jueves, mayo 27, 2010
Personajes culichis (biopics)
martes, mayo 25, 2010
Biopics: Por La Cruz de Elota y otros caminos de Sinaloa
jueves, mayo 20, 2010
Doble Cero
La historia empieza en la casa de Rambo. El Loco, me llama, porque así estaba pintado en mi auto el día en que nos conocimos. Cuate del barrio. Buena onda. Aproveché que teníamos un día libre para ir a verlo. Las raíces. Fui con Mitzi, mi novia.
Nos relajamos, escuchando música. Bebimos unos desarmadores y estuvimos cotorreando. El gusto de estar. Rambo y Mitzi fumaron mota, yo me tomé unas benis, que son el pan de cada día en mi profesión. Ellos abajo-abajo; yo, abajo-arriba. La conversación fluyó de todo y de nada, como un río de niebla. Pero en el jardín del Edén, maese, In-A-Gadda-da-Vida, entre el sonido del elefante, los tambores y el órgano de la iglesia, muy europeo él. Así rico se hizo de día y me fui a echar un rato a la cama. Desperté como a mediodía y de inmediato le llegué al ácido, un Purple Haze doble-cero, sabor metálico en la lengua. Y, para celebrarlo, puse el disco de Jimi, Electric Ladyland. Rayos multicolores en mi cabeza, porque era la música por dentro, y mi cuerpo aplastándose a una gravedad de mil, echando raíces que salían de mis pies.
Al rato llega Mitzi con café, unas donas y el periódico en la mano. Miro la taza de café, el humo que despide. De repente, escucho:
-Esto tiene que estar mal –dice Mitzi- aquí dice que lanzas hoy.
-Está mal, seguro. Lanzo hasta el viernes.
-Pero nene, ¡hoy es viernes! Estuviste dormido todo el día. Tienes que tomar el avión –un tono chillante, amarillo, en su voz.
-No puedo volar, estoy enraizándome como un árbol –pero siento un piquete en la parte posterior de la cabeza, otro en el hígado… carajo, hay doble juego, y el primero empieza dentro de cuatro horas, qué mal pedo, voy a tener que ir, y Mitzi ya lo sabe, me agarra del brazo –siento sus uñas- para llevarme a la regadera, mis pasos en este pasillo resuenan en otro lado, donde sólo es real el vacío. Condenado a mi trabajo/juego camino al patíbulo, pesadas las piernas, la mano de ella se fusiona con mi brazo, vamos a entrar juntos a la ducha. El agua el agua va cayendo sobre mí, y es parte de mi cuerpo, de mi sangre que corre en circuitos perfectos y precisos, de mis órganos vitales. Soy fluido. El agua mana por mis costados, por dentro.
No voy, me llevan por la jungla de la ciudad –tan igual, y tan distinta, cubierta de helechos antes invisibles, que surgieron de los desagües- hasta el aeropuerto. Qué fuerte huele la turbosina, olor a modernidad, ojos rojos, de ciudad, use colirio. La cabeza me pesa una tonelada y luego es ligera como una pluma. Todo es cuestión de un movimiento, el movimiento perfecto. Como los que hay que hacer, para quedar a cabeza desnuda, frente a frente con la verdad que nos une. El vuelo entre Los Ángeles y San Diego cuesta 9.50 dólares, dura 22 minutos. Llego las 3:30, sí, hay vuelos a cada rato y escucho la música dulzona y acre de las turbinas. Una hora después, la nave despega. Estoy volando. El avión suple a la raíz. El pájaro mecánico que me tragó desaparece y, sentado en medio de la nada, siento la brisa, un viento frío, tremendo, enrarecido, a mil millas por hora. A cabeza desnuda lo desafío y lo gozo. Respiro, entra poco oxígeno pero lo sé aprovechar. Mi estómago no goza este viento. Vísceras traidoras. Las aprieto para que no se salgan.
Uta, ya estoy sentado en el asiento trasero de un taxi. Llévame al estadio Jack Murphy, que tengo que jugar. Y que vaya hecho la madre. Me recuesto y siento que el cuello se pega al asiento forrado de cuero, se fusiona brevemente con él. El auto vuela, ya estoy frente al parque de pelota.
El partido empieza a las 6:05. Ya llegué, son las cinco y estoy sentado en el vestidor. ¿Cuál es mi locker, mi closetcito, mi tumbita? Pregunto como quitado de la pena y me lo señalan. Esta chingadera no se me va a bajar para cuando empiece el juego. Entonces salgo decidido a encontrar a la tipa que siempre me espera en San Diego para darme mis benis. Está apenas afuera del dugout, recargada sobre los rieles, con su sonrisita de vendedora. Le pido mi dosis y no tiene el Dexamyl, las pastillitas verdes, pero me ofrece benzedrinas, y saca ocho crucecitas blancas de su bolsita dorada, refulgente. Son la droga del beisbolista, tan comunes como mascar tabaco y escupir fuera de la cueva. No salga sin ellas al centro del diamante. Nunca. De regreso al vestidor, me las tomo con bastaste agua. A ver si así le bajo.
Voy a calentar el brazo al bullpen. Ahí me espera el catcher. No hace frío, ni calor. Cero grados. Nel. Lanzo y sale un cometa, con su cola chispeante. Cámara, y eso que apenas voy empezando. Qué manazas tengo, la pelota ha empequeñecido y es como de golf, dura y cabrona. Ahí te va, Jerry. Whoosh, qué duro sonó el cometa, la arenisca galáctica en su mascota.
El brazo se calienta, siento perfectamente cómo la sangre baja del hombro. Pero a medida que lo hace, la bola aumenta de tamaño. Ahora es como una pelota de volibol, pesada. Igual el brazo está como fierro ardiente y whoosh, otro rectazo color azul eléctrico.
-Oye, ¿estás pacheco verdad? –me dice Jerry, y se ha de imaginar que es sólo mota, porque para los peloteros el ácido es cosa sólo de los hippies que ven en la tele. Nomás suelto una sonrisa que significa simón, o que él entendió así. Está bien, me ayudará. De hecho, después de calentar, Jerry se mete al vestidor y se pone cinta fosforescente en los dedos. Me cae que los receptores son magos.
Inicia una llovizna, finita finita pero la siento como minúsculas agujas. Camino hacia la cueva y espero que la lluvia arrecie, que el partido se cancele y que mañana pueda lanzar con todos mis sentidos. ¿O es que ahora no los tengo? ¿Acaso no tengo más? La lluvia sigue y no la siento, veo que moja el campo de juego pero no está aquí. ¿Está en mi cabeza? Me cercioro al ver el piso.
