En el año 1983 escribí en el semanario Punto, un texto que se llamaba “Siete
ciclos económicos”, que describía lo que, a mi entender, estaba pasando en el
país. Uno de los ciclos lo titulé “T-G-D” (es decir, Tortilla-Gasolina-Dólar). Se refería a la espiral inflacionaria desatada a partir de la devaluación del
peso, convertida en una bola de nieve.
Hoy, el ciclo T-G-D amenaza con volver a atenazar la
economía mexicana, con la salvedad de que ha empezado al revés, con la
depreciación de la moneda mexicana en los mercados cambiarios.
Cada uno de los bienes que dan nombre a este ciclo
es representativo de un mercado estratégico. Veamos.
El dólar suele ser fundamental en los mercados financieros,
ya que es común que las autoridades monetarias intenten evitar corridas
especulativas contra el peso a través de la manipulación al alza de las tasas
de interés, que luego golpean todo el sistema.
Las gasolinas, si bien son consumidas prevalentemente
por el tercio más rico de la población, que se transporta en vehículos
particulares, tienen la característica de guiar los precios de los energéticos,
que son insumo en la producción y distribución de casi todas las demás
mercancías. Son clave en la generación de electricidad y, con ello, de casi
todo lo que se produce. Y además todos sabemos que los jitomates no se
transportan solos al mercado.
La tortilla aquí funciona como el bien más
representativo de la canasta básica de los mexicanos. Es un producto cuyo
precio, en relación al salario, se convierte en un termómetro importante del
nivel de bienestar de la población más pobre.
Cuando se gestó la crisis de los años ochenta, la
disminución en el subsidio a la tortilla –derivada de la crisis fiscal del Estado–
y un aumento a las gasolinas –nuestro desbalance entre producción de petróleo
crudo y refinado es histórico– dieron la voz de arranque a las fases finales de
la especulación que destrozó al peso y, de paso, a los sueños de abundancia que
llegó a manejar el gobierno.
Lo que pasó a continuación fue la espiral T-G-D: la
búsqueda de parte de empresarios y de no-asalariados para reponerse de pérdidas
reales o previstas, en una carrera inflacionaria delirante; el desplome
salarial generalizado, devaluaciones en cadena y, sobre todo, la ruptura del
pacto social, que había determinado una distribución del ingreso en la que,
aunque de manera desigual, todo mundo había obtenido beneficios.
Aquella espiral acabó con un tipo de distribución
del ingreso e impuso otro, más inequitativo.
A diferencia de aquellos años, llevamos más de tres
lustros con una inflación contenida. Ha habido, sí, pérdidas del peso frente al
dólar, pero no han derivado en problemas macroeconómicos relevantes ni en un
nuevo cambio en la distribución del ingreso. A cambio de esa estabilidad, la
economía mexicana ha crecido muy lentamente. El “estancamiento estabilizador”.
Se sabía que la victoria de Trump iba a generar
presiones contra el peso. Se sabía, también, que el Banco de México respondería
a esas presiones de la única manera que sabe hacer: aumentando las tasas de
interés (y, con ello, los costos financieros de las empresas). Se sabía,
finalmente, que todo ello iba a generar incertidumbre en el área fiscal y
obligar –en la lógica ortodoxa– a un presupuesto austero.
En ese contexto, que es también el de precios del
petróleo al alza y de la incapacidad estructural de México para producir
suficientes derivados, se toma la decisión de un aumento a las gasolinas del
orden del 20 por ciento, previo a una liberación escalonada por entidades a lo
largo de este 2017.
No se trata de un nuevo impuesto. Es el resultado
inevitable de la combinación de la depreciación del peso y la imposibilidad de
subsidiar el combustible. Pero el caso es que teníamos D, y ahora tenemos D-G.
El aumento al precio de las gasolinas ha provocado
enojo. Enojo clasemediero, en primer lugar, porque el coche es templo. Pero
también enojo social, por aquello de que se vendió que la reforma energética iba
a bajar los precios de todo lo que ahora está subiendo. De estos enojos, no
pocos políticos sacarán raja.
Pero más allá del enojo, lo preocupante es que se
entienda el aumento a las gasolinas como la voz de “arrancan” para una escalada
de precios. Que cada quien sienta que es su oportunidad para adelantarse a una
aceleración inflacionaria. Si eso sucede, vivirán –viviremos todos– una
profecía autocumplida.
Por eso, es hoy más importante que nunca evitar la
tercera parte del ciclo: la T. Si el kilo de tortillas aumenta un 20 por ciento,
y se achaca el incremento a las
gasolinas, entonces es el inicio del ciclo y que Dios nos agarre confesados.
Si al gobierno le interesa mantener el barco
medianamente en rumbo, así sea entre tumbos, bien le vendría hacer política
sectorial para frenar cualquier intento de aprovechamiento de la situación. Si
se permite que un sector productivo lo haga, todos van a querer.
El último de aquellos siete ciclos del texto de 1983
era el D-R-D (Declaraciones-Regaños-Declaraciones). Si, en vez de negociar y
explicar con seriedad la gravedad de la situación, el gobierno se pone a
regañar o intenta dar atole con el dedo quesque para que no nos sintamos mal,
le va a pasar lo mismo que al de hacer tres décadas, y las urnas empezarán a
cobrar factura desde este 2017.
No puede ser que, 34 años después, no hayamos
aprendido ciertas lecciones. O, desgraciadamente, sí puede ser.
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