miércoles, agosto 20, 2014

Biopics: Regreso a Italia (y la bolsa perdida)



Prolegómenos para un regreso

Comenté anteriormente que a mediados de los ochenta tenía muchas ganas de largarme del país, y que había coqueteado con regresar a Italia. No sabía bien si por un rato, en lo que las cosas en México cambiaban de color, o si de plano para expatriarme. Fallo y Maca estaban en una onda parecida, aunque su destino europeo era España (recuerdo una vez que Maca se preguntaba, muy triste, por qué no se habían ido antes a la Madre Patria, que estaba tan bien, y que yo le contesté, profético: “Cuando tú naciste, México estaba bien, y España mal; ahora es al revés, quién sabe si con el tiempo la tortilla se vuelva a voltear”). 

Hice distintos trámites en busca de una beca para Italia. Envié cartas a Módena, donde me respondieron amablemente, acogiéndome como investigador invitado, si conseguía financiamiento. Lo que conseguí fue poquito, a través de la embajada italiana: una beca por un año lectivo, de apenas 600 mil liras mensuales (600 dólares, aproximadamente), además de un boleto personal de avión. Consideré que, si la sumaba a mi sueldo, que también era como de 600 dólares (así estuvo aquello de la contención salarial y la devaluación) y obtenía un apoyo de la DGAPA de la UNAM, tendríamos para vivir allá con modestia, pero decentemente. El trámite universitario de la DGAPA se prolongó de más –eterna burrocracia puma- y me tuve que lanzar con aquellos dos magros ingresos.

Una decisión complicada era dejar el departamento, porque no sabíamos si regresaríamos. Mi mamá lo resolvió con un importante subsidio: me dijo que pagaría la renta durante los meses que nos fuéramos y así lo hizo. Otra, que tardó más tiempo del que supuse, fue la venta del auto. Por otra parte, llevábamos meses haciendo ahorros y transfiriéndolos inmediatamente a divisas extranjeras: dólares, liras, francos suizos y hasta francos franceses –lo último nos daría un disgusto-.

Estaba todo listo, y ya corría mi año sabático, y no llegaba el boleto para el viaje a Italia. Me decía: “no llegará hasta que yo meta un gol en el fucho de Xochimilco”. Un domingo me destapé con siete pepinos siete. Al lunes siguiente llegó el boleto. Saldríamos en noviembre.  


La bolsa perdida


El viaje a Roma fue sin contratiempos, con los niños portándose razonablemente bien en todo el trayecto. Llegamos al hotel y me metí a la bañera llena de agua caliente a disfrutar el momento. En esa magia estaba, cuando escuché un grito estridente de Patricia. No estaba la bolsa en la que tenía guardada, entre otras cosas, una gran cantidad de dinero en efectivo.

¡No podía ser! Ella tenía esa bolsa dentro de otra bolsa. Me confesó que, en algún momento, la había separado. En ese bolso estaba, en billetes de distintas divisas, el producto de la venta del auto: algo así como 1,800 dólares. Por fortuna, habíamos dividido nuestro efectivo y nos quedaba lo previsto para establecernos pero, si no lo recuperábamos, no podríamos comprar un carrito usado, que era nuestro propósito.

Salí, bien mojado, al fresco noviembre romano, rumbo a la questura, para denunciar la pérdida. Allí me atendió el Ministerio Público. ¿Se imaginan en México un M.P que pasa el rato leyendo música? El joven empleado dejó de leer su sinfonía para que yo llenara la denuncia. Me recomendó que fuera a la embajada. Eso hice al día siguiente.

En la embajada de México me dijeron que me avisarían si había algo (y yo sólo pude decirles que a la Facultad de Economía y Comercio de la Universidad de Módena, porque en la dichosa bolsa estaba mi agenda). Regresé muy deprimido a comer, y luego se me ocurrió ir al consulado, a ver si ellos tenían idea. Resultó que al consulado le habían avisado que la bolsa había sido recuperada, y entregada a la policía en la estación Termini (que es adónde nos había dejado el camión que tomamos del aeropuerto).

Corrí para allá y, en la agencia policiaca de la estación, me atendió un agente, muy amable. Allí estaba la bolsa. Se la había encontrado una ciudadana polaca. La revisé y allí estaban todo el dinero, la agenda, mi licencia internacional de manejo y chucherías varias. No faltaba ni una aguja.

Muy mexicano, le dije al policía que cómo podía yo agradecérselo.

Me respondió enseñándome, orgulloso, una frase que estaba pintada en la pared de su oficina: “En una democracia, la policía está al servicio de los ciudadanos”. Me aceptó un cigarro Commander, que definió como “óptimo”.

