Durante el último bienio del
lopezportillismo había entre los economistas de izquierda, en términos
generales, dos puntos de vista sobre la política económica. El mayoritario limitaba
su crítica al hecho incontrastable de que el país estaba aprovechando de manera
desigual los beneficios del boom petrolero, en lo regional, en lo social y en
la posibilidad de detonar un desarrollo autónomo y soberano. El minoritario, en
el que yo me ubicaba, señalaba que el crecimiento acelerado y con mayor
apertura económica, no solamente generaba las desigualdades antes señaladas,
sino que estaba destinado a un fracaso en el corto plazo, debido a los desequilibrios
en la balanza de pagos –exceso de importaciones, del lado comercial; un
creciente déficit en la balanza de servicios, debido a la deuda externa.
Era en ese sentido que había
yo manejado la idea de “austeridad soberana” como uno de los elementos del
programa partidista. A mi entender, era necesario disminuir el gasto público, y
redirigirlo con fines sociales, aunque ello resultara en una menor tasa de
crecimiento, porque así se prevendría una crisis mayùscula. La estatolatría de
algunos de los compañeros, así como la euforia que causó en el gremio el
crecimiento acelerado del PIB (ese fetiche), les nubló la vista por un tiempo.
Hasta que el vehículo económico loperportillista hizo crac.
Desde 1980 –y más claramente
en 1981- la importación de bienes de capital y de consumo se multiplicó. Fue la
época en la que, se decía, la basura de Las Lomas era igualita a la de los
vecindarios acomodados de Houston: no sólo el mismo tipo de productos, sino los
mismos productos. El país estaba consumiendo su renta petrolera, más que
invirtiéndola (porque, a fin de cuentas, las importaciones de bienes de capital
reproducían la dependencia). Unos pocos lanzaron la voz de alarma (y debo
reconocer que fueron más los de la izquierda priísta, gente del Colegio
Nacional de Economistas, como Sofía Méndez, que los compañeros economistas del
PSUM), pero fue desoída.
La política cambiaria de
López Portillo al iniciar el fin de sexenio consistía en un deslizamiento
controlado del peso. La moneda mexicana perdía un centavo al día frente al
dólar. Luego fueron dos. La demanda de dólares crecía por dos razones:
transaccional, por la pérdida de competitividad debida al diferencial
inflacionario: las importaciones se abarataban; y especulativa, porque los
grandes operadores del mercado previeron, con cada vez más fuerza, que la
política cambiaria no podría ser sostenida. Una de las medidas de gobierno para
evitar la salida de capitales fue permitir que la gente tuviera en los bancos
mexicanos ahorros denominados en dólares.
El 5 de febrero de 1982, en
una untuosa ceremonia, con “la República reunida” en Querétaro, el presidente
López Portillo admitió que había una ofensiva especulativa contra el peso. Dijo
que lo defendería “como un perro”. Cuando la televisión pasó esas escenas, me
dije, con una frase que mi amigo Carlos Márquez repetía a cada rato: “Ya se jodió
el modelo”. Habría devaluación.
El 17 de febrero, al día
siguiente del primer cumpleaños del Rayo, -que festejamos en otro departamento,
ahora en la colonia Nápoles- el dólar pasó de costar 22 pesos a 46 pesos. Mi
reacción fue pedirle prestado a mi mamá para comprar de inmediato un aparato de
sonido, que le pagué con “interés familiar” (es decir, cero). A los pocos días,
duplicó su precio, como parte del inicio de una espiral inflacionaria que se
convirtiría en pesadilla cotidiana durante más de seis años.
El día mismo de la
devaluación, Eduardo González me pidió de urgencia que redactara un discurso
sobre el tema, para la campaña de Martínez Verdugo. Así lo hice, el discurso
resultó un éxito –el unomásuno, que
entonces era el periódico más importante, lo reprodujo completo- y fue el primero de varios que hice para
Arnoldo en esa campaña.
La especulación cambiaria,
iniciada por los grandes operadores de mercado, continuó y se trasminó a la
clase media, que empezó a hacer líquidos sus depósitos denominados en dólares.
Lo que tenía que pasar, pasó, y, mientras el peso seguía devaluándose, el
gobierno decidió no reconocer como dólares aquellos depósitos, que cambiò a una
tasa de 50 a 1.
Hubo quejas, pero aquello no
eran dólares, sino depósitos “denominados” en esa divisa. Nuestro compañero de
generación en la UNAM, Jonathan Davis, trabajaba en aquel entonces en el Banco
de México y resumió con una frase magistral lo hecho por el gobierno: “Esos dólares primero los
inventamos, y luego los desinventamos”.
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