Durante
esa estancia en Italia nos dimos tiempo algunos fines de semana, a partir de
marzo, para conocer algunas ciudades cercanas que no había visitado. Fuimos a
Parma, un domingo, y la ciudad me decepcionó un poquito: la idea de que había
sido sede de la corte de Josefina Bonaparte y su tradición operística me la
hacían imaginar más grandiosa. En cambio, la que me sorprendió gratamente fue
Ferrara: su Centro Histórico, muy bien trazado alrededor de un castillo
medieval, tiene una gran cantidad de edificios góticos, que hacen buena
combinación con otros del renacimiento y de los siglos XVII y XVIII (y uno que
suele preocuparse por la profusión de estilos en las ciudades americanas). Se
percibía como muy habitable y además era limpísima (a diferencia de Parma).
Repetimos
el viaje a San Marino de ocho años atrás, y nos volvió a parecer un lugar muy
atractivo. Lo malo fue que en la autopista me multaron por hacer algo que en
México sí está permitido, que nos vimos con muy poca liquidez y que tuvimos que
regresar por la Via Emilia, a vuelta de rueda y con el tanque de gasolina a
punto de fenecer.
Esas
vueltas ayudaron un poco a paliar el hecho de que, cuando por fin terminó el
invierno, a Raymundo le dio varicela y Camilo se contagió con el tiempo exacto
para tener él que estar encerrado en el preciso momento en el que su hermano mayor
ya podía salir.
Rayo
había aprendido a andar en bici, con la ayuda de don Nino –y un poquito mía-
dando vueltas en el cortile de la
casa que habitábamos. En primavera nos íbamos los dos a rolar en bicla por la
ciudad: lo más padre era cuando llegábamos al viejo autódromo –que estaba
todavía en proceso de convertirse en parque- y nos echábamos tremendas carreras
por la pista en la que alguna vez corrieron los Fórmula Uno.
Hablando
de Fórmula Uno, una de las primeras palabras que Camilo pronunció fue “rari”:
la decía cada que pasábamos frente a la tienda de autos Ferrari, a pocas cuadras
de la casa. En esos meses, el pequeño no sabía qué idioma hablar: algunas
palabritas, pocas, las decía en español, pero al juguete le decía “gioc” y a
los perros “cane”. Meses después, de regreso a México se dio cuenta de que el
español era el idioma y se soltó como perico. Raymundo, en cambio, pasó
rápidamente al italiano, que acabó hablando como nativo, antes de que se le
olvidara. Ya llegaba a tener problemas con el español, porque pensaba en la
lengua del Dante: un día me dijo “segundo mí” en vez de “según yo”.
Un futbol infantil diferente
El Rayo
entró casi desde el principio de nuestra estancia a jugar futbol organizado. Lo
hizo en el Polisportivo San Faustino. Tenía menos edad que sus compañeritos –jugó
hasta contra nacidos en 1978, tres años mayores-, pero a su favor la
experiencia de Pumitas. Los primeros meses tenían que entrenar en el gimnasio, por
el frío exterior. Luego tampoco podían salir porque había una niebla que
impedía ver más allá de dos metros. Al mejorar el clima, salieron a la cancha,
que era notablemente más grande que las de Pumitas.
Noté
muchísimas diferencias futbolístico-culturales entre Italia y México. Una es
que a los monitores les pagaban muy bien y sabían algo más que fucho. Un día,
tras un entrenamiento, se me acerca el monitor y pregunta qué cenaba Raymundo.
Le contesté que un pedazo de pizza o un sándwich. Me dijo que notaba que tenía
exceso de proteínas y que eso afectaba su condición física y explicó que el
lunch que les daban en la escuela era completo. Que cenara, si acaso, una
fruta. Rápidamente se convirtió en uno de los pequeños futbolistas más
resistentes.
Otra
diferencia era el parado en la cancha. En Pumitas, a los más hábiles los ponían
en la delantera y a los más grandes en la defensa. En Italia, la cosa se armaba
al revés: los más hábiles estaban en la defensa central y como armadores de
media cancha; los grandes, en la contención y de centro-delanteros. Eso se
reflejaba en los marcadores: en Pumitas no era descabellado un 8-5. En Italia,
la norma era 1-0 (aunque llegó a haber un 5-4). A ello contribuía que, en los
entrenamientos, el equipo que recibía un gol era forzado a hacer lagartijas de
penitencia hasta que el monitor decidía que era suficiente. Otra
característica, en Italia se enojaban si el chico se ponía a regatear, lo
importante era pasar la bola al hueco o al botín. En México, el regate era
aplaudidísimo.
Lo más importante. Al término de un juego, en Pumitas el papá mexicano solía preguntar: “¿Cuántos goles metiste?”. El italiano, en cambio: “¿Ganaron?”.
Rayo
jugó en el poderoso equipo Danimarca,
como extremo derecho. Alguna vez que su equipo ganó con un par de goles suyos,
los rivales dijeron para justificarse: “¡Es que ustedes tienen al importado!”
Una curación mágica
Patricia
siempre tuvo obsesión con las alergias, tal vez porque ella tenía muchas. Había
llegado a la conclusión de que Camilo era intolerante a la lactosa, y era una
friega andar comprando una solución carísima con base de soya. Hasta que un
día, mi amigo Claudio Francia le dijo que esa intolerancia se curaba muy fácil:
que el niño comiera todas las noches un buen pedazo de queso Grana Padano. Muy
quitado de la pena, al instante cortó con un cuchillo la forma y le dio el
queso al pequeñín, que lo consumió gustoso, sin ningún contratiempo. A la
semana, ya tomaba leche normal.
Mi
alivio fue tal que nunca le dije a Patricia que Claudio afirmaba también que el
queso Grana Padano curaba el asma, mejoraba el carácter, limpiaba el sarro y era
diurético.