Ojalá suspendan el partido. Ojalá ojalá. Me echo un chicle a la boca para prepararme. Acaso sé que de todos modos va a haber juego. Uta, a ver si no la cago.
Sale el ampayer y hace la ceremonia de limpiar el jom. Mira al cielo como midiendo el clima y hace una seña hacia nuestro dugout. Anuncian a la persona que va a cantar el himno nacional. Descubro que tengo una pelota en la mano: parece una bola de volibol, pero con 108 costuras. No sé cómo le hace para caber en mi palma. Me pongo de pie y me quito la gorra. A ver si aguanto más de una entrada.
Alou, Alley y Clemente son dominados muy rápidamente por el pitcher de los Padres. Clemente sacó un faul que pegó muy cerca de donde yo estaba. Crac, el sonido del impacto. Muy fuerte le pegan estos cabrones bateadores.
Doy un paso para salir de la cueva y me invade la euforia de salir al montículo y lanzar. De estar en medio. En el mero centro, ante 50 mil espectadores y una fila de bateadores enemigos.
Hay que enfocar la mascota del receptor. No siempre le pego. Pero logro ver las señales que hace Jerry con los dedos fosforescentes. Contar los dedos. Dos abajo uno, se mueve a la derecha, dos, uno, golpe a la mascota.
La bola a veces es chica, a veces, grande. A veces alcanzo a ver al catcher, a veces no. A menudo la figura del bateador es un espectro: sé de que lado de la caja de bateo está, pero parece recién descendido de un barco fantasma, así de neblinosa. Neblina morada. El uniforme de los Padres no es morado.
Cosquilleo en la punta de los dedos, aprieto la bola. Trato de ver la señal del catcher, asiento, lanzo –ese movimiento que se ha vuelto connatural- y me siento fuera de balance. La bola pasa por el centro del plato, pero de un bote. Se deposita en la mascota de Jerry. Me la devuelve. Es un balón y lo tengo que atrapar con ambas manos. Lo aprieto y es de nuevo una bola pequeña.
Siento un leve temblor en mis piernas, pero de repente veo al puto de Campbell en la caja de bateo. Es el miedo el que lo hace temblar a él: vio que estoy descontrolado y teme por su vida. ¡Ahí te va una bola ceñida, ojete! No por nada soy el lanzador que más intimida a los rivales. Un gigante en la loma.
Otro lanzamiento y crac, se oye el golpe del batazo. Un elevadito fácil para el guante de Clemente. Nada mal. Viene otro ojete, Huntz. Éste se va con las bolas afuera. Entrecierro los ojos para ver la señal del catcher, pero la pelota crece en mis manos. Un nuevo piconazo. Y una bola muy afuera, Jerry sale de cacería por ella. ¡Qué lejos está el jom! El lanzamiento pesado no llega. Luego una recta humeante saca chispas de la mascota de Jerry. Concentrarse concentrarse. Pero es bola mala y el ojete trota a primera. Sonrío para que vea que me la pela.
Ahora de lado, vigilando a Huntz con el rabillo del ojo. Va una recta cometa rojo. Strike. Piso la placa. Saco el pie y Huntz recula. También así les causo miedo, pequeños naúfragos entre las bases. Recta amarilla adentro, cantado. Lo tengo comiendo de mi brazo. Me llega la canica, la palpo, siento su costura peluda. Lanzo y como que me voy de lado, como la pelotita. No se me puede ir, miro mi muñeca derecha cubierta de gotitas de rocío, cuido a Huntz. Cuando pongo el pie en la placa percibo una corriente que me llega al estómago. Igual hago el wind-up, cometa brillante y Ferrara faulea, un cohetito que cae en el guante del primera base. Dos outs.
Viene el cuarto bat. Lo enfrento con dos bolas rápidas, una tras otra, que salen zumbando de mi mano, pero llegan mal. Siento un cólico que me quiere doblar. Respiro en la niebla. Otro lanzamiento y lo cantan strike. Ni lo vi. Es cuarto bat y tiene señal de aguantar, qué putos. Trato de verle los ojos y entonces tiro. Adentro. ¿Es la cuarta bola? Ahora no sonreí, me duele el bajo abdomen.
Acabar la entrada con meteoritos. Descubro irregularidades en la textura de la bola. Nada es perfecto. No sé cuánto tiempo me quedé mirándola, pero tenía el pie fuera de la placa, los corredores temen una reacción súbita. Con el índice en un mínimo hoyuelo de la pelota y el dedo medio atravesando la costura lanzo una recta bólido rojo. Strike. Me piden una curva hacia adentro. Va y quítate culero. Brown le tira a destiempo y la roza. Ahora la señal de May es por una bola rápida afuera. Apunto, fuego, a la mera esquina, tercer strike. La cola de la pelota es blanca, brillantísima. Cuando veo a Jerry levantarse todavía trae luz en la mascota y le cuelga una tira blanquecina que no se va y no se va mientras me encamino al dugout.
En la cueva pido un chicle y me quedo callado mientras lo empiezo a mascar. Se me acerca el chamaco Cash y me dice, en plan cotorro:
-¡Hey, llevas un juego sin hit!
-Sí, es cierto –le respondo con sequedad, lo miro a la cara muy serio y sigo callado. Seguro se dio cuenta de que estoy volando, pero no sabe en qué.
Sumergido en mi silencio y en la sombra/oscuridad, escucho el griterío inconfundible del público cuando pegamos un jonrón. Levanto la cara y veo a Willie Stargell dando vuelta a las bases, a los compañeros que se levantan para saludarlo a su llegada a la caseta. Cámara, ahora tengo un juego qué ganar.
Salgo en la segunda entrada envuelto en la nubecilla de miedo que siempre me acompaña. Miedo a fallar. A perder. A hacer el ridículo. Pero también –pienso en el momento en que cruzo la línea- miedo a mis propias, inmensas, posibilidades. ¿A qué le temeré más? Crucé la línea, me metí en el sendero que conduce a la loma de las responsabilidades. ¿Podré con ellas? ¿Con la responsabilidad existencia?
