miércoles, diciembre 21, 2016

Adictos al clic

Hace años, la gente se enteraba de las noticias fundamentalmente a través de los periódicos. Los diarios eran, como decía Hegel, la oración matinal del hombre moderno.

En esa época, la lectura de noticias solía tener su momento del día y su orden específico. De acuerdo con los gustos, uno iba hojeando las distintas secciones, deteniéndose un rato en el texto de algún editorialista o en alguna crónica bien escrita, o se ponía a hacer cuentas con las estadísticas deportivas disponibles.

De hecho, muchos periódicos tradicionales –esos que tienes que desplegar ampliamente para leerlos– se dividían en secciones separables, que a veces se repartían entre los miembros de la familia, según sus preferencias.

Las personas también solían comprar revistas mensuales o semanales, casi siempre de acuerdo con sus intereses especiales. Había quien las compraba de política, quien de futbol o beisbol, quien de temas culturales. Y había revistas que tenían de todo, como en botica. Para leer en ratos libres, pero después del obligatorio periódico matutino.

Cuando la televisión se hizo masiva, no faltó quien pensara que desplazaría a los medios impresos. La gente iba a tener las noticias gratis.

No fue así. El hecho es que un diario tamaño tabloide tiene, en promedio, 40 veces más información escrita que un noticiero de 30 minutos, y suele ser leído en aproximadamente el mismo tiempo. No están, por supuesto, los videos, que –en determinadas ocasiones, pero no como regla– generan interés por su inmediatez y su espectacularidad. También resulta mucho más fácil para la TV grabar sucesos importantes que suceden en el momento: un diario tiene que hacer una edición especial y el suceso debe ser muy relevante (el ejemplo más reciente es el ataque a las Torres Gemelas). Pero nunca la pantalla chica ha podido sustituir a la prensa.

Sin embargo, el advenimiento de la televisión de masas provocó cambios importantes en el periodismo escrito. Ya no era tan atractivo salir con la nota que la televisión había manejado la noche anterior. Y si era de horas antes, todavía menos, sobre todo con la multiplicación de la radio noticiosa. Las noticias duras se convertían en “pan duro” con una rapidez antes no sospechada.

Eso obligó a la gente de prensa a hacer dos cosas: una, aprovechando que tiene más espacio, es dotar de contexto analítico o histórico a la nota del día; con ello se generaba un plus que la televisión era incapaz de ofrecer. Otra, generar notas de investigación, exclusivas de interés que ningún otro medio podía entregar.
De ahí surgió el método de competencia que todavía prevalece. Ya no es “ganar” la nota, sino quién la presenta de manera más interesante, o quién es capaz de fijar agenda. Al mismo tiempo, cobró más relevancia relativa otra zona en donde cada periódico es diferente: las plumas de opinión.

La irrupción masiva de la tele está ligada con cambios en las formas de comunicación y de control político. Si antes se trataba de convencer con argumentos, ahora –de manera creciente– se trata de seducir con ideas-fuerza. Si antes importaban la plaza, la escuela, la opinión publicada, ahora –cada vez más– importan la red social, la pantalla, la opinión pública medida en encuestas.

En los últimos lustros nos hemos estado moviendo, lenta pero consistentemente, del periodismo de información al periodismo de entretenimiento. Cada vez se piensa menos en informar y formar opinión (¡qué vieja suena ya la frase!) y cada vez más en complacer al cliente. Cada vez menos en la construcción de un nicho estable de lectores y cada vez más en la búsqueda frenética de compradores.

Lo último se ha hecho más que palpable con el advenimiento del internet como herramienta privilegiada de información. Con la red, todos hemos variado notablemente la forma en la que consumimos noticias, opiniones y cosas que parecen noticia o que parecen opinión.

Lo primero es que ya se perdió el orden. Para muchos –en especial para quienes ya no consumen la prensa escrita– el día comienza con una verdadera avalancha de información en las redes sociales. Esta avalancha no suele estar jerarquizada, y uno la va digiriendo a cómo puede. Se entrecruzan notas del momento, noticias del día anterior, análisis más o menos inteligentes, notas triviales que los buscadores de Silicon Valley piensan que pueden interesarte, discusiones más o menos baladíes entre tuiteros o amigos del Facebook, chistes varios, videos de perritos, vínculos a blogs, frases célebres, tests, encuestas y algo que se está grabando en Periscope. Un arroz con mango.

