Se cumplen 50 años del movimiento
estudiantil de 1968 y será útil para la sociedad hacer un ejercicio de memoria
colectiva, que sirva no sólo para entender aquella circunstancia y momento,
sino también para comprender mejor algunos de los resortes políticos del México
de hoy.
Un problema que se ha hecho notar en las nuevas
generaciones es la propensión a condensar la historia reciente en una cosa
nebulosa llamada “el pasado”. En vez de una visión más o menos ordenada sobre
distintos procesos históricos que se sucedieron en orden cronológico, a menudo
tenemos una revoltura confusa en la que se mezclan elementos de décadas muy
distintas y, encima de eso, se considera que al final no importa, al cabo que
ya pasó.
No es así. El largo y sinuoso proceso de
democratización de México tuvo sus prolegómenos en los años cincuenta, pero
tiene como base aquel movimiento estudiantil que se gestó cuando el sistema
autoritario unipartidista estaba en su cénit, y a punto de presumir al mundo
sus logros, a través de la organización de los juegos de la XIX Olimpiada.
Lo que empezó como una represión excesiva a desmanes
estudiantiles –probablemente, una torpe maniobra gubernamental para tener
encarcelados a los comunistas durante los juegos olímpicos–, continuó con un
despertar estruendoso de las clases medias escolarizadas, tuvo su momento más
negro en la Plaza de las Tres Culturas y desembocó en una sociedad que exigía
más participación política y una relación distinta con el poder. El México
moderno no se entiende sin ese cambio.
El concepto de gobierno paternalista es ya lugar
común en los análisis políticos. Pero si hubo alguna vez un “Papá Gobierno”,
ese era el de Díaz Ordaz. No principalmente por el lado de las dádivas, que ha
sido una característica de siempre, sino sobre todo por la idea de que la
población era considerada como menor de edad en términos políticos. Al gobierno
se le debía respeto y obediencia. Un gobierno que era como don Cruz Treviño, el
padre atrabiliario de “La Oveja Negra”.
Cuando estalló el movimiento, la primera reacción
gubernamental no fue la de dirigirse a los estudiantes, sino a sus padres. Instaba
a los progenitores a hacerse responsables del buen comportamiento de sus hijos,
a quienes consideraba abiertamente incapaces, auténticos menores de edad. Bajo
esa lógica profundamente miope, era imposible que las demandas democratizadoras
fueran obra de los estudiantes porque los niños no piensan por sí mismos:
alguna mano ajena y adulta (no podía ser sino otro gobierno) era la que los
estaba azuzando.
Durante aquellos meses de 1968 la propaganda del
gobierno fue tan abrumadora, que en las secciones de sociales de los periódicos
se podían leer consejos a las madres, para que les explicaran a sus hijos
pequeños que, aunque sus hermanos fueran estudiantes, eso no quería decir que
fueran malos.
Se trataba de un gobierno que se había aislado de la
realidad de aquel México en acelerado proceso de modernización, que se había
intoxicado en su propia retórica nacionalista y que no entendía que las clases
medias que había ayudado a crear no se conformaban con tener electrodomésticos,
sino que buscaban espacios más amplios de libertad personal y social.
Frente a ese gobierno se plantaron los jóvenes
beneficiados por los gobiernos emanados de la revolución, que habían tenido
acceso a la educación superior –a menudo, eran los primeros en su familia– y
que, para decirlo en palabras de Luis González de Alba, dieron un manotazo en
la mesa de las tías.
Porque, más allá de las demandas de cese a la
represión, destitución de mandos y derogación de artículos persecutorios, y más
allá del proceso de ideologización que acompañó al movimiento, lo que hicieron
los estudiantes aquel año fue una fiesta. Fue romper filas ante quienes los
querían dóciles y uniformados y bien dispuestos a continuar llevando el país
por la senda del desarrollo, bajo la sabia dirección gubernamental.
También fue un despertar como ciudadanos,
entendiendo el concepto de ciudadanía como algo colectivo y participativo.
Exactamente lo contrario de lo que suponían las autoridades: para ellas, el
individuo que se comportaba de manera ordenada era un ciudadano; quien lo hacía
de manera colectiva –y no controlada por el PRI– ya no lo era: se convertía en
un agente de la disolución social: en un delincuente, contrarrevolucionario y
antimexicano.
En otras palabras, cualquier oposición organizada era
vista como obstrucción a las tareas patrióticas del gobierno. ¡Qué sociedad
civil ni qué ocho cuartos!
El manotazo del 68 fue cultural y político. No fue,
en principio, un movimiento de las clases trabajadoras ni tenía en primer lugar
a las reivindicaciones sociales, aunque la dirigencia fuera de izquierda. Fue
primordialmente clasemediero, y sus efectos fueron permeando al resto de la
sociedad a lo largo de los años.
La cruel represión de que fueron objeto los
estudiantes –no debemos olvidar, de paso, que los dirigentes pagaron un duro e
injusto precio de tortura y cárcel– creyó haber aplastado ese movimiento
libertario, y convertirlo en sólo un momento. Pero no fue así. Ya el cambio
estaba en marcha, destinado a romper los moldes de un sistema que había dado de
sí.
La transformación fue paulatina, pero constante. Los
avances en materia democrática se fueron dando, en parte por necesidades de
adaptación del sistema, pero sobre todo porque el 68 mexicano había abierto
camino a las libertades, originado inquietudes en las conciencias; porque había
sido semilla de muchas organizaciones políticas y sociales, de medios de
comunicación de nuevo tipo, de grupos organizados de trabajadores del campo y
la ciudad.
Antes del 68 había un erial; después, florecieron la
nueva sociedad política y la sociedad civil.
No es cualquier cosa. Por lo mismo, vale recordarlo,
y no poner todo el pasado revuelto en una misma cubeta.