A veces, todo lo que hay que hacer con la responsabilidad existencia es manejar el sendero multicolor entre la lomita y el jom, y por ahí lanzar la pelota. Mirar a los bateadores y hacerlos sentirse vulnerables. Ellos me pueden pegar de hit, yo les puedo dar un pelotazo que les dolerá por todo el día. Va la bola adentro, cabrones, se las manda el gigante del montículo. El bateador la conecta. La bola viene bateada directamente a mi cara, me lanzo al suelo para evitarla. Levanto la mirada, veo como se dirige, despacio, al guante del tercera base. Tira a primera. Out. Uno menos. Me he de haber visto grotesco, por las risas del público. Río con ellos. Pero lo que importa es que parece que mi falta de control acobarda a los bateadores contrarios. Están dejando de aguantar, quieren deshacerse de su responsabilidad/caja de bateo. El cambio de velocidad se convierte en una línea fuerte, pero a las manos de Alou, en el jardín central. Y dos rectas ceñidas hacen el trabajo para que una curva que tarda años en caer se transforme en un elevado muy fácil al derecho. Caracho, ya acabé este inning superfugaz, estrellitas del sendero, y la lluviecilla no cesa. Miro hacia el suelo mientras camino de regreso a mi caverna, el piso está húmedo. No es mi mente. Pero ya no quiero que este juego termine. Aterricé en el rocío místico de este campo de juego por alguna razón profunda. Sí. Aquí estoy.
Me dirigía por mi chamarra y me entregaron un bat. Qué cosa tan dura. Me toca. Llego a la caja de bateo, toco el plato con la punta del tolete y me pongo en posición. De verdad que se ven monstruosos los pitchers desde aquí. Lanza y sólo veo humo, un fogonazo. Strike. Con que no me quiera engañar con una curvita hacia adentro. Es una pelotita de golf lo que me tira, viene afuera o eso quiero suponer. Bola uno. El receptor anima al lanzador, dice que no estoy ni para pegarle a una casa. Casa casa es el eco. Yo no vine aquí para eso, pero igual hago el swing y pellizco el guijarro rumbo al dugout de primera base. Quiero ver la mano del pitcher, pero sólo me queda en la retina la sensación del movimiento de sus brazos, su tórax, sus piernas. Le tiro tardísimo a la bola y regreso a la caseta, a mi esquina, a terminar de quitarme el lodo de los spikes.
Salen los compañeros al terreno y yo voy tras ellos. Me trepo en la loma y tiro dos lanzamientos: sí, allí está el jom. Estoy en el centro y percibo que el montículo de pitcheo es como una isla en un mar de verde. Mi isla de soledad y control. Hay un diamante de tierra y un océano de yerba. A la defensiva somos los guardianes del océano.
Volteo hacia el campo. Efectivamente, es un mar. Y el equipo que batea es la tripulación de Ulises que quiere regresar a casa, home, corriendo los senderos de isla en isla.
Viene el pitcher al batear, él no es un marinero, se ha de sentir allí tan extraño como yo. Me batea un cambio de velocidad, la bola sale de faul hacia el jardín izquierdo. Un out.
¿Por qué cuando fui a batear sentí el bat tan rígido y desde la loma los veo elásticos? ¿Será que se portan así porque son compañeros de los bateadores? ¿O será que me tienen miedo porque de mi mano se desprende un nuevo cometa de larga cola? Pincha un rectazo y la bola va haciendo giros extraordinarios hacia arriba y hacia atrás, rotación y traslación en espirales. Pero Jerry no se queda mirando; se quita la careta va hacia atrás, se pone debajo de la espiral y captura la pelota.
Viene Huntz otra vez. Se ríe el maldito al llegar a la caja. Cree que no lo puedo intimidar. Se equivoca. Soy un cíclope. Soy Polifemo. Me los como vivos, cabrones. ¡Ahí van mis piedras furiosas! Rectas ceñidas de más de
Ellos sólo encuentran efímero descanso en las bases. Buscamos que siempre estén inquietos, que nunca se sientan seguros. No es su casa y no son bienvenidos.
Jerry me hace una seña de que vigile a Huntz. Mi único ojo se clava en sus piernas. Él está mirando las mías. Viro y lo amarro. Luego regreso al bateador.
Soy Eolo, y desde mi isla flotante envío tormentas envueltas en esta pelota. Movimiento natural, strike cantado. Soy un lotófago. Mi alimento/droga me hace perder la memoria y estar en el preciso instante en el que la pelota se desprende de mi mano, otra buena recta que abanica. Soy un hechicero. Soy Circe. Nunca verán qué lanzamiento escondo. Fue un slider en la esquina de afuera del plato, el bateador se queda viéndolo, encantado por él. Y el ampayer canta el strike.
Regreso a la cueva y me sumo en la limpieza de los spikes. De repente veo frente a mí, flotando y a la vez en mis manos, una carta de Jackie Robinson. Me dice que me retarán, que me querrán deshacer la vida y que he de seguir adelante, porque vale la pena. Veo frente a mí, flotando y a la vez en mis manos, un recorte de periódico en el que me comparan con Mohammed Alí. Qué honor. Se desvanece también. Sigo sacando tierra de mis zapatos mientras mis compañeros batean. De repente veo un anillo de Serie Mundial en mi dedo anular, y veo mi mano en forma de puño enfrente de un jodido policía blanco que no quiere reconocerlo. Limpiar limpiar este lodo que se queda pegado. Pensar en que voy de nuevo a la loma.
No les tengo miedo cabrones. Ténganmelo.
Jerry es chingón. Me pidió una curva y yo sentí cómo mi brazo quedó colgando tras el lanzamiento pasado. Jerry se desliza, bloquea el tiro y mi brazo sigue como columpio entre dos árboles. Pide una recta ceñida, funciona y ahí está otro ponche. Entre la niebla fulguran los dedos de mi receptor. Hacia allá va la bola, cayendo lento en la mascota un rato después de la abanicada. Hacia su cueva va el bateador engañado. Con Murrell al bat, intento una curva, bota antes de llegar al plato y Jerry tiene que hacer un esfuerzo. Descubro un hilito de risa en el bateador. Ahí te va un cabronazo ceñido. Strike. Va otro y lo golpea en la muñeca. Se me queda viendo cuando, sobándose, va rumbo a primera. Como si me pudiera amedrentar. Son gajes del oficio, compadre.