En medio de esa avalancha, la prensa escrita tiene que buscar su nicho. Tiene que insistir en su canon, en señalar lo que le parece relevante. Tiene que enviar el mensaje de la noticia que importa, de la opinión que considera que vale la pena. Y tiene que hacerlo de manera atractiva, que compita no solamente con los otros diarios, sino con todo lo demás que hay en la red, que es, literalmente, un mundo.

También, por supuesto, puede hacer otra cosa. Ponerse a buscar clics de manera frenética, pensando en mejorar sus métricas –que no su número de lectores– y, con ello, su posición en los buscadores y en los compradores de publicidad pública o privada, que utilizan ese criterio para definir pautas y precios.

Es una cosa lamentable ver cómo hay diarios, otrora serios, que se han vuelto, en sus versiones web, adictos al clic, junkies de lo viral. Noticias, opiniones, análisis, contexto, han dejado su lugar al envío de mujeres semiencueradas en los avisos en el celular, insistencia en los #Lores y #Ladies que hacen gala de su falta de civismo, largas disquisiciones sobre los XV Años de Ruby, noticias más triviales que el chisme más ligero de la farándula y videos de accidentes. Todo, envuelto en insinuaciones para hacer más tentador el clic que se multiplicará por mil. Lo de menos es ser leídos.

Hay hechos que se han vuelto virales en la red por el interés humano de la historia que tienen, o porque son de verdad espectaculares. Pero la mayoría lo son por el morbo de la gente. Hace rato que varios medios no lo distinguen. Están demasiado ocupados en su ansia, arrastrándose en pos de un pinchazo: el clic del internauta.

En el camino, la sociedad pierde. Hay más información, pero no está mejor informada.


Posverdades y pitufos asesinos




Cuando apareció la posverdad como nueva palabra (aunque yo digo que hubiera sido más elegante post-verdad), lo primero que se me vino a la mente no fue el bulo, difundido en internet, de que el Papa Francisco había apoyado a Trump, sino la declaración de una campesina serbo-bosnia, durante la guerra civil yugoslava, de que la gente había visto, flotando en el río, a niños cristianos crucificados por los bosnios musulmanes.

La posverdad es una confianza en afirmaciones que pueden parecen realidad, pero no lo son. Esa confianza parte de preconceptos y de sensaciones: en la práctica ni siquiera importa si quien la acepta asume la mentira como si fuera verdad o si, aún a sabiendas de que es mentira, la toma como si fuera verdad.

La palabreja es nueva, pero denota algo que ha existido, con otros nombres o sin nombre alguno, por muchos años. Los niños cristianos crucificados han flotado en los ríos de Europa desde la Edad Media. Es la creencia en información falsificada y manipulada con fines políticos o de otro tipo.  

Hay una enorme cantidad de ejemplos de posverdad a lo largo de la historia. Una de las más conocidas es el libelo antisemita conocido como Los Protocolos de los Sabios de Sión y la conspiración judeo-masónica, que fue usado por el gobierno zarista, primero, y por los nazis, después, para justificar ideológicamente la persecución de los judíos.  

Muchas otras imposturas han servido para reescribir la historia de los pueblos. Para hacer mitos fundacionales. Hay que admitir que una parte de la historia moderna está fundada en una plataforma de falsificación, que funciona gracias a la vorágine de irracionalidad con la que suele manejarse la política.

Durante siglos, las posverdades han servido para que los falsarios dirijan la frustración popular hacia enemigos externos, y obtengan, así, el control político de la población. Siempre será una voz autoritaria y paternalista la que nos advierta de la amenaza externa, que porta quien es diferente a nosotros.

Hay posverdades que emanan claramente de los centros de poder. En los regímenes totalitarios son fáciles de detectar, pero son tan pertinaces que acaban por funcionar. En los regímenes liberales requieren de cierta complicidad –consciente o no– de parte de los medios plurales, como fue el caso de las famosas Armas de Destrucción Masiva, que Saddam Husein estaba preparando para el mundo.

Hay otras posverdades que suelen venir también de los centros de poder, pero a veces tienen su origen en la frustración y la imaginación populares. Las hemos conocido toda la vida con una palabra más sencilla: rumores.

En México, hemos tenido rumores exitosos de todo tipo. Y la credibilidad de la población es de asustarse. Habrá quien recuerde que hace medio siglo miles de personas fueron a Paseo de la Reforma, porque habría una procesión de OVNIs a la Basílica de Guadalupe. O, más grave, cuando los padres de colonias populares evitaban la acción de las brigadas de vacunación porque eran “doctores cubanos que esterilizaban a las niñas”. Y en los años ochenta corrió la voz de alarma de que los pitufos de peluche estrangulaban a los niños en el sueño.