Nunca supe si, cuando bajábamos febrilmente las muchas maletas del autobús, a Patricia se le cayó la bolsa con el dinero o si, mientras lo hacíamos, la polaca descubrió la bolsa solitaria en la silla, decidió que la habían abandonado y fue a entregarla.

El agente de policía me dijo que tenía que regresar a la questura a declarar que había recuperado lo perdido. Eso hice, con el joven melómano, que se puso muy contento. A un lado de mí, había un señor desesperado, que estaba tramitando –quién sabe por qué ignotas razones- un “certificado de existencia en vida” e insistía: “¡¿Qué no me ve?! ¡¿Acaso le parezco muerto?!”.

Ya me tocaría, muy pronto, luchar contra esa hidra que es la burocracia italiana.

miércoles, agosto 13, 2014

Salarios, productividad, ortodoxia, encuestas



El gobierno perredista de la capital ha redescubierto el tema del salario mínimo legal. Y ha iniciado una campaña para que sea aumentado sensiblemente el año próximo, a una cantidad que podría estar entre los 87 y los 100 pesos diarios. Aunque obviamente se trata de un tema de política económica general, y no de gobierno local, el asunto merece ser analizado.

Sobre los salarios mínimos legales hay que decir varias cosas. La primera es que los salarios son determinados, en lo fundamental, por los mercados ocupacionales. En los lejanos tiempos de Echeverría, el salario mínimo legal era, en términos reales, aproximadamente el doble del actual, pero 43 por ciento de la población ocupada percibía menos del salario mínimo. En la actualidad, esa tasa es de 6 por ciento, y está casi exclusivamente en las zonas más deprimidas del campo mexicano.

La segunda es que el salario mínimo es un referente de la relación entre capital y trabajo, mediado por el gobierno. Así como hace cuatro décadas estuvo inflado por instrucciones gubernamentales, en el gobierno de Miguel de la Madrid se le castigó por instrucciones del FMI y en la actualidad está deprimido por la indiferencia-debilidad de las organizaciones sindicales, por la inercia del laissez-faire y porque triunfó la idea —errónea— de que a estas alturas ya no importa, porque ya casi nadie lo percibe. El hecho es que mantenerlo bajo ha servido, en general, para contener los salarios contractuales, con los efectos de mala distribución del ingreso, escaso crecimiento de la demanda interna y estancamiento estabilizador que conocemos desde hace casi tres lustros.

La tercera es que ahora el salario mínimo, por su estrechez, se ha convertido en una traba para la economía formal. Al menos una parte de los trabajadores informales lo son porque han rechazado empleos formales más productivos, pero peor pagados. Esto redunda en dos cosas: el estancamiento de la productividad (que va junto con una menor tasa de calificación en el empleo de la fuerza laboral) y el crecimiento relativo de la economía informal (con sus nocivos efectos fiscales y de desprotección social). Apostar a que crezcan primero la productividad y el empleo formal que los salarios es poner a los bueyes delante de la carreta.

En otras palabras, la propuesta de un aumento excepcional a los salarios mínimos es una buena idea económica, en el doble entendido de que no deberá afectar, en proporción siquiera cercana, los aumentos a los demás salarios (que se miden en lo fundamental, cada cual, de acuerdo a la oferta y la demanda en el mercado ocupacional respectivo) y que no podrá ser ridículamente alto y, por tanto, ilusorio como en tiempos de Echeverría (y de su secretario del Trabajo, Porfirio Muñoz Ledo). Hablamos de un aumento prudente, con un suave efecto expansivo.

Sin embargo, me parece que lo que está detrás del movimiento en pro de los salarios mínimos que ha hecho el GDF es el embrión de una buena idea política. Tan es así, que el PAN capitalino se ha querido subir al camión con la propuesta de una consulta ciudadana sobre el tema (Me imagino: “¿Está usted de acuerdo con que le suban el salario, sí o no?”). Sí, el mismo PAN que permitió, a nivel federal, el deterioro máximo de los mínimos, valga el juego de palabras.


En el contexto, necesariamente politizado, de la discusión sobre los salarios mínimos —y, por extensión, sobre los salarios generales—, han salido los ortodoxos, encabezados por la Coparmex, a decir que primero hay que aumentar la productividad y luego los salarios.

Eso estaría bien si viviéramos en una situación de equilibrio económico, con el uso óptimo de los recursos y factores disponibles. En otras palabras, eso está bien en el aséptico mundo de la teoría económica. La realidad es otra.

Empecemos con algunos datos. La productividad laboral en México es menor a la de la mayoría de los países de la OCDE. Equivale aproximadamente a una cuarta parte de la estadunidense, una tercera parte de la española y la mitad de la sudcoreana. El salario mínimo en Estados Unidos es 11.6 veces superior al mexicano; el de España, tras los ajustes recientes, es 6.7 veces mayor y el de Corea del Sur, 7.5 veces.