Estoy relamiéndome la llovizna pertinaz, mezclada con el sudor, cuando me doy cuenta de que ya puse el pie en la placa. Volteo y el cabrón de primera va ya corriendo rumbo a segunda. Tiro afuera para no dar evidenciar mi descuido. Jerry se queda con la canica. Se levanta y me la tira con un movimiento/mohín. Qué rica lluvia, señor. Ora sí a cuidar al que está a mi espalda. No llegará a la otra isla. Lo sé porque de repente veo que la zona de strike se ensancha. Así es fácil poner la bola en una de sus esquinas. Me controlé de repente y con dos bolas buenas en mi cuenta, Canizzaro pellizca un faul de globito. Jerry se quita la careta y atrapa a Doña Blanca. Vámonos de regreso al dugout.
En la caseta me doy cuenta de que estoy mascando mi chicle con mucha ansiedad. Masco y limpio la tierra de los spikes. Se acerca a mí el novato Cash.
-Estás tirando sin hit –me dice de nuevo, los demás compañeros lo miran con reprobación; empieza a percibirse un ambiente tenso.
-Simón –respondo, y me dirijo mascando, muy quitado de la pena, a tomar el bat. En realidad estoy pulverizando el pinche chicle.
Salgo a batear con hombre en segunda. Pobrecito, quiere también llegar a casa, pero nada más verlo cómo abre se ve que no tiene fe. A lo mejor por eso, a lo mejor porque nada más veo pasar unas rayas blancas, me poncho mirando.
Parte baja. Voy al suave y, a un cambio de velocidad, me pegan rolita al short. Otro güey me tiene miedo y le tira al primer lanzamiento: le sale un fly al izquierdo. El sudor y la llovizna cada vez se confunden más. Pero el brazo sigue caliente. Va rectazo, no me lo dan. Tampoco el sinker, que bota antes del plato. Campbell va a primera. Lo miro por el rabillo del ojo, pero en realidad no lo estoy vigilando. El lo sabe. Tal vez sabe que siento que vamos ganando por siete carreras y lo que me importa es dominar a Huntz. Por eso, cuando hago el movimiento a jom, sale disparado al robo. La bola pegada al cuerpo no ayuda a Jerry y Campbell se apropió de la segunda isla. El sudor pegado a mi cuerpo. Siento como baja, arrastrado por una gravedad irresistible. También baja la bola y la primera se vuelve a ocupar.
Concentrarme ahora sí, carajo. No dejar que el cosquilleo del sudor se convierta en mínimos bichitos. Esconder el latigazo. Escuchar con atención las señales que Jerry me manda allá lejos. Un batacito me llega de un bote. Concentrarme a tirar hacia el guante ansioso del primera base. Llega la canica en una eternidad menor a la que estaba tomando el corredor derrotado. Mi resoplido hace eco en la mitad del cráneo.
En el dugout me dejan solo. Respetan el tabú. Me miro las manos callosas. Me fascina el pulgar oponible. Miro su movimiento de ave, miro como vuelan. Y entonces miro esas manazas negras tomando el cuerpo tierno de un bebé, un chingo de joyería colgando. Toman al bebé –que es mi hijo- de sus minúsculas muñecas y lo elevan. Toman esos brazos delicados con mucha fuerza, pienso, y –en la droga- esos brazos pueden sacudir al niño hasta matarlo. Y me digo, carajo, por qué pienso eso en medio de un partido de beisbol, por qué tengo que preguntarme si soy capaz de tomar un bebé, que soy yo repetido repetido, y matarlo. Si soy un pinche suicida asesino. Miro mis manos. Están hechas para tomar la bola y lanzar, pero también deben serlo para acariciar. Miro su forma, pueden ser pajaritos y volar. Se oye un alarido en el estadio (o es en mi cabeza) y me levanto a tomar agua. Tengo la maldita boca seca.
Subo a la loma. Pinche juego loco. ¿Qué entrada es? Yo nada más quiero sacar a los bateadores. Nada más quiero concentrarme y que la bola, que ya no tiene púas y pulsa cada vez menos, llegue a las manos de Jerry May. Mi mano es la que pulsa, la que late, palpita y se contrae. Las gotitas de mi sudor son transmitidas a la pelota. Vuelan con ella. Ahí va parte de mi cuerpo, un cacho infinitesimal. Bola cuatro.
Trato de mantener quieto al corredor, reviro. Siento cada uno de mis músculos al rodar la cadera. Siento el polvillo dulzón de lo que queda del chicle en el paladar. De repente, tras mi lanzamiento, Jerry se levanta y tira a segunda. Acierto a agacharme un poco. Me la volvieron a robar. Riposto la sonrisita pendeja de Colbert, que abre ya en segunda, con una mirada de fuego.
Me encabrono y mi mirada se trasmuta en las pelotas que lanzo. ¡Puro fuego! Fuego adentro, fuego abajo, fuego afuera. Resultó abrasador: dos elevados atrasados, uno que captura Mazerowski, en los rumbos de segunda, y otro que murió de faul a la inicial. Fuego adentro, fuego abajo, fuego afuera (y mi brazo está caliente como horno), pero quedan fuera de la zona buena. Otro que se embasa a pesar de mi mirada y de que todavía traigo la velocidad del rayo. Sigo tronando, escupiendo candela al guante de Jerry y al final, un pequeño lujo, engaño al bateador con una curvita que no se esperaba.
En la esquina del dugout masco lo que queda de polvo chicloso y miro el piso bajo mis pies. Debajo de ese piso hay tierra, me doy cuenta. Y hay una rajadura. Estoy en la rajadura de la tierra, ahora sí que del planeta, este momento diferente de cualquier otro, en el que estoy y vivo, que puede durar un instante o toda mi vida, no es más que una pequeñísima grieta en el universo. Este partido es un intersticio en el espacio/tiempo, pero es también un surco en mi vida. Así soy de pequeñito.
Se oye un rugido semiapagado y despierto. Salgo a ver y es otra vez el buen Willie Stargell que recorre las bases tras haber conectado un jonrón. Todos van a festejarlo. Yo, de lejos levanto el brazo a modo de saludo y enseño la mazorca. Me imagino a la pelotita volando en el intersticio más pequeño de espacio-tiempo imaginable: precisamente en el que voló, la ruta exacta que la depositó a la séptima fila que es como el séptimo cielo.
Es la baja de la séptima. Lo sé porque el sonido local mandó la gente a estirarse. Me traen un emergente, signo de desesperación. Pinche blanquito, un negro igual de malo que tú está en ligas menores. Emergente da línea a segunda, qué se creía. Siento que, por primera vez en esta noche absurda, estoy dirigiendo la pelota por el túnel de espacio-tiempo que le he asignado. Se me está bajando el pasón. Una recta cortada cae exactamente en su destino, que es la parte baja de la zona de strike, y es devuelta como rodadito al short. De rutina.