Los rumores (creo que habrá que definirlos como posverdades predigitales) han servido, entre otras cosas, para medir la capacidad de penetración de mentiras sobre cierto tema entre la población, y para manipular puntos de vista, para provocar estados de ánimo colectivo, para desarmar la potencial organización autónoma de la gente.

Con el advenimiento del internet, los rumores que antes pasaban de boca a boca, ahora son capaces de multiplicarse de manera exponencial. Sin embargo, lo que no se ha multiplicado de la misma forma es la capacidad de la gente para procesar la información, y distinguir la que tiene sustento de la que no lo tiene.

El internet ha sido un gran democratizador de la información. La red sustituye a la pirámide, a la visión prefabricada del mundo que viene de los medios tradicionales. Y da al usuario la posibilidad de elegir entre una gran cantidad de información. Lo que no le da es la capacidad de elegir críticamente, sobre todo si no tiene la escolaridad necesaria (en cantidad y calidad) para hacerlo.

Cuando no está clara la fuente de las noticias, uno no sabe en realidad con quién está hablando. Si no hay un filtro interno, no sabrá distinguir entre la realidad y la mentira. Y ni siquiera tiene que ser una mentira del tamaño del pitufo asesino: basta con crear una atmósfera de suspicacia, basta con sugerir, con insinuar, para que una posverdad tenga efectos duraderos en el prestigio de personas o instituciones.

Por eso es que hay una liga muy estrecha entre los promotores de las posverdades y los teóricos de la conspiración. Según éstos, todo acontecimiento relevante es resultado de una manipulación perversa de un grupo que tiene motivos oscuros. Al final de cuentas resulta que la manipulación verdadera es la de quienes denuncian una conspiración falsa, para el enardecimiento de los fieles.

He comentado dos cuestiones clave. Dos condiciones necesarias para el triunfo de la posverdad. La primera es un grado de instrucción insuficiente para discernir lo verídico de lo falso en la información. La segunda es una disposición no racional a considerar cierta la información distorsionada: una suerte de fe, guiada por los sentimientos (de enojo, frustración y vulnerabilidad, por lo general).

Nunca sabremos con exactitud qué tanto influyó la catarata de posverdades en la red en la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos. Lo que sí sabemos es que de poco le sirvió a los medios tradicionales haber apelado normalmente a los hechos comprobados.

La prensa, en particular, y no solamente en EU, tiene el deber de repensar sus métodos y su papel. Si millones la ven con tanta desconfianza como para darle el mismo valor a su información que a los bulos interesados y a veces delirantes, es que algo anda mal. Es un activo de toda sociedad democrática, pero muchos la consideran un represente más de la “elite”, de los “expertos” que poco hacen por mejorar la vida de la gente común y corriente.
 
Por cierto, iba avanzado en este texto cuando decidí buscar en internet acerca de las mentiras que maneja el régimen dictatorial de Corea del Norte. Lo primero que encontré no fueron alabanzas a Kim Jung Un, sino una nota que dice que su gobierno crucifica a los niños cristianos en cruces de fuego.

1 comentario:

Anónimo dijo...

En general estoy de acuerdo con todo lo presentado en el artículo. Sin embargo, y respecto al papel de los medios impresos, creo que la idea de que el medio impreso sí selecciona cuáles noticias son importantes y deben ser publicadas, sólo aplica a los medios de circulación nacional que cuentan con editores y correctores. Los medios locales, en cambio, están llenos de noticias que el gobierno local quiere dar a conocer: tomas de posesión, obras realizadas, eventos caritativos, escándalos de los políticos locales pertenecientes a la oposición. Se dedican a engrosar la nota roja con accidentes de tráfico, suicidios y pleitos callejeros. Todo lo anterior redactado de manera muy pobre (faltas de ortografía y sintaxis incluidas). En Querétaro, por ejemplo, yo no sé quién escribe más tonterías, si los medios impresos locales o los medios en línea. Muchas veces, el periódico local publica algo que ya fue publicado en línea al día siguiente de haberse hecho viral en las redes sociales. Pobres. En resumen, la crítica y esa solicitud a los periódicos impresos de aplicarse ante la creciente horda de información de poca calidad es para los medios nacionales. Los medios locales apestan desde mucho antes de la aparición de la internet.