El
hacha, la tijera
Ya he
comentado que la situación económica en los años de Miguel de la Madrid era
terrible. La inflación era pesadillesca: 117%, el primer año; 80%, el segundo;
sería de 67% el tercero; la producción se había estancado (recesión en 1983,
cuyos efectos no fueron contrarrestados con el crecimiento del año siguiente) y
el consumo tenía una baja cada vez mayor (los años del “consumismo”, decía el
chiste: “con su mismo traje, con su mismo coche, con su mismo salario”),
mientras el ingreso se concentraba cada vez más.
Lo peor
es que el asunto iba para largo. Se intentó reducir el déficit público a través
de una serie de recortes al gasto, pero
eran insuficientes debido, sobre todo, al pago del servicio de la deuda externa
y a la persistencia de la inflación misma. La reacción del mercado fue una
nueva fuga de capitales.
Para
colmo, las autoridades decían que esa economía exangüe estaba “sobrecalentada”
y optaron, en la segunda quincena de julio –convenientemente, después de las
elecciones- por un recorte drástico en el sector público, acompañado por una
liberalización comercial y otra devaluación del peso, cuyo valor frente al
dólar sería fijado por la libre oferta y demanda. Se decía que a quienes habían
perdido su empleo en ese recorte les había dado SIDA: Sin Ingresos Desde Agosto. Entre ellos estaban varios
compañeros de la facultad, señaladamente mi amigo Eduardo Mapes.
Hay
varias caricaturas memorables del momento. En una, Jesús Silva-Herzog Flores, a
la sazón secretario de Hacienda, blande un hacha, sediento de sangre y deja
chiquito a Carlos Salinas de Gortari, entonces titular de Programación y
Presupuesto, a quien siempre dibujaban con unas tijerotas. En otra,
Silva-Herzog y Salinas aparecen mostrando sus enormes tijeras a la manera de
exhibicionistas perversos.
Era
evidente que las medidas no iban a funcionar, sobre todo por la desestabilización
del mercado cambiario, que atizaría aún más la inflación. En 1986, los precios
crecerían, de nuevo, más del cien por ciento.
Un par
de Ensayos
Coincidentemente,
en agosto apareció el libro México ante
la Crisis (Siglo XXI), coordinado por Pablo González Casanova y Héctor
Aguilar Camín, que reunía varios ensayos sobre política, economía y cultura.
Entre ellos, uno mío, titulado: “La crisis y la política económica”.
En sus
puntos principales, decía que la visión teórico-política del gobierno “considera
al mercado (a los precios) como equilibrador privilegiado de la economía. El
mercado sirve como elemento racionador –y, para el equipo gobernante, también
racionalizador- de los recursos de la economía, al tiempo que se desarrolla una
política que, apoyada por la camisa del fuerza del FMI, busca la compresión
deliberada de la economía para llegar a un equilibrio de ‘costo social’… un
retorno a esquemas ortodoxos que pretenden, sí, dar la soberanía al mercado,
pero el mercado que se tiene en mente es un mercado ordenado, reconstruído
desde arriba”.
Hablaba
de tres ejes de política económica: el saneamiento financiero “bajo la consigna
de ‘pague deudas ahora, produzca después’”; el combate a la inflación a través
de equilibrios separados: la
disminución del crecimiento de los agregados monetarios, la disminución de la
demanda más rápido que la oferta y un cambio en los precios relativos en contra
de los salarios y del tipo de cambio del peso; y finalmente, la apertura e
integración internacional de la economía mexicana.
Comentaba
acerca de las dificultades para que la economía reaccionaria a los estímulos
del mercado (con la paradoja de que el capital excesivo –en medio de la baja
productiva y el desempleo- se canalizara a los circuitos financieros) y
concluía con un tema que consideraba, y considero, central: las dificultades
para generar un nuevo pacto social, tras haber roto unilateralmente el que
funcionaba anteriormente. “En su búsqueda por solventar su déficit financiero,
el gobierno federal se ha llevado el grueso de lo perdido por los asalariados,
mientras que las ganancias –a pesar de la crisis- se han mantenido estables en
su conjunto, aunque con notables cambios que favorecen a los monopolios y las
ganancias especulativas, en contra de la nueva inserción productiva”.
Concluía
que el proyecto de MMH “encuentra dificultades para cristalizar un nuevo tipo
de relaciones sociales… ni los trabajadores se dejan tan fácilmente, ni los
empresarios han descubierto a Schumpeter y el sentido empresarial, ni el Estado
puede empequeñecer considerablemente el sector público de la economía…”
El otro
ensayo –ese, escrito tras los grandes recortes- se llamó “El colapso de julio”
y apareció en el número de septiembre de 1985 de Nexos. Fue el resultado de unas sesiones de discusión a las que
Héctor Aguilar Camín invitó a los infaltables Carlos Tello y Rolando Cordera, a
Carlos Roces y Nora Lustig, de El Colegio de México, Jaime Ros y Pepe Casar,
del CIDE, a Pepe Blanco, director de Economía de la UNAM y a mí.
Recuerdo
esas reuniones como muy densas. También, que yo quería imponer mi tesis sobre
las intenciones, casi siempre frustáneas, de cambiar los precios relativos y
que Ros y Casar insistían en el problema de las expectativas y en la
incongruencia entre los objetivos inmediatos de política económica y los de
largo plazo. El ensayo tiene los dos elementos, pero resultaron más poderosos y
obtuvieron mayor consenso los puntos de vista de los amigos del CIDE.
Una
lección paterna
Por
aquellos días, asistí como ponente a un debate en el Colegio Nacional de Economistas;
del otro lado estaba Rogelio Montemayor, quien entonces era subsecretario,
mientras que Antonio Gazol, de la dirección del CNE, hacía de moderador.
En la
discusión, yo me fui a la yugular de la política económica, Montemayor se
defendió como pudo y Gazol, muy en su papel, intentó mediar. El público que
llenaba el auditorio simpatizaba conmigo y aplaudía cada una de mis
intervenciones.
Entre
los presentes estaba mi papá, quien me felicitó. Cuando yo lo estaba llevando a
su casa, le dije, inmodesto:
-Gané
la discusión, clarísimo.
Y él,
sabio.
-Sí,
pero es muy fácil ganar una discusión de esas cuando estás en la oposición. Piensa
que el funcionario está obligado a medir cada palabra, porque las de él sí
tienen consecuencias.