Raymundo
había quedado algo nervioso después del terremoto que marcó a la ciudad de
México, así que decidí –en principio por terapia- que se incorporara al futbol
infantil en Pumitas. Tenía yo muy buenas referencias por amigos, como Fallo
Cordera y Roberto Cabral, que tenían a sus hijos allí. Además, un par de buenos
alumnos míos, Luis de Buen y Alberto Martínez Villagrán, trabajaban en Pumitas:
el primero como coordinador; el segundo, como monitor.
Llevé
al Rayo a que se entusiasmara el último sábado de septiembre de 1985. Le
encantó la idea. Inició su carrera futbolística a la siguiente semana, como
parte del equipo Orugas. Fue un partido que perdieron 3-0. Tras recibir un gol,
el árbitro puso el balón en el centro del campo y Rayo, antes de que pitaran el
reinicio, se lo llevó a la portería contraria, ante la indiferencia de sus
rivales, chutó, el balón entró a la red y él lo celebró muchísimo. Al terminar
el juego, me dijo: “Mis compañeros no saben que soy de su equipo. Metí un gol y
no me felicitaron”. Yo no sabía que aquel era apenas el primero de cientos de
partidos infantiles y juveniles que me tocaría presenciar.
El
ambiente en Pumitas era muy agradable, por lo general. El tipo de participación
ciudadana y familiar en actividades lúdicas que tanto venera Putnam, actividades
colectivas que tejen sociedades exitosas. También era una manera sana de pasar
el sábado en la mañana (y un tarde entre semana, en la que entrenaban los niños).
En la
primera temporada, Orugas era un equipo de los más malitos de la categoría 4-5
(equipos con nombre de insectos), porque casi todos los niños eran chicos.
Raymundo (le decían Ray Matabichos y
le encantaba) tenía una idea bastante clara de las reglas del futbol y de lo
que tenía que hacer en la cancha. Lo que no sabía era chutar: más bien
arrastraba la pelota con golpecitos. Daba buenos pases, pero el gol no era lo
suyo.
Mi
primera actitud como Papá Pumita fue tradicional: el señor que grita mucho, da órdenes
a los jugadores, es mitad porrista y mitad entrenador apasionado. Así fue hasta
un día, casi al final de la primera temporada (coincidían con el año
calendario) en que, jugando contra Luciérnagas, un papá del otro equipo me
reclamó: “¡Ya déjalos tranquilos!”. De golpe me dí cuenta de que tenía razón y,
a partir de entonces, fui mucho más calmado.
El
segundo año de Orugas, como indica la lógica, fue mucho mejor que el primero,
porque los niños ahora estaban entre los más grandecitos. El Clásico de equipos fuertes era contra Abejas, un equipo de papás muy competitivos, hasta la mala onda. El monitor de Orugas era Carlos
Barra, a quien conocíamos como Charli,
un joven que estudiaba odontología y que más tarde fue futbolista profesional y
entrenador (al momento de escribir estas letras dirige de manera interina al
Monterrey). Charli fue quien le
enseñó, pacientemente, a chutar a Raymundo, haciéndolo balancear su pierna y
colocar correctamente su cuerpo. También aprendió a pegarle al balón con las
dos piernas y hasta a cabecear. Al niño le fascinó el fucho y jugar en Pumitas.
Yo también lo disfruté mucho, sobre todo los primeros años, en que esas treguas
eran un bálsamo para una situación de grisura creciente. Más tarde volveré
sobre el tema.
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