Solía
yo decir, en 1986, que el Mundial era la última alegría que le quedaba a México
en un buen rato y que la siguiente sería el final del sexenio de Miguel de la
Madrid. Con esa actitud futbolera y entusiasta abordamos muchos amigos el
campeonato que tenía como sede a nuestro país.
Por un
lado, escribí un montón de artículos sobre futbol, publicados en diversas
revistas y suplementos culturales (recuerdo uno hecho al alimón con Pepe
Woldenberg); por otro, en la facultad organicé, con Pepe Zamarripa, una gran
quiniela mundialista. De hecho fueron tres: La quiniela México 86, la quiniela Donde
se Vive la Emoción y la quiniela El
Mundo Unido por un Balón. No pensaba asistir a ningún juego, porque los
boletos estaban carísimos, pero acabé yendo a dos.
En la
lluviosa mañana del debut mundialista de México frente a Bélgica, recibí una
llamada de Arturo Balderas. Sucede que varios amigos habían comprado abonos, y
entre ellos estaba Santiago Oñate, pero al Toro Oñate lo habían invitado a un
palco, así que sobraba un boleto. ¿No quería yo ir? De inmediato dije que sí, y
me dirijí a casa del Pitufo Balderas,
en la colonia Ajusco, cerca del estadio Azteca.
La
mañana fría se fue convirtiendo en un mediodía caluroso, con algo de bochorno. Los
boletos eran hasta arriba, cerca del banderín de corner. Nuestro grupo era
bastante grandecito e incluía a Fallo, Maca y sus hijos. El estadio estaba a
reventar. A mi alrededor había puro clasemediero, y eso que eran de los lugares
más baratitos. Y bastante villamelones, en su mayoría: en determinado momento,
la gente empezó a gritar “¡Culeeero!” y un chavo cerca de mí pregunta: “¿Qué
dicen?”: su compañero responde: “Dicen Leeeo, por las victorias de Leo Lavalle
en tenis”.
Los
anales cuentan que México ganó ese juego 2-1, con goles de Fernando Quirarte y
Hugo Sánchez. Mi recuerdo más claro, el tricolor sacando pelotazos durante los
últimos 20 minutos a una desdentada delantera belga. El juego estuvo malito; la
experiencia fue formidable.
Nunca
he entendido por qué a Patricia le disgustó que yo hubiera aceptado la oferta
de ir al partido, una que ningún hombre en sus cabales podía rechazar. Quise
entender que fue porque Raymundo se había quedado triste, así que decidí llevar
al niño al siguiente partido del Tri. Tremenda cola para comprar los boletos
unos días antes, tremendo hoyo en la cartera. Pero fuimos al México-Paraguay.
Los
boletos eran de tercer piso, a la altura del área grande. El juego me pareció
mucho más entretenido que el primero. El público asistente, del mismo tipo que
en el partido anterior, con un chavo que se puso dos vasos vacíos de cerveza
debajo de la playera para imitar a la Chiquitibum,
la chichoncita que era el ícono comercial de aquel torneo. En los primeros
minutos, enotme movilidad de Luis Flores, que recibe un pase perfecto y anota. “¡Agûevo!”,
gritè yo, que siempre preferí a Flores sobre el mediático Abuelo Cruz para acompañar a Hugo en la delantera (no es nada nuevo
que en México se generen ídolos de coyuntura, jugadores del montón que con un
par de juegos buenos se convierten en estrellas). Raymundo estaba feliz.
Después vino el empate paraguayo.
Cuando el juego fenecía, el Abuelo se interna por la banda derecha y lo faulean. Me levanto y grito: “¡Penal!”, apuntando al punto de penalti como si fuera el árbitro. Al momento de sentarme digo: “La verdad estaba fuera del área” (la jugada fue exactamente frente a dónde estábamos). Los aficionados cercanos casi me linchan.
Como se
sabe, el árbitro marcó el penal y Hugo lo falló miserablemente, lo que preservó
el empate y permitió que el arquero paraguayo, feliz con el resultado, nos
hiciera señas obscenas al terminar el juego. La experiencia personal fue aún mejor que en el primer partido.
El
Mundial siguió, salpicado de comentarios de cuates que habían logrado asistir a
algún partido –además de Fallo y su familia, de Balderas y de Rafful, exalumno,
que tenían abonos-. Eduardo Mapes y Pepe Zamarripa fueron a sendos partidos de
Inglaterra, con amigos ingleses. Pepe fue al de la “Mano de Dios” (juro que no
me dí cuenta hasta que pasaron la repetición en la tele). Rafful comentaba un
estribillo en el estadio, que nos dice de la época: “El dólar a seiscientos/ y
México luciendo”. De las famosas quinielas, dos las ganaron Maca y su hijo
Diego; la otra, por atinar todos los marcadores de México, la ganó Eliezer
Morales y se llevó una bonita peluca tricolor de premio. La final estuvo muy
buena y los que le íbamos a Argentina sobre Alemania quedamos con una sensación
doblemente grata.
Como se
sabe, México perdió en cuartos de final con Alemania, en penales. Ese partido
lo vimos en casa. Cuando terminó la ronda de tiros de penal y México quedó
eliminado, Raymundo rompió a llorar con un desconsuelo enorme. Yo lo que pensé
fue: “Este niño no está acostumbrado a las derrotas”. Y es que mi generación
fue educada a pensar que el destino de México era perder. Eso ya no sucedería
en las mentes de la nueva hornada. Se nota, y qué bueno.