Mis reflejos están mejor, al momento de ver el roletazo a primera, parto con velocidad a cubrir la almohadilla. La bola llega al guante al momento exacto en que mi pie toca la base: un solo, fluido movimiento. Se oyen los gritos del público. ¡Qué chingón, acabo de anotar un touch down! Apenas antes de lanzarme a celebrar me doy cuenta de que esto es beisbol. Qué loco. Troto a la caseta.
Llego a la cueva en el momento exacto en el que el novatito lo hace, como si estuviéramos en consonancia. Miro el tablero y donde dice Padres dice tambien 0 0 0.
“Estoy lanzando un doble cero” –le digo.
Y el otro pregunta, haciéndose el occiso: “¿Qué es eso?”
Agüevo, hay que darle la vuelta a la superstición. Hay que darle la vuelta a todo. Estos cabrones no me han pegado de hit. Hasta en ácido les gano a los culeros. Respiro hondo y me hincho como sapo. Entonces se acerca el bat boy y me pasa una majagua. Salgo al fresco, a hacerme tonto con swings despreocupados, hasta que me toca ir al plato. De repente veo la bola que viene hacia mí, clarísima, adivino su próximo quiebre y suelto el batazo. Sale rodando fuerte y rápido, pero a las manos del parador en corto. Me ponen fuera y regreso trotando al dugout.
Suspiro, siento las miradas sobre mí, pongo una sonrisa idiota y me dedico a sacarle tierra a los spikes. Grumos que están exactamente allí y que caen al suelo en una ruta generada por Dios y por mí (que nos fusionamos y nos descomponemos en cada momento). Me siento suelto. Suelto una carcajada. Tengo un arsenal de lanzamientos en mi carcaj.
Dicen que escondo bien los lanzamientos. La verdad ni lo intento. Simplemente no gasto energía extra en cada movimiento. La energía está adentro, transmitida a la bola. O está en mi mirada aterradora. Prefiero intimidar a deslumbrar; ser efectivo a ser elegante. Mi energía viaja hacia jom, hace una curva brutal y se convierte en strike. Un lanzamiento con pureza, con la fórmula química exacta. En cuenta de cero y dos me pegan un elevadito al derecho. Uno fuera.
Con el siguiente bateador, aunque es el cuarto bat, me relajo y una curva se me queda colgada, pasa por el centro de la zona y escucho el recio contacto de la madera con la bola. Aquí se acabó. La pelota sale disparada de línea, profunda profunda y veo, entre el chipi chipi, la silueta de ese gran pirata Alou desplazándose a velocidad increíble. El jardinero se lanza a su izquierda, el brazo estirado completamente. Un atrapadón, carajo. Me doy cuenta de que mi corazón palpita más rápido. Sí me importa.
Si me importa no me voy a suicidar. Me meto mierda, pero me importa. Bola uno. Me imagino que me he echado de todo y mi cuerpo lo soporta. Bola dos. Cuerpo de atleta, don divino, tengo que mantener la bola bajita. Bola tres. Que no note que ando descontrolado. Va el automático. Y ora un rectazo asustador. Bola cuatro, el ampayer la trae conmigo. No me voy a suicidar. Me importa el juego. Me importa la vida. Me importa el cambio. Pero a veces no me percato. A veces me olvido de mí y no me importa.
Siento que crece la presión y me da miedo. Me dan ganas, entonces, de escapar pero que no se escape el corredor. Amarrarlo en su islote. Alimentarlo con lotos y que nunca llegue a Ítaca. Me dan ganas de escapar de mi vida, pero que este lanzamiento muerda la esquina difuminada. Me dan ganas de huir del éxito, pero hoy encontrarlo con esta bola que parte bajita y se convierte en rola al short y out forzado. No debo temer al éxito, me digo
En la caseta, hay un silencio de tornado a mi alrededor. El silencio más estruendoso que existe. Lo rompo.
-Todavía tengo mi doble cero, -le digo al novato y enseño los dientes detrás de mi voz de caverna.
Aguanto el silencio, que me parece va a durar cuarenta años. Me pregunto si todo esto no es una mala broma que se va a romper precisamente en unos minutos. Si no seré objeto de burla y escarnio cuando me deshagan a batazos. Me pregunto si no es mejor agarrar el palito y ponerse budista y poner la mente en blanco porque los spikes, fíjate, tienen tierra y lodito y hay que seguirlos limpiando. Terminan los Piratas de batear, me incorporo y se me presenta un inmenso mar verde pasto. A mi isla, a mi loma de las responsabilidades. A mis piedras, que es la novena entrada.
De arriba viene un cambio de velocidad que alucina al bateador. Luego viene la recta-piedra lanzada por Polifemo, él reacciona tarde, le pega atrasado y es un flaicito al jardín derecho. De lado me pide Jerry un hechizo de Circe para el emergente, sale la curva, apenas la pica con el bat y da rola a primera.
Ahora la presión está cabrona, me ahoga entre el sudor y la humedad que no cesa. Viene otro bateador emergente. Un recta cerrada para que aprenda. Una curvita que queda afuera. Otro rectazo ora sí que a la esquina. Un sinker, me vale madre, que esté abajo en la cuenta, pero el tipo se lo come. Una curva que pellizca y se salva. Otro quebrado que roza el polvo antes de que el catcher se haga de la bola. Tres y dos. ¿Podré? ¿Me impondré a mí mismo? ¿Qué me respondo, vida?
¡Soy Poseidón, hijos de la chingada! Y la bola navega en los aires como ola bajo mi mando, hasta depositarse en la mascota, luego del swing que ha matado al bateador. El estadio enemigo estalla en aplausos y los compañeros se abalanzan sobre mí. Juego sin hit ni carrera. Doble cero, carajo. Doble cero.
El 12 de junio de 1970, Dock Ellis, lanzador de los Piratas de Pittsburgh, tiró un juego sin hit ni carrera.
Catorce años después, confesó que lo había hecho bajo los efectos del LSD.
