martes, febrero 07, 2012

Biopics: La devaluación de 1982


Durante el último bienio del lopezportillismo había entre los economistas de izquierda, en términos generales, dos puntos de vista sobre la política económica. El mayoritario limitaba su crítica al hecho incontrastable de que el país estaba aprovechando de manera desigual los beneficios del boom petrolero, en lo regional, en lo social y en la posibilidad de detonar un desarrollo autónomo y soberano. El minoritario, en el que yo me ubicaba, señalaba que el crecimiento acelerado y con mayor apertura económica, no solamente generaba las desigualdades antes señaladas, sino que estaba destinado a un fracaso en el corto plazo, debido a los desequilibrios en la balanza de pagos –exceso de importaciones, del lado comercial; un creciente déficit en la balanza de servicios, debido a la deuda externa.

Era en ese sentido que había yo manejado la idea de “austeridad soberana” como uno de los elementos del programa partidista. A mi entender, era necesario disminuir el gasto público, y redirigirlo con fines sociales, aunque ello resultara en una menor tasa de crecimiento, porque así se prevendría una crisis mayùscula. La estatolatría de algunos de los compañeros, así como la euforia que causó en el gremio el crecimiento acelerado del PIB (ese fetiche), les nubló la vista por un tiempo. Hasta que el vehículo económico loperportillista hizo crac.

Desde 1980 –y más claramente en 1981- la importación de bienes de capital y de consumo se multiplicó. Fue la época en la que, se decía, la basura de Las Lomas era igualita a la de los vecindarios acomodados de Houston: no sólo el mismo tipo de productos, sino los mismos productos. El país estaba consumiendo su renta petrolera, más que invirtiéndola (porque, a fin de cuentas, las importaciones de bienes de capital reproducían la dependencia). Unos pocos lanzaron la voz de alarma (y debo reconocer que fueron más los de la izquierda priísta, gente del Colegio Nacional de Economistas, como Sofía Méndez, que los compañeros economistas del PSUM), pero fue desoída.

La política cambiaria de López Portillo al iniciar el fin de sexenio consistía en un deslizamiento controlado del peso. La moneda mexicana perdía un centavo al día frente al dólar. Luego fueron dos. La demanda de dólares crecía por dos razones: transaccional, por la pérdida de competitividad debida al diferencial inflacionario: las importaciones se abarataban; y especulativa, porque los grandes operadores del mercado previeron, con cada vez más fuerza, que la política cambiaria no podría ser sostenida. Una de las medidas de gobierno para evitar la salida de capitales fue permitir que la gente tuviera en los bancos mexicanos ahorros denominados en dólares.

El 5 de febrero de 1982, en una untuosa ceremonia, con “la República reunida” en Querétaro, el presidente López Portillo admitió que había una ofensiva especulativa contra el peso. Dijo que lo defendería “como un perro”. Cuando la televisión pasó esas escenas, me dije, con una frase que mi amigo Carlos Márquez repetía a cada rato: “Ya se jodió el modelo”. Habría devaluación.

El 17 de febrero, al día siguiente del primer cumpleaños del Rayo, -que festejamos en otro departamento, ahora en la colonia Nápoles- el dólar pasó de costar 22 pesos a 46 pesos. Mi reacción fue pedirle prestado a mi mamá para comprar de inmediato un aparato de sonido, que le pagué con “interés familiar” (es decir, cero). A los pocos días, duplicó su precio, como parte del inicio de una espiral inflacionaria que se convirtiría en pesadilla cotidiana durante más de seis años.

El día mismo de la devaluación, Eduardo González me pidió de urgencia que redactara un discurso sobre el tema, para la campaña de Martínez Verdugo. Así lo hice, el discurso resultó un éxito –el unomásuno, que entonces era el periódico más importante, lo reprodujo completo-  y fue el primero de varios que hice para Arnoldo en esa campaña.

La especulación cambiaria, iniciada por los grandes operadores de mercado, continuó y se trasminó a la clase media, que empezó a hacer líquidos sus depósitos denominados en dólares. Lo que tenía que pasar, pasó, y, mientras el peso seguía devaluándose, el gobierno decidió no reconocer como dólares aquellos depósitos, que cambiò a una tasa de 50 a 1.

Hubo quejas, pero aquello no eran dólares, sino depósitos “denominados” en esa divisa. Nuestro compañero de generación en la UNAM, Jonathan Davis, trabajaba en aquel entonces en el Banco de México y resumió con una frase magistral lo hecho por el gobierno: “Esos dólares primero los inventamos, y luego los desinventamos”.

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