En enero de 2016 publiqué en este blog un texto sobre las
ucronías, ejercicios literarios de ficción que reescriben la historia,
especulando a partir de algunos hechos que la habrían cambiado. Cada una de
ellas es la recreación de un mundo paralelo cuyas diferencias con el actual nos
deben mover a la reflexión.
En aquel texto me quejé de la notable escasez de
ucronías mexicanas que atribuí a que los mexicanos, en el fondo, le tenemos demasiada
reverencia a la Historia, con mayúsculas.
Casi tres años después acaba de aparecer una ucronía
mexicana, la novela Si tú quieres, moriré,
de Gerardo Laveaga. En ella, el autor se imagina que, en uno de sus intentos
tempranos por convertirse en el hombre indispensable, cuando va camino a
retomar el poder, Antonio López de Santa Anna es expulsado por su caballo, se
rompe el cuello y muere. Este suceso, que encumbra como presidente a Valentín
Gómez Farías, desencadenará otros, en los que quien participa como principal partera
de la historia no es la violencia, sino una bella y astuta mujer, totalmente
ficticia.
El quid de la novela de Laveaga es una suerte de
“compromiso histórico” entre los liberales y al menos una facción de los
conservadores (no de todos: a los extremistas de ambos bandos terminan
pasándolos por las armas) que permite, no sin contradicciones, la desaparición
de los fueros, el desarrollo educativo y la promoción de la industria y el
comercio. Ese país posible que Laveaga imagina pierde Texas –no a través de una
guerra-, pero es capaz de conservar el resto del territorio que Estados Unidos
se llevó, es una nación respetada, que dirime de manera pacífica sus
diferencias internas y que se dirige con claridad a la prosperidad. Una nación
que no tuvo guerra civil ni tendría intervención francesa.
La intención de Laveaga, tal vez tardía, es trazar
paralelismos entre esa etapa de la historia nacional y la actual. Recordemos
que la generación que consumó la independencia de México, que es la de los
personajes de la novela, se caracterizó por el oportunismo. Salvo unos cuantos
convencidos –que no casualmente son los personajes centrales: el liberal Gómez
Farías, el conservador Lucas Alamán, el gran reformador Francisco García
Salinas– la mayoría de la clase política de entonces se la pasaba en un vaivén
constante de posiciones. En medio de la disputa entre centralismo y federalismo
–que en realidad era una batalla en pro y en contra de los fueros– cambiaban de
posición a conveniencia, mutaban alianzas y hacían del transformismo político
práctica cotidiana. Esbozaban proyectos de nación, pero por encima de ellos a
menudo pasaban los proyectos personales: el poder por el poder mismo. Y
luchaban encarnizadamente, de espaldas al país, por obtenerlo o mantenerse en
él. Todo ello, envuelto en una gruesa capa retórica: cada caudillo se declaraba
dispuesto a derramar por la patria hasta la última gota de su sangre.
Esta falta de principios que pretende sustituir con
demagogia la falta de rumbo, ese boato y ese gusto por el encono han sido
características, también, de la generación de la “consumación de la
democracia”. La diferencia, a favor nuestro y en contra de nuestros
compatriotas del siglo XIX, es la existencia de instituciones democráticas, que
algunos miembros de la actual generación contribuyeron a edificar. Estas
instituciones son el valladar contra el caos.
Regreso a la novela. El México pujante de mediados
del siglo XIX que pinta Laveaga es posible de imaginar porque se liberaron los
detonantes de su desarrollo. Si atendemos las tasas históricas de crecimiento
de la economía mexicana, veremos que durante el periodo inmediatamente
posterior a la independencia, fue de la mitad del promedio mundial y que a
partir de las Leyes de Reforma, que liberaron tierras y capital de “manos
muertas”, fue uno de los más dinámicos del mundo: 60 por ciento más que el
promedio global. La eliminación de fueros es la clave.
Si analizamos los datos históricos, encontraremos
que hay una correlación positiva entre estabilidad político-institucional y
dinamismo de las economías (en el caso mexicano, esa estabilidad ha tendido a
ser autoritaria). La democracia en México ha sido socialmente ineficaz no por
democrática, sino por la incapacidad de sus principales actores para generar
acuerdos duraderos, y para acabar con los nuevos fueros, el boato y los
privilegios, que siguen estando en el centro de todos los problemas nacionales.
Esto es también un asunto de valores. Los que no
tuvo la generación dominada por Santa Anna (y ahí está tal vez la parte utópica
de la ucronía de Laveaga: suponer que los hombres de principios eran capaces de
imponerse, no sólo a sus pasiones ideológicas, sino a la caterva de
oportunistas que les rodeaba). Es un asunto de poner por delante la solidaridad,
la justicia, la honestidad, el trabajo como formador de riqueza material y
espiritual, la educación integral… No es poco.
Agrego un par de apuntes: una debilidad y una fortaleza de la novela. La debilidad es que la época que aborda Laveaga tiene la desgracia de que, a pesar de su relevancia en el devenir del país, es poco estudiada y poco conocida por la mayoría de los lectores (por ejemplo, yo no sabía de la existencia de ese personaje real que fue Francisco García Salinas) y, como la historia verdadera es a veces tan absurda, es fácil que el lector confunda lo histórico con lo ficticio. La fortaleza es que Laveaga aprovecha bien los espacios que abren las ucronías para ser juguetón. Permiten, por ejemplo, jugar con la relación entre Alexander von Humboldt y Lucas Alamán, con el futuro de Estados (Des)Unidos, con Manuel Payno escritor de ucronías distópicas y con campañas electorales inverosímiles (Juárez contra Miramón) que de repente, en esa realidad alterna, llegan a ser creíbles.
Finalmente, una especulación. ¿Qué tal el mundo en el que vivimos es el alterno, ese mundo raro en el que en Estados Unidos ganó Donald Trump y Brasil vota por un fascista? ¿Si de verdad hay otro México cuya frontera llega a San Francisco y sus historiadores debaten acerca de las presidencias de Alamán y García Salinas?