Doble Cero es un recuento imaginario de aquel día, basado en las declaraciones de Ellis, y en su vida posterior.
martes, mayo 18, 2010
Biopics: Verano en la biblioteca del Colmex
Varios profesores de economía de la UAS asistimos, en el verano del 78, a un curso de actualización para académicos de provincia que impartía la Facultad de Economía de la UNAM. Yo tomé la oportunidad, por supuesto. Por un lado, era una buena ocasión para regresar a la capital y ver a mi familia y a los cuates. Por el otro, además del curso, me serviría para hacerme de lecturas imprescindibles para la elaboración de la tesis para el grado de dottore.
Nos quedamos en casa de mis padres –entré a un debate familiar, porque Edgar quería estudiar aviación y mi papá le decía que tenía que acabar la preparatoria; le ofrecí a mi hermano que terminara la prepa, un año más breve, en Sinaloa, pero aquella discusión, como siempre, la terminó ganando mi mamá, y Edgar entró directo a la escuela de aviación-, rolé algo con los cuates (a quienes les descubrí un fuerte tonito chilango… yo me había tardado como cuatro días en absorber el acento sinaloense) y me puse un poco al día en cine y teatro. Mientras yo estaba en el curso y recopilando material para la tesis, Patricia hizo un diplomado en cirugía a cuatro manos en la UAM. Pero lo que recuerdo como más relevante de aquel par de meses fue el avance en mi investigación.
En Culiacán había podido trabajar sobre la política económica del periodo 1970-76, y algunas cosas de teoría, porque tenía disponible suficiente literatura al respecto, pero había poquísima sobre cuestiones bancarias y financieras (en buena medida por la absurda aversión de los economistas de izquierda hacia la teoría monetaria y las finanzas privadas, que son “burguesas”), y yo necesitaba urgentemente enfocar mi análisis sobre las causas y consecuencias detrás de la concentración de capital en bancos, financieras y sociedades hipotecarias.
Los cursos en la UNAM estuvieron bien, y los profes de Sinaloa estábamos entre los más preparados (es que había otras escuelas que…). Hice migas con algunos de los maestros que los impartieron y uno de ellos, Héctor Mata Lozano, que trabajaba en Nacional Financiera, me dio varios tips interesantes. El curso duraba medio día y, la verdad, no había mucho en qué actualizarme. Así que el resto de la jornada normalmente lo dedicaba a la tesis.
Pronto descubrí que la biblioteca de la Facultad dejaba mucho que desear. Malacostumbrado como estaba a la eficiencia de la biblioteca de Módena, era una monserga hojear entre kardex desgastados en archivos poco ordenados. También me dí cuenta que ((en buena medida por la absurda aversión de los economistas de izquierda hacia la teoría monetaria y las finanzas privadas, que son “burguesas”), tampoco la FE ofrecía gran cosa. Así que rápido me mudé a la biblioteca del Colegio de México, que sí tenía organización y espacios decentes, así como mucho del material especializado del que carecía la de la Facultad.
Comía en la cafetería del Colmex –un día me encontré a Vadillo y, milagrosamente, logré que me pagara los cien dolarotes que le presté en 1976- y platicaba con algunos jóvenes profesores, entre quienes vale señalar, por la útil afinidad de los temas que tratábamos, a Alain Ize.
Junto con el oficial, Riccardo Parboni, tuve como asesor el libro de Umberto Eco (Cómo se hace una tesis), que me brindó algunos instrumentos básicos para sacarle jugo a las bibliotecas y a los textos. Encontrar la referencia trascendente, ver qué otra cosa ha escrito el autor de esa referencia, cruzar información, sacar una lista grande de lecturas aunque no vayas a acabártelas. Con ese método, la investigación fue encontrando cauce y tomando forma: se dirigió a estudiar los cambios en la composición de cartera de las instituciones financieras y, en particular, la evolución de la liquidez de sus activos y pasivos: era probable que detrás del proceso de concentración estuviera un intento por evitar una crisis, derivada del hecho de que había cambiado la relación de liquidez entre los activos y los pasivos (durante los años anteriores, tanto los depósitos como los préstamos se hacían, tendencialmente, cada vez más a largo plazo; a mediados de los setenta, esa tendencia se estancó, pero sólo en el caso de los depósitos). A pesar de su nombre rimbombante e izquierdoso, la tesis se dirigía a un asunto clave para la determinación de los mercados de servicios financieros: la estabilidad del sistema.
Esto implicaba echarse un clavado en la contabilidad bancaria, en el Anuario Financiero publicado anualmente por el Banco de México y discriminar por liquidez los datos (ingenuamente, se vería más tarde en los días de la nacionalización bancaria, supuse que las inversiones en acciones eran signo de fortaleza financiera: muchas veces era simplemente que los bancos tomaban esas acciones como garantía de préstamos que no habían sido liquidados). Y echarse un clavado de ese tipo, en una época en la que todavía no existían las computadoras personales, significaba tomar la calculadora portátil y hacer una serie de operaciones para cada banco y cada año. El periodo de estudio iniciaba con más de cien bancos comerciales, casi ochenta sociedades financieras y más de veinte hipotecarias y, aunque al final sólo quedaran 35 bancos múltiples, significó realizar, a mano y según mis cuentas, algo más de 48 mil operaciones. Una chinga (me recuerdo con dedos callosos ya caída la noche, todavía en la biblioteca) pero la investigación ya estaba encaminada.
Cuando terminó el curso para profesores, por comodidad, me pasé a la biblioteca de la Bolsa Mexicana de Valores, que en aquel entonces todavía estaba en las calles de Uruguay, en el Centro Histórico, y que también tenía los apreciados anuarios de Banxico. Era nomás el último estirón. Regresaría a Culiacán con material suficiente para avanzar más rápidamente.
lunes, mayo 17, 2010
Periodismo y sospechosismo
El tema que hoy domina las conversaciones, y también las preocupaciones en México, es la desaparición de Diego Fernández de Cevallos, un hombre de relevancia nacional, por su amplia trayectoria, por sus vínculos con el poder político y con el dinero, así como por su fuerte y peculiar personalidad.
Y así como ha dominado las conversaciones, ha dominado las especulaciones. Eso es algo particularmente grave, tratándose de un caso que golpea en el corazón a la clase política mexicana y que pudiera llegar a tener consecuencias sobre la gobernabilidad del país.
México es un país con gran tradición especulativa en materia política. Nos viene de lejos. En la época en que el PRI era partido “prácticamente único” no sólo en las urnas, sino también en la vida nacional, una de las actividades favoritas de los lectores era adivinar qué mensajes cifrados se lanzaban los diferentes políticos y sus grupos a través de las columnas periodísticas. Una situación típica en una sociedad cerrada, a la que se impedía al ciudadano de a pie acceder a la información de quienes estaban en la “grilla” o la “tenebra” del poder.
