jueves, octubre 21, 2010

Guerrilla Marketing

Cuando todavía no despuntaba el amanecer, una camioneta color gris se estacionó a un lado del parque, en lugar prohibido. De la parte trasera bajaron tres jóvenes, dos mujeres y un hombre, vestidos en ropa deportiva. El muchacho cargaba un maletín de tela que había adquirido forma de cubo, seguramente por una caja que tenía adentro. Al volante estaba un hombre de cejas pobladas y barba muy oscura, que se mantuvo allí mientras los jóvenes hacían breves ejercicios de estiramiento, con las piernas sobre el piso de la cajuela de la camioneta.
Por allí pasaba el Pastelero, que los vio mientras iba en su decimaquinta vuelta al circuito.
A la altura del 500, el muchacho dejó la mochila junto a un árbol. La abrió, sacó unos paquetes, los metió en su cangurera. Pasó otros a las chavas, que hicieron lo mismo. Levantaron los brazos y se pusieron a hacer algo de calistenia. Se veía que eran novicios.
Eso lo notó hasta el Doc, que pasaba por ahí trotando, mientras escuchaba The Grand Wazoo en su ipod.
Los tres jóvenes empezaron a trotar muy despacio, tanto que algunos de los caminantes los rebasaban. Estaban haciendo una tarea de reconocimiento. Pasaron por el Cero, junto a la zona de calentamiento y la pequeña pista para sprints. Apuntaron mentalmente que allí había bastante gente. El hombre de la barba negra les había dicho que dieran una vuelta para que la gente los ubicara como si fueran otros corredores. Era parte del papel que tenían que jugar.
Los Gordos Diabólicos, que no faltan un solo día a correr, de inmediato los notaron. El muchacho, un güerito, tenía cara de tonto. Pero las chicas estaban guapas, y eso siempre da gusto ver, aunque uno esté haciendo abdominales.
Mientras trotaban, los muchachos notaron que entre el 100 y el 200 había muchas entradas al parque, y que había algunas personas estirándose, que en la zona interna estaban unas muchachas haciendo ejercicios con pelota y que en un claro unos hombres de cierta edad desempacaban capotes, muletas y espadas. Subieron por unas curvitas y ya estaban de nuevo frente a la camioneta. El barbón había bajado. Se detuvieron. El rostro del muchacho estaba rojo del esfuerzo.
¿Listos? –preguntó el de la barba negra.
-¡Listos! –respondió animosa una de las chicas, de blusa blanca y licras negras.
Esperaron unos segundos a que llegara el primer corredor. Era Mister K., el que siempre presume de los muchos kilómetros recorridos. Cuando estaba a unos metros el muchacho exclamó:
-¡Qué hambre tengo!
Y se puso a correr a la derecha de Mister K.
-¿Quieres algo rico y natural? –le preguntó una de las muchachas, y se puso a la izquierda del corredor, que –fiel a su costumbre- sólo fijó su vista en los senos.
-¡Por supuesto!
De atrás llegó corriendo la otra chica, casi jadeando porque no es que Mister K. hubiera bajado su ritmo y, estirando la mano, le ofreció un paquetito al hombre.
-Es la nueva barra integral Vida Natural, deliciosa.
Mister K. tomó apresuradamente la barrita con una de sus manos enguantadas (el otro guante escondía, debajo, la llave de su carro).
-¿Y a qué canijas horas quieren que me coma esto?
-A la hora que quiera –alcanzó a decir el muchacho con una sonrisa.
Caminaron de regreso al 600 y se encontraron a otros corredores. Siguieron con su tarea. Algunos, sobre todo los que iban caminando, aceptaron de buen grado la barrita. Otros menos, sobre todo los que iban muy rápido, y en la persecución la barra de cereal se iba haciendo pedazos. A veces, en el momento de la entrega –y sobre todo si el atleta le parecía fotogénico- el barbón, que era el jefe del equipo, tomaba una foto.
“Está saliendo bien la estrategia” –pensó el hombre de barbas negras-, “vendremos todos los días de la semana y, como estos corredores son lideres de opinión si se trata de alimentación nutritiva, harán mercadeo viral por nosotros. De boca a boca se conocerá el producto”. Miró de reojo la camioneta por si pasaba algún policía.

Al Doc le tocó una barrita bastante deshecha, a pesar de que corría muy despacio. Estaba dudando si tirarla en uno de los depósitos de basura que están por el 100 cuando vio que iban llegando, desde dos avenidas convergentes, los guaruras de Kramer Hernández, el banquero. Redujo todavía su paso.
A diferencia de otros personajes relevantes que hacían ejercicio en ese parque público, Kramer hacía ostentación de su aparato de seguridad. Caminaba cien metros y trotaba otros cien teniendo al lado a su jefe de seguridad, “el Gringo” –un tipo que unos decían que era ex marine; otros, que del Special Service británico o del Mosad israelí, pero los Gordos Diabólicos afirmaban que era un experto tirador traído de la guerra civil en la antigua Yugoslavia-; atrás de ellos, muy cerca, iba un escolta mexicano con la sobaquera por encima de la playera; luego otros dos, uno por dentro del campo y otro en la pista, a quien a menudo se le veía salir la cacha de la pistola por los shorts. Esta vez no estaba el gringo.
A ninguno de los corredores le hacía gracia el entorno de Kramer. Era una suerte de violencia silenciosa la que ejercían sobre el parque, que lo arrancaba de su condición de oasis en medio de los problemas citadinos. Por eso era común que los más avezados cambiaran de ritmo al verlo. Los más lentos lo reducían, para que el grupo se les alejara. Los más veloces, lo aceleraban, para dejarlo atrás.
El Pastelero y los Gemelos Korioto estaban en el grupo de los veloces, pero el primero les llevaba unos sesenta metros de ventaja a los otros cuando rebasó a Kramer y su escolta por ahí del 450.
El güerito y las muchachas estaban a la altura del 500, imitando algunos de los estiramientos que habían visto en la zona de calentamiento; su jefe había regresado a la camioneta porque recordó que había dejado el celular sobre el asiento, y ahora sonaba con insistencia. Vieron pasar al Pastelero, a ése ya le habían dado su barrita. Se acercaban unos nuevos.
-¡Qué hambre tengo! –exclamó el muchacho, y se puso a correr junto a Kramer.
-¿Quieres algo rico y delicioso? –dijo la chica, y se colocó a la izquierda del guarura principal.
Los Gemelos Korioto habían distinguido al grupo del banquero y se disponían a acelerar, cuando la tercera chica inició su carrera, sacó un objeto metálico de la cangurera, intentó meterse entre el jefe de escoltas y Kramer y apuntó el objeto a la cabeza del banquero. Los hermanos frenaron instintivamente, y es que no pasó un segundo cuando el hombre de la sobaquera sacó su arma y le disparó en la nuca a la muchacha, que cayó muerta al instante, y el guarura de la pistola en el short la desembuchó sobre un tipo de barbas, al que descubrió corriendo de la penumbra arbolada a la pista blandiendo una cosa de metal brillante, y lo dejó tirado en un charco rojo.
Del otro lado del celular, el dueño de la pequeña empresa de cereales se preguntaba si de verdad había sido un éxito lo que le vendieron como guerrilla marketing.

No hay comentarios.: