Me lo dijo hace años un cubano: “Fidel es un hijo de
puta, pero es mi padre”. Resumía en esa frase la contradictoria sensación de
muchos de sus compatriotas ante ese hombre que les definió la vida entera, ese individuo
que fue portento de la historia, y que ahora ha muerto.
El fallecimiento de Fidel deja a muchos en una
extraña orfandad. Se ha ido quien les dio razón de vida y, al mismo tiempo, les
hizo la vida imposible. Esa figura a veces sabia, pero siempre atrabiliaria. La
guía que no los dejaba crecer y los castigaba si pensaban por sí mismos. El
patriarca que daba, pero que exigía sacrifico constante y adoración. El mito
viviente y aplastante.
En algún momento, Fidel declaró que había sido
marxista toda su vida. Por lo menos lo fue en su obsesión con la Historia, esa
que se escribe con mayúsculas y cuyo avance implacable vale más que cualquier
vida humana. Lo trágico es que la Historia –su concepción maniquea de una
Historia que absuelve o condena- le
importó más que sus millones de hijos.
En realidad, la formación de Fidel fue otra. Las
fuentes de las que abrevó su generación revolucionaria estuvieron lejos del
socialismo científico y cerca del idealismo retórico de hace un siglo. José
Enrique Rodó y José Ingenieros. No fue El
Capital; fueron Ariel y El Hombre Mediocre.
Rodó advertía contra la “nordomanía”, la penetración
cultural estadunidense, y proponía la unidad
latinoamericana frente al
imperialismo, para hacer una revolución guiada por seres humanos educados moral
e intelectualmente.
Ingenieros dividía a la población en inferiores,
mediocres e idealistas. A estos últimos les tocaba la tarea de perseguir
quimeras y, en esa tarea, quemar el pasado y abrir paso al porvenir. Les tocaba
ser pastores de las masas, ese inmenso rebaño que aprendería a pensar con la
cabeza del idealista.
Estos pensadores de hace un siglo no eran
democráticos en el sentido moderno de la palabra. Imaginaban una casta superior
–no por su clase social, sino por sus ideales– que guiaría a los pueblos a su
dicha. A final de cuentas, prepararon el camino ideológico para el surgimiento
del populismo latinoamericano, para la llegada de los caudillos, de los
patriarcas, de los déspotas ilustrados. Fidel fue el máximo y más exitoso
exponente de esa estirpe y el único que de verdad se enfrentó a la “nordomanía”
y al imperialismo norteamericano. Que
haya aderezado su acción con una barnizada de marxismo aprendido a las carreras
es resultado de la geopolítica del momento.
¿En dónde se juntan el idealista Fidel y el marxista
Guevara (en versión trasnochada de Mariátegui)? En la idea grandilocuente del
“hombre nuevo”, que desecha la condición humana y pretende una nueva
construcción, totalmente ideológica, en la que la transformación de la
conciencia convierte a las personas en apasionados seguidores del ideal
revolucionario (en fanáticos o en feligreses, diría el crítico).
Tras la vorágine revolucionaria popular que derroca
al dictador, Fidel encabeza a una casta de idealistas que –obligados
rápidamente a enfrentarse al imperialismo de la época– dan un vuelco radical a
su movimiento de masas, e intentan crear al “hombre nuevo”, sin que existan las
condiciones objetivas para ello.
El resultado, más de medio siglo después, no deja
dudas de que fue un fracaso. Los hijos, los millones de hijos de la Revolución
del Comandante en Jefe Fidel Castro, lo intentaron, pero no fueron diferentes a
las demás personas. Repitieron las consignas. Por algunos años incluso creyeron
en ellas. Quisieron ser distintos, para complacer al padre. Hicieron trabajo
voluntario. Aceptaron sacrificios (la tarjeta de racionamiento, el más
representativo). Jalaron p’alante. Pero eran humanos, al fin y al cabo. Nunca
podrían, y nunca pudieron, ser como lo exigía el padre (o el padrastro, que era
más rígido, además era argentino y qué bueno que se largó al Congo y a morir a
Bolivia).
Y Fidel siempre recordaba a los muertos. A sus
compañeros del asalto al Cuartel Moncada. A los caídos en Sierra Maestra. A los
de Playa Girón y la Ciénaga de Zapata. El cubano vivo tenía que rendir eterno
homenaje a los muertos con trabajo, sudor, disciplina política. El padre a cada
rato le decía a los hijos vivos lo buenos, lo generosos que habían sido sus
hermanos muertos, con los que no se podían comparar.
Fidel era un padre que sabía de todo. Era experto en
pesca, en finanzas, en industrialización, en agricultura, en cocina, en
deportes, en lo que dijeras. Y si fallaba la Zafra de los 10 Millones, si fracasaba
la Industrialización Instantánea, si el Sistema Financiero Presupuestado se
convertía en un hoyo sin fondo, si la Revolución Energética significaba
apagones de horas en toda la isla, por años enteros, no era culpa de Fidel, que
sabía lo que ordenaba, sino de los hijos malagradecidos. Ya se sabe que las
leyes objetivas de la construcción del socialismo son las leyes subjetivas del
Comandante en Jefe.
Y era un padre que siempre te vigilaba. Que hacía
que unos de sus hijos denunciaran a otros, a los que hubieran mostrado el más
ligero signo de deslealtad y desobediencia. Esa vigilancia trastocó las
relaciones sociales: generó un miedo mortecino a decir las cosas, porque el
vecino podía ser chivato; generó una cultura de la simulación (los más
ardientes revolucionarios de repente aparecían en el Mariel, en un bote que los
llevaría a Miami), de la sospecha (es mi socio, mi amigo, ¿no será informante
del Minint?), de las peores traiciones. Ningún antídoto mejor contra “el hombre
nuevo”.
Fidel era un patriarca de largos sermones.
Larguísimos. Discursos interminables que había que diseccionar para adivinar
sus deseos, y poder cumplirlos.
Pero hablaba bonito. Era enorme orador. Sin retórica
revolucionaria no habría habido Revolución. Era un padre que sabía hacer sentir
orgullosos a sus hijos. Que les dijo que eran mejores que otros. Que les vendió
con éxito –al menos por tres décadas– la idea de dignidad nacional. Que igualó
sus condiciones materiales en la pobreza, pero no –casi nunca- en la miseria.
Y sí, con Fidel al frente, Cuba tuvo logros notables
en educación, en salud, en deporte. Eso, a cambio de vivir en el Castillo de la
Pureza revolucionaria.
El padre titánico y tiránico ha muerto. Hace rato
que dejó el control de la casa al tío, un hombre pragmático que no tiene su
carisma pero sí más sentido común. Aún así, el sentimiento de orfandad existe.
Fidel, Fidel/ ¿Qué tiene Fidel/ que los americanos/ no pueden con él?
Cuando un patriarca de ese tamaño muere, hay un
duelo necesario e imprescindible. Después de ello toca a las nuevas
generaciones la tarea de madurar de prisa, de ser ellas las dueñas de su propio
destino. Se acerca el momento de la reconstrucción política de Cuba y deben ser
los propios cubanos, soberanos, y nadie más, quienes decidan las formas.
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