Y, a falta de información, el ciudadano se dedicó a especular. A veces, los grupos de poder alimentaban esas especulaciones onanistas a través de rumores convenientemente lanzados para generar zozobra o provocar fobias. De las vacunas esterilizadoras al autogolpe de Estado de Echeverría a los pitufos de peluche asesinos. Obviamente, los rumores se alimentaban de la desinformación (o del hambre de información).
Al mismo tiempo, la sensación de separación entre el ciudadano y la vida política, generó en algunos sectores de la población una suspicacia extrema, acompañada de la tendencia a verle tres pies al gato en todo lo relacionado con ese mundo ajeno. Esa actitud ha sido bautizada con un bonito (o feo) neologismo: el sospechosismo.
En ese contexto –un humus cultural en el que la suspicacia crece en la medida en que lo hace la percepción de separación entre gobernantes y gobernados-, la irrupción de los nuevos medios de comunicación, que normalmente sirven para democratizar la información, puede tener efectos lacerantes en el tejido social.
Ha sido lo sucedido con las redes sociales de Internet recientemente, cuando son utilizadas de manera equívoca –con malicia o con torpeza- en un supuesto ánimo de informar que, subrayo, no es tal.
Pasó cuando sirvieron –con algún medio comercial como altavoz- para que los desconocidos de siempre generaran un toque de queda en Morelos. Pasó, ahora, en el caso de la desaparición de Fernández de Cevallos, cuando Twitter se convirtió en una feria de rumores e imprecisiones, en las que cayó –con frivolidad imperdonable- el ex dirigente del PAN Manuel Espino, y que llegaron a golpear a dos comunicadores de radio, de reconocido prestigio.
El ansia por la primicia –que no por informar- llevó a los internautas y a algunos periodistas a matar a Diego, a reconocer su cadáver en una zona militar, a tenerlo herido y convaleciente en un hospital, a (los políticos y comunicadores) tener que retractarse, a pesar de que todos habían recurrido a “fuentes confiables” de las que no se daba su nombre.
Otros internautas, conocidos en la red como trolls, se dedicaban en tanto a imaginar complots, a felicitarse de la tragedia y a provocar a los lectores ávidos de información confiable. Desgraciadamente, hay quienes creen que estos personajes, que suelen ser muy activos en Internet, representan una muestra de las opiniones de la población, y trabajan para complacerlos. Son los campeones del sospechosismo.
La colección de redes, contactos, relaciones e información que generan los usuarios de Internet es, sin duda, parte importante del capital social con el que contamos, en México y el mundo. Pero está insuficientemente desarrollada la capacidad para discernir información y discriminar la que es válida de la que es engañosa.
Por eso recomienda, con toda razón, Umberto Eco: “Los maestros deberían enseñar el arte de discriminar... Los maestros deberían decir a sus alumnos 'Busquen cualquier tema, la historia de Alemania o la vida de las hormigas, busquen 25 páginas web y, comparándolas, descubran cuál tiene buena información’.”
Por eso, también, sigue siendo fundamental la tarea del periodismo profesional, sujeto a unas reglas elementales de ética, y que no priorice la primicia o lo espectacular por encima de su principal calidad, que debe ser la confiabilidad.
De ahí que, siguiendo los cánones del (bueno y viejo) periodismo, para explicar con claridad los sucesos, el periodista tiene la obligación de informarse a sí mismo antes de informar a los otros.
Tiene que informar con precisión, porque es el mejor antídoto contra la parcialidad informativa y, entre un hecho y un dicho, ha de prevalecer siempre el primero.
Finalmente, cuando el reportero no esté presente en el lugar de los hechos, y haya obtenido la información de una tercera persona, citará siempre la fuente de esta información. En caso de que no se pueda revelar la identidad de la fuente, se deben emplear fórmulas que se aproximen lo máximo a ella.
La lógica del periodista profesional y la del tuitero son diferentes. Cada quien tiene su lugar. La del sospechosista es perversa.
Informar con precisión no es muy glamoroso. A lo mejor no es tan rápido. A lo mejor no es tan entretenido. A lo mejor no es tan vendedor. Pero la información confiable es imprescindible para el funcionamiento de una sociedad democrática.
Por eso, aunque me hubiera gustado morbosamente especular aquí sobre la suerte del Jefe Diego y las razones posibles de su drama, he decidido no hacerlo. .
lunes, mayo 10, 2010
Cortázar y la ola enjaulada
En el libro Papeles Inesperados, que reúne diversos textos inéditos o semidesconocidos de Julio Cortázar, aparecen unas crónicas, tituladas “Un cronopio en México”, que el gran escritor argentino publicó en El Sol de México, durante la breve primavera de ese diario cuando fue dirigido por Benjamín Wong. En la segunda de ellas, del 8 de junio de 1975, Cortázar narra su encuentro con la ola del hotel Camino Real.
“Jamás sabré, por lo demás quién me metió en el Camino Real, aunque las hipótesis se limitan a Carlos Fuentes y a Gabriel García Márquez, o más probablemente los dos juntos. En todo caso la maniobra fue impecable, porque el segundo de los nombrados me acompañó en el avión París-México y me puso en manos del primero, que nos esperaba en el aeropuerto; allí descubrí que los tres iríamos a parar al Camino Real, y pocos momentos más tarde trabé conocimiento con la ola.
