólico, sin duda, es el uso del auto blanco
compacto y la ausencia del Estado Mayor Presidencial. Allí hay una diferencia
radical con presidentes anteriores, pero muy especialmente con Peña Nieto, la
camionetota y los convoyes llenos de personal del EMP. Lo que en uno era tomar
distancias del pueblo llano, salvo si trataba de una selfie con admiradores en situaciones bajo control, en el otro es
la búsqueda de identificación y el baño de masas.
Uno de los ejercicios que se hacen con grupos de
enfoque en elecciones es identificar a cada candidato con un auto. En las
condiciones sociales actuales, el que sea identificado con una Suburban está
perdido.
Eso también significó que, en vez del jefe del
Estado Mayor, esta vez estuvieron unos cadetes detrás del Presidente. En vez del
oficial de alto rango, jóvenes bien escogidos por su porte, un hombre y una
mujer. Al mismo tiempo que contrastaban con López Obrador, daban la idea de la
juventud que apoya a la experiencia.
Luego están la ceremonia con representantes de
pueblos indígenas y el acto en el Zócalo. La ceremonia ha sido criticada por
diferentes razones, entre otras que no es algo novedoso. Al menos desde López
Mateos ha habido entregas del bastón de mando. Evidentemente se trata de un
acto sincrético, con elementos new age
y tintes religiosos (ahí está AMLO con una cruz entre las manos, como el criticado
Vicente Fox) y controlado desde arriba.
Al mismo tiempo, sin embargo, tuvo otras
características que lo hicieron diferente. Hacerlo en el Zócalo, en el ombligo
del país, y el día de la toma de posesión (no en campaña o en una gira, como
sus antecesores) es un dato no menor. Arrodillarse ante un indígena también es
fuertemente simbólico. Y al final, a la hora de la foto, aquello parecía una
versión de un mural de Diego.
El propósito de lanzar un largo discurso en el
Zócalo, así como la promesa de hacerlo cada año, después del Informe de
Gobierno, también tiene su simbolismo. El Presidente le habla a los poderes de
la Unión en el evento formal. A la democracia representativa. A los
representantes de la justicia y a los poderes fácticos. Pero no se conforma con
ello. Luego va y habla directamente con el Pueblo, así como mayúsculas. A la
democracia directa. Y el Pueblo es lo mismo que los seguidores más fieles, que
los participantes en la comunidad de la fe en el líder carismático. Ese pueblo
que va a decirle que sí a todo.
El contenido de los discursos, lo han dicho ya
varios, emana una clara nostalgia por un pasado mítico, en el que las
condiciones del contexto internacional eran otras. Y tiene además la característica
de ver al México de hoy como si fuera el de la juventud de Andrés Manuel:
población y recursos naturales como sus activos más preciados. México es una nación
industrial y la aspiración debería ser moverse hacia los servicios, la
tecnología y la economía del conocimiento. Pero no es así, y en eso López
Obrador coincide con la visión de las mayorías, que han aprendido a ver así el
país, como el cuerno de la abundancia natural que nunca da sus frutos a la
gente. Una versión falseada, pero bien enraizada entre la población.
Finalmente, deshacerse del avión presidencial, otro
ejemplo de lejanía, con todo y cama king-size.
No importa si es o no un despropósito en términos económicos. La simbología
está allí y es lo que cuenta.
En resumen, tenemos un Presidente que sabe utilizar
los símbolos para consolidar su poder. De eso se trata, en sentido estricto. Puede
parecer una obvia manipulación de sentimientos y emociones. Pero vale recordar
que precisamente fueron sentimientos y emociones los que lo llevaron a ganar
las elecciones, no un frío análisis racional de diagnósticos y propuestas. Si
no, pregúntenle a Ricardo Anaya.
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