“A veces todo parece un sueño. No es mi sueño, es el
de otra persona. Pero tengo que participar en él. ¿Cómo crees que se sienta alguien
que soñó en nosotros cuando despierte? ¿Sintiendo vergüenza?”.
Esa frase la dice Eva, una de las protagonistas de
la película La Vergüenza (Skammen, 1968), de Ingmar Bergman. Estamos
casi al principio del filme y para nosotros es, en ese momento, una violinista
convertida en campesina que cuenta un sueño. Poco a poco, en la medida en que
nos adentramos en la pesadilla, nos damos cuenta de que la película misma es el
sueño que relata Eva. El íncubo de Bergman. El sueño que el cineasta nos hace
soñar a los espectadores. Y que al despertar –al salir de la sala o al terminar
el video- no queda sino sentir vergüenza por la raza humana.
La historia de La
Vergüenza es la del descenso en la guerra y de cómo la guerra se mete en
nosotros aunque no queramos, aunque huyamos de ella. Una pareja de músicos se
ha refugiado en el campo, mientras ocurre una guerra innominada, de la que
quieren estar lejanos y neutrales. Pero la guerra los alcanza, los transforma,
los desintegra como humanos, los hace pedazos.
En la guerra hay dos bandos. No sabemos –como suele
ocurrirle a la mayoría de la población civil- quién tiene la razón, pero
entendemos, a lo largo del filme, que en ambos hay atrocidades, hay vejaciones,
hay injusticia. Que la gente lo vive como un callejón sin salida y, en el
proceso de huir, acomodarse, intentar vivir o cuando menos sobrevivir, se va
degradando.
La película se hizo cuando estaba todavía
relativamente fresca la huella de la Segunda Guerra Mundial y cuando la Guerra
de Vietnam estaba en su apogeo. Pero
trata de todas las guerras, del caos que generan, un desorden en todos los
sentidos. Es una guerra de ningún lado y de cualquiera. Externa e interna,
porque hay destrucción emocional de por medio. Es una guerra que no tiene fin,
porque no se puede huir de uno mismo, de sus sueños quebrados y –ahora-
distorsionados por la experiencia traumática.
Hay razones escondidas por las que uno no ve
determinada película en su momento. Resulta verdaderamente impactante ver La Vergüenza
en 2015, porque 47 años después de haber
sido filmada es de total y absoluta actualidad (la misma barcaza que salió de una isla sueca
en esa guerra ficticia, sale hoy de las costas del norte de África por las
mismas razones, con los mismos sueños rotos y los mismos, espeluznantes,
resultados).
Al final queda uno con un sentimiento amargo. La
humanidad no tiene remedio. Qué vergüenza.
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