Una de dos, o Estados Unidos, España y Corea del Sur tienen un salario mínimo demasiado elevado en relación a la productividad laboral promedio, o México lo tiene muy bajo. El comportamiento relativo de las economías en los últimos años hace sospechar lo segundo.

Ahora bien, ¿qué países tienen salarios mínimos similares al mexicano? Angola, Azerbaiyán, Kazajistán, Lesotho, Filipinas, Sudán, Nicaragua… en ninguno de ellos se comparan los niveles de productividad. Y dudo que estemos por debajo de Guatemala u Honduras, que tienen mínimos superiores al nuestro.

Otro dato: entre 2008 y 2014, la productividad laboral en la industria manufacturera en México creció 21 por ciento; el salario real promedio descendió 2 por ciento. Esto va en línea con una tendencia mundial en la que, a diferencia de lo sucedido en los años de crecimiento sostenido a escala mundial, los aumentos salariales reales han ido muy por detrás de los incrementos en la productividad, hecho que ha generado dos fenómenos: que la recuperación tras la crisis de 2008 haya sido con mínima creación de empleos formales y que haya crecido la brecha en la distribución del ingreso, en contra de los salarios.

Abundemos. A lo largo de las últimas dos décadas, la productividad laboral promedio del país ha crecido a tasas bajísimas: 0.43 por ciento anual. Si seguimos los lineamientos de la ortodoxia, en esa misma proporción debió de haber crecido el salario real promedio: el salario mínimo cayó 25 por ciento y los contractuales bajaron 3 por ciento real.

Ahora bien, la baja tasa de crecimiento de la productividad laboral en México esconde diferencias notorias entre regiones, y también entre los sectores y dentro de los mismos.

Hay un mundo de diferencia en la productividad de un trabajador promedio de Coahuila, Nuevo León o la ciudad de México y otro de Guerrero, Oaxaca y Chiapas. Es la que hay entre Corea del Sur y Namibia.

Pero esta diferencia palidece, cuando la vemos por sectores. La industria manufacturera, los servicios modernos, las finanzas y el comercio al mayoreo son altamente productivos frente al comercio minorista y las actividades primarias. Dentro de cada sector, además, es notable la diferencia según el tamaño de las empresas: las más grandes suelen ser mucho más productivas.

Pero el elemento fundamental es el tamaño del mercado informal: mientras más grande es, menor es la productividad.  Las brechas son muy relevantes: las más significativas de todas.

Así que si vamos a jugar a la ortodoxia en materia salarial, el primer asunto a tratar es la reducción del mercado informal. Eso no se hace con salarios mínimos ridículos, que expulsan trabajadores hacia ese sector. Tampoco se hace precarizando los empleos formales –que es lo que se ha hecho hasta ahora. Se requiere un aumento real.

El segundo asunto es asumir los diferenciales de productividad. Resulta verdaderamente lastimoso que sean precisamente los grandes empresarios quienes más se quejan de los salarios, cuando es en sus empresas donde más ha crecido la brecha entre éstos y la productividad laboral. El aumento generalizado no puede ser muy grande, pero sí debe ser suficiente como para convertirse en acicate para un cambio de política salarial en las unidades económicas más grandes. También es necesario asumir que los mercados laborales regionales siguen siendo diferenciados: la lógica de los salarios mínimos por zona es todavía válida.

El último tema tiene que ver con el pacto social, roto desde hace tiempo —y que no se debe confundir con el pacto político generador de reformas—. Si no se regenera, de manera que los salarios ocupen una proporción mayor del producto, tras décadas de ir a la baja, el resultado final será económicamente pobre, por escasez de la demanda interna —más allá de los efectos de las reformas recientes— y, sobre todo, políticamente volátil.


Son realmente sensatas las voces que llaman a un aumento del mínimo. No sólo en lo económico, sino sobre todo en lo político. La paz social sí importa.


Esto nos lleva al otro tema: las encuestas electorales. Percibo cierto filo conductor.

Recientemente, Reforma publicó una tempranera encuesta preelectoral para el DF. Quisieron vender los resultados como grandes cambios en la opinión pública. En realidad había uno sólo, pero relevante. Lo que hay de notable es la aparición de un nuevo actor.

Veamos primero lo que no cambia: En 2012, AMLO tuvo 53% en el DF; en la encuesta, la suma de PRD, Morena, PT y Convergencia da 53%. En 2012, Peña Nieto tuvo 26% en el DF; de acuerdo con Reforma, el PRI tiene 20% y el PVEM 4% (no me explico por qué tantos brincos de alegría en el tricolor capitalino con la encuesta). Para terminar, Vázquez Mota obtuvo 14% en el DF, mismos que otorga al PAN la encuesta de marras. En otras palabras, cada quien mantiene, básicamente, las mismas simpatías.

