Abordemos
un tema que puede cambiar, en el mediano plazo, la faz del continente
americano: la normalización de relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados
Unidos.
El
anuncio, hecho simultáneamente por Barack Obama y Raúl Castro, es una señal de
que los tiempos están cambiando y que, efectivamente, el siglo XX es cosa del
pasado. Las dirigencias de ambas naciones dejan de lado una retórica que, a
estas alturas, a ninguno le convenía.
Del
lado cubano, la cosa es relativamente fácil de explicar. Los años creativos de
la Revolución hace rato que pasaron, y el resultado natural del sistema
económico implantado en la isla ha sido el de un estancamiento secular, en el
que se han secado la iniciativa, la productividad y hasta las ganas mismas de
trabajar. Ya ni siquiera tenemos aquellas improvisaciones absurdas –la zafra de
los diez millones, la batalla de los cítricos- a los que nos tenía acostumbrada
la vieja guardia.
El
hecho es que durante muchos años Cuba dependió de manera vital del subsidio
soviético. Cuando éste se vino abajo –y Fidel Castro habló del “doble
bloqueo”-, la economía cubana se desplomó dramáticamente, llevándose entre las
patas muchas de las conquistas sociales de la población. En años posteriores,
Cuba consiguió ser subsidiada por países amigos –que, por ejemplo, le
condonaban la deuda- y por aliados menores, entre los que destaca la Venezuela
chavista. El camino de la revolución llevó hacia un Estado parásito.
Casualmente,
las tres principales fuentes internacionales de subsidio de Cuba, Venezuela,
Rusia e Irán, dependen fuertemente del peso del petróleo. Todo indica que los
antiguos precios del energético, como las oscuras golondrinas, no volverán. En
el caso venezolano, además, los errores en la conducción económica han causado
desastres cuyos efectos todavía están por desplegarse a plenitud. Eso significa
que Cuba está obligada a cambiar de modelo económico, porque ya no puede
depredar a sus aliados sin perderlos (la ideología tiene sus límites
objetivos).
El
camino escogido por el grupo pragmático que encabeza Raúl es el modelo chino,
que tiene la ventaja de que no implica un cambio radical de régimen político. Los
comunistas cubanos pueden aspirar a una economía que se abre al mundo y compite
con base en la baratura de su mano de obra, al mismo tiempo que se mantiene el
control político autoritario (con una que otra purga al interior del Partido) y
se desechan coqueteos con revoluciones ajenas. En todo caso, si acaso el
Capitolio se decidiera a acabar con el bloqueo, se acabaría un pretexto para
explicar las carencias de la población… pero se podrían vender más esperanzas.
Por
eso, la reacción de la calle cubana ante la noticia no ha sido en la
expectativa de más libertades –de hecho, la consigna es ser cautelosos con lo
que se opina-, sino la de una eventual llegada de turismo estadunidense, de
parientes exiliados más lejanos y, en su momento, de inversiones, empleo y
productos de consumo.
Del
lado estadunidense hay una chispa de realismo. La admisión de que hay una
profunda incoherencia en tener lazos diplomáticos y económicos con las más
variadas dictaduras y no tenerlos, tajantemente, con otra, nada más porque el
pleito es más viejo.
También
es realista admitir que el embargo fue inútil –cuando no, contraproducente-,
porque significa entender que, más allá de la disputa ideológica propia del
Siglo XX, no golpeó tanto a la economía de la isla como para tirar el régimen
(al contrario, le dio excusas: si no hay papel de baño es por culpa del
imperialismo) y sí afecta los intereses competitivos de las empresas
estadunidenses en una economía cada vez más globalizada.
También
hay un cálculo electoral. La mayoría de la población de Estados Unidos,
incluidos muchos conservadores, está a favor de normalizar las relaciones con
Cuba (y de poder viajar libremente a cualquier país, como lo dicta su
cosmovisión). Obama ha sido un presidente que ha prometido mucho y entregado
poco. Este gesto histórico puede ser visto como una de las pocas promesas
cumplidas.
Se
habla mucho de la oposición de la comunidad cubana en Florida. Eso es un mito,
al menos si pensamos en unanimidad. La generación más amarga y activa con
respecto a la isla, la del primer exilio, la que calificaba a Jimmy Carter de
comunista, supera los 80 años y está más que diezmada. Los jóvenes de origen
cubano –que no son exiliados, sino americanos de segunda o tercera generación-
apoyan de manera aplastantemente mayoritaria el reinicio de relaciones y el fin
del embargo. Lo han reiterado encuestas recientes. Lo que sí veremos es a
políticos que se autonombran representantes de la comunidad vociferando al
respecto.
Falta,
por supuesto, el asunto más espinoso, que es el levantamiento del bloqueo.
Parece improbable en el cortísimo plazo, dada la supremacía republicana en el
Capitolio y los deseos del partido del elefante de hacerle la vida de cuadritos
a Obama en todo lo que puedan.
Sin
embargo, los republicanos de línea dura ya pueden empezar a sentir la presión
de quienes más cuentan en la democracia estadunidense: las empresas cansadas de
tener vetado un mercado potencial y deseosas de invertir en Cuba (y olvidarse
de reposiciones y boberías). Estas empresas tienen voces de acompañamiento: el
consumidor ávido de habanos, ron, y –ya lo están manejando- autos vintage, por lo pronto.
John
F. Kennedy mandó comprar varias cajas de habanos antes de decretar el embargo
económico a Cuba. Así de previsores tendrían que ser los empresarios mexicanos
(a la defensiva, en el ramo turístico; a la ofensiva, en todos los demás). Ya
perdieron un cacho de ese boleto –aprovechado por españoles y canadienses- en
tiempos de Vicente Fox. Más les valdría no
perder los últimos camiones.