Dicen
que nadie experimenta en cabeza ajena. Y un clásico mexicano, en el último
trago, afirma: “nada me han enseñado los años, siempre caigo en los mismos
errores”. Ambas perlas de la sabiduría popular vienen a la mente ahora que
manifestaciones y huelgas le están aguando la fiesta mundialista al gobierno de
Dilma Rousseff.
Sólo
cuatro naciones han tenido el atrevimiento de organizar una copa mundial de
futbol y unos juegos olímpicos en el lapso de dos años. En cada uno de los
casos, se trataba de celebrar y presumir lo que los gobiernos consideraban una
serie de logros históricos. En todos ellos, la vitrina que se quería presumir
al mundo quedó con los vidrios rotos o, cuando menos, bastante enlodada.
El
caso que conocemos mejor, el que puede parecerse más a Brasil, y también el más
dramático, es el de México. La capital fue sede de los Juegos Olímpicos de 1968;
y el país, del Mundial 1970. La intención evidente era celebrar a los ojos del
mundo los éxitos del “milagro mexicano” y, de paso, los del régimen político
que lo había hecho posible. Se mostraría
una nación joven, dinámica, en pleno crecimiento y cada vez más moderna. La
bella iconografía de los Juegos de la XIX Olimpiada así lo quería patentar. La
del Mundial 70 seguía esa misma ruta.
Ciertamente,
en 1968 México era un país que había crecido en lo económico, que había dejado
de ser pueblerino en lo social, con una sociedad joven y con ganas de abrirse
al mundo, pero con un gobierno que tenía muchísimos resortes anclados en el
autoritarismo. La modernidad que quería mostrarse existía en muchas partes,
pero no en el gobierno que quería utilizar el evento.
Recordemos
que la chispa del movimiento del 68 fue precisamente la paranoia del gobierno
para evitar problemas en los Juegos Olímpicos: una represión “preventiva” que
derivó en un alzamiento de los sectores más modernos del país, grandes
beneficiarios del publicitado “milagro”, en la exigencia de democracia y de
justicia social. El teatro se vino abajo de la manera más dramática cuando el
movimiento estudiantil fue ahogado en sangre.
Sí,
los Juegos Olímpicos de México fueron un éxito en lo deportivo y en lo
organizativo, como también lo fue el Mundial dos años después, pero la imagen
internacional del país quedó manchada, la celebración del régimen distó de ser
la esperada y la prensa mundial, en ocasión de ambos eventos, no dejó de
señalar el carácter autoritario del gobierno, la distancia entre su discurso y
los hechos y distintos problemas del país.
Alemania
también quiso mostrar a la comunidad internacional su resurrección después de
la II Guerra Mundial, su reconversión en democracia y su poderío económico, que
la hacía, de nuevo, la nación más poderosa de Europa Occidental. Olimpiada de
1972 y Mundial de 1974. La jugada le falló dolorosamente, sobre todo con los
Juegos Olímpicos de Munich 1972.
¿Qué
es lo que más se recuerda de aquellos juegos? La irrupción de un grupo
terrorista denominado “Septiembre Negro” en la villa olímpica, el secuestro de
una parte de la delegación de Israel y un fallido operativo de rescate de parte
de las fuerzas policiales alemanas, que concluyó con la muerte de 11 atletas y
entrenadores israelíes, cinco de los terroristas y un policía alemán.
La
prensa de entonces se cebó con la falta de previsión de los alemanes (famosos
en el mundo por previsores) y en el poco interés aparente que hubo por salvar
víctimas judías. Más que fijarse en los errores tácticos específicos del
operativo, se hizo hincapié en lo fácil que era para los alemanes matar gente.
Los fantasmas que se querían dejar en el olvido regresaban. Para colmo, los
hechos derivaron en una ofensiva militar israelí contra distintas naciones
árabes.
Al tercer país que organizó Mundial y Juegos Olímpicos de
manera continua no le fue tan mal, pero tampoco se salvó de críticas. El
Mundial de 1994 en Estados Unidos y los Juegos Olímpicos de Atlanta, en 1996,
celebraban la victoria del país de las barras y las estrellas en la Guerra Fría
y el advenimiento de un mundo unipolar.
Ambos eventos se llevaron a cabo sin incidentes mayores –el
más grave, una bomba que estalló en el Parque Olímpico de Atlanta, matando a una
estadunidense y un turco-, pero la imagen que dejaron fuera de Estados Unidos
fue la de un país demasiado orgulloso, ensimismado en sus sueños de grandeza y
dispuesto a comercializarlo y privatizarlo todo.
Toca el turno a Brasil, uno de los países que ha gozado de
mejor prensa internacional a lo largo de la última década. Tanto esta copa
mundial de futbol como los próximos Juegos Olímpicos de Río de Janeiro, tienen
como objetivo celebrar la llegada del país amazónico a las potencias mundiales
y, de paso, hacer alabanza de los logros, reales y supuestos, de los gobiernos
del PT.
Pero, ya deberían saberlo, esas celebraciones icónicas
suelen ser peligrosas. Desde el año pasado se desataron protestas de diverso
tipo que tienen qué ver, fundamentalmente, con el incumplimiento de
expectativas sociales exageradas por la propia propaganda gubernamental (que
tan bien pegó, por algunos años, en el exterior). Por otra parte, los gastos en
exceso y la planeación insuficiente no son exclusivos de los grandes eventos
deportivos; pero éstos, por su visibilidad, permiten más fácilmente la crítica
feroz y la protesta abierta.
Brasil ha crecido, se ha modernizado y se ha vuelto más
incluyente, pero no al grado de sus exégetas y publicistas. Eso es lo que han
mostrado al mundo manifestantes y huelguistas y es lo que se ve a cada día en
los medios y en las redes sociales.
De todos modos vendrá la fiesta y, suponemos y esperamos, será un éxito. Pero la celebración de Estado, de nuevo y para no variar, no se parecerá en nada a lo que preveía el guión.
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