Las cosas se ven distintas si comparamos los datos con los de la elección de Jefe de Gobierno. El efecto aglutinador de Mancera aparece completamente diluido: los votos que captó fuera del ámbito del PRD parecen haber sido efímeros y sólo resultado de la poca enjundia o mala calidad de sus contendientes.

Y se complica el asunto cuando se nota la dispersión de los votos otrora unificados de la izquierda: el PRD tiene entre 29 y 32%; Morena, entre 14 y 16%; el PT 6% y MC 4%. Para decirlo de otra manera: López Obrador tiene el potencial de quitarle la mitad del electorado capitalino al PRD.

La idea del aumento en los salarios mínimos puede muy bien entrar como bandera de la campaña electoral perredista, con base en la capital del país (de hecho “democracia y más salario” fue una de las primeras, del PSUM): significa tirarle un lazo a la parte del electorado tendencialmente lopezobradorista más interesada en asuntos caros a la izquierda que en la lógica del rencor contra todo. Por ahí es donde la veo, porque por ahí, el PRD vs. Morena, es por donde andará la campaña del 2015 en el DF.

El tema de los salarios mínimo vale por sí solo. Lo dicho: es una buena idea económica. Eso es lo sustantivo. Que tenga sus aristas político-electorales es adjetivo. Nada despreciable, por cierto.
 

jueves, agosto 07, 2014

Biopics: Un accidente casero



Hay veces en las que uno está sumido en una tranquila rutina y aparece un evento que lo trastoca todo. Así fue una tarde, en la que mis entonces suegros estaban de visita, los niños jugaban en la sala y yo leía una tesis para un examen en el que sería sinodal. Y de repente escuché un golpe, un chillido agudísimo y brinqué como impulsado por un resorte.
Cuando llegué a la cocina vi a mi suegro don Manuel que gritaba: “¡Aaah! ¡Aaah! ¡Aaah!” mientras brincaba, con los ojos desorbitados, y tenía a Camilo en brazos. Patricia llegó antes que yo, tomó al niño y salió corriendo hacia el baño. El bebé se había metido a la cocina, donde su abuelo estaba calentando café en una cafetera eléctrica, había jalado la cuerda y se había echado el café hirviendo a la cara.
La madre estuvo unos minutos bajo la regadera fría, mientras el niño no paraba de llorar. Cuando sintió que se había calmado lo suficiente, y que el agua fría había hecho todo el trabajo que podía, salimos los dos corriendo como endemoniados al Hospital Infantil, que estaba –afortunadamente- a unas cuatro cuadras de la casa. Allí entró a urgencias y al niño le hicieron la limpieza y los cuidados intensivos necesarios, mientras nosotros sentíamos que el mundo entero se derrumbaba.
Al cabo de dos horas, salió un doctor y nos dijo que todo había salido bien. Que el pequeño tenía quemaduras de segundo grado en el rostro, pero que no habían afectado ningún órgano importante.
La siguiente era la pregunta obligada:
-¿Quedará desfigurado?
El doctor sonrió:
-No. Está muy chiquito. Cuando crezca, las cicatrices se le irá bajando. No le quedará nada en la cara.
Acto seguido, nos recomendó ir con un dermatólogo para continuar el tratamiento. Nos entregaron a Camilo, quien ya no lloraba, pero tenía unos ojitos tristísimos, y regresamos a casa, donde mi suegra todavía no acababa de regañar al pobre marido (y, supe luego, ni Raymundo se salvó del regaño).

La memoria es extraña. De esa tarde tengo sólo flashazos, imágenes sin un hilo de continuidad. Sentado en el sillón, aviento lejos el libro. Don Manuel gritando con Camilo en brazos y Patricia recogiéndolo. Patricia con el niño bajo la ducha. Ambos corriendo rumbo al hospital. La sonrisa del doctor (y la conciencia de dos horas de espera). Los ojos de Camilo cuando nos lo entregan. Los de don Manuel, regañado.
Pero también hay una parte interna de la memoria. Cuando se derrama café caliente cerca de alguien de la familia me invade una sensación casi visceral, tremendamente desagradable.

Al día siguiente fuimos con un dermatólogo al Hospital Español. Nos confirmó lo que había dicho el otro doctor y fue más allá: en pocos meses las cicatrices del niño estarían en la parte del cuello (ahora había costras que le cubrían un cuarto de la carita) y terminarían en el hombro. Así sucedió, y más rápido de lo que creíamos.
Del consultorio vamos al supermercado contiguo al hospital. Camilo sentado en el carrito, con sus costrotas. Una señora lo ve y hace cara de fuchi. Me le planto a la vieja, la miro a los ojos y le planto una mueca de asco, que espero me haya quedado muy fea.