Esto de la ola es capital, porque parece ser la única razón valedera de que mis amigos me llevaran a un hotel donde los cronopios se sienten perdidos y circulan por los pasillos emitiendo profundos suspiros de desánimo. Si no existiera la ola yo hubiera huido esa misma noche, pero me bastó verla para comprender que todo el resto del hotel era como esas verduritas sin importancia que rodean a un delicioso bistec y que rechazamos con un impaciente golpe de tenedor. No hay cronopio que resista a ese espectáculo y que no grite: “¡Una ola enjaulada! ¡Una ola enjaulada!”. Está ahí, vaya a verla, es una ola de veras y cristalina y espumosa, se levanta en su prisión circular como una pantera verde y se estrella en sí misma antes de renacer, fénix de agua, microcosmos del mar. ¿Qué me importaba el resto si podía quedarme cerca de la ola? ¿Qué me importaba el artificio hidráulico que la había provocado (por error, dicen algunos) si una vez del artificio o del error nacía la belleza?…”
Cuando el Camino Real estaba en construcción, cuando fue ocupado parcialmente (después de la inauguración a cargo del Señor Presidente, por supuesto) y en sus primeros años, mis amigos adolescentes y yo fuimos varias veces. Con Rafael Pérez Medinilla íbamos al hall, a ponernos detrás del conjunto de jazz que tocaba en el bar y escucharlo ahí parados por un par de horas. Con los Saddy, un día tomamos nuestras toallas caseras y nos fuimos a la alberca del hotel, donde pasamos una rica mañana calurosa, protegidos porque hablábamos en inglés. Pero con quien más cosas hice fue con Víctor Monjarás. Íbamos a la cafetería, ordenábamos un café (que servían, muy propios, con un platito debajo de la taza), echábamos el tarrito de mermelada en el plato, lo revolvíamos con la crema destinada al café y así teníamos dulcísimas y gratuitas fresas con crema para acompañar nuestro americano. Con él también nos colábamos a la zona de habitaciones, esquivando a los vigilantes y recorríamos buena parte del edificio, a veces laberíntico, en busca de alguien o algo. Allí vimos el mural de Tamayo y, maravillados, descubrimos en un rincón el de Pedro Friedeberg (eran años op, pop, sicodélicos). Pero sobre todo también nosotros nos topamos con la ola que describe Cortázar. Pasábamos largos ratos viéndola, felicísimos. Alguna vez le presté mi copia de Rayuela a Víctor, él se topó con Cortázar en París y se la autografió. Así, era un tesoro imposible de devolver.
Cuando Taide mi esposa leyó el texto del escritor argentino, se preguntó en voz alta si la ola –que ella había visto también- todavía seguía. Hace un par de días, pasé cerca del hotel con la otra Taide, mi hija, y decidí ir a buscar la ola. Allí estaba. Los movimientos peristálticos del agua queriendo salir, regresando sobre sí, y volviendo a intentarlo. Un montón de autos pasaban entre nosotros y la ola, camino al estacionamiento del hotel. La ola existía, pero no era la misma. La de mi adolescencia gritaba, se estrellaba con fuerza, gemía por no poder salir (el arquitecto ha de haber querido reproducir el sonido del mar, en una ciudad a
¿Qué pasó? Las quejas de los conductores que eran salpicados rumbo al estacionamiento o las ganas de ahorrar en electricidad hicieron que le bajaran de intensidad a la bomba que alimenta a la ola. Ahora está famélica. Fue una decepción para mi hija (a cambio, le fascinó –adolescente- el mural de Friedeberg).
La ola –que efectivamente era una de las atracciones del hotel en sus inicios- ahora ni siquiera aparece en las fotos promocionales. En cambio, está profusamente fotografiada la otra forma que cobra esa fuente: una cúpula inofensiva hecha con cortinas de agua.
Pienso que eso también le ha pasado al mundo. Hace 35 años, cuando Cortázar describía la gran ola enjaulada, todavía no llegaba la época light, la del triunfo del relativismo, del pensamiento débil y el compromiso descafeinado, a la que casi todos hemos –de una manera u otra- sucumbido. A lo mejor nuestras sociedades se han vuelto como la ola misma y ya ni siquiera rugen.
martes, mayo 04, 2010
Cantú y Soria, al libro de récords
Mexicanos en GL Abril
La temporada de Ligas Mayores ha empezado bien para los peloteros mexicanos. De entrada, el primer mes les ha traído dos marcas importantes. Jorge Cantú estableció el récord de más partidos consecutivos produciendo carrera en un inicio de temporada, al hacerlo en diez encuentros seguidos. Joakim Soria, por su parte, rompió la marca de más rescates para un beisbolista mexicano en Grandes Ligas, que estaba en poder del legendario Aurelio López, “El Buitre de Tecamachalco”. Por otra parte, está naciendo una estrella insospechada, el zurdo tamaulipeco Jaime García, que ha estado intratable en la loma de pitcheo y el michoacano Yovani Gallardo firmó un jugoso contrato multianual con los Cerveceros de Milwaukee.
Aquí, la primera entrega del análisis de los mexicanos en Grandes Ligas, en orden de su desempeño individual de toda la temporada.
Jorge Cantú. El tamaulipeco vuelve a tener un abril caliente. Se prometió pensar más en su porcentaje y en sus carreras producidas que en los jonrones, y lo está cumpliendo. Produjo carrera en sus primeros diez juegos del año (14 partidos seguidos, si tomamos en cuenta el fin de la temporada pasada), rompiendo un récord del lejanísimo 1920 y llegó a 21 encuentros consecutivos conectando imparable, algo que no se hacía desde 2005. Pegó de hit en 23 de los primeros 25 partidos. Terminó abril como líder en producidas de las Mayores. A la fecha sus números son: .296 de porcentaje, con 6 cuadrangulares y 25 remolcadas. Esperemos que al de los Marlines no le suceda lo que en el pasado, que se enfrió durante mayo y junio, para volver a su nivel hasta la segunda mitad de la campaña.
Jaime García. Tras una exitosa operación Tommy John el año pasado, el de Reynosa consiguió hacerse, en la primavera, de la quinta posición en la rotación de los Cardenales de San Luis. Y ha resultado excepcional. Cinco aperturas, todas de calidad. Derrotó a Gallardo, se enfrascó en un duelazo con Johan Santana, permitiendo un hit en 7 entradas, perdió ante Tim Lincecum y ganó sus dos últimas salidas. Su marca, 3 ganados, 1 perdido, 1.12 carreras limpias admitidas por cada 9 innings lanzados, 23 ponches. Se le embasa, en promedio, sólo un bateador por entrada. Habrá que seguirlo de cerca.
Joakim Soria. Ubicado ya en la elite de relevistas, el de Monclova ha salvado 7 partidos en 8 oportunidades de rescate. Podría tener más actividad, si el manager no se apegara tanto al librito (los relevistas intermedios tiran juegos ganados antes de que lleguen la novena entrada y Joakim). El 24 de abril se estableció como el máximo rescatista mexicano de todos los tiempos y es de esperarse que casi en cada partido siga subiendo la marca (para superar a Aurelio López como relevista, hay que recordar que El Buitre tuvo muchas más victorias y grandes actuaciones en Serie Mundial). Joakim no cumple los 26 años y lleva 96 salvamentos en su carrera. En la temporada, 0-0, 19 ponches y 2.31 de carreras limpias.
Adrián González. Garantía al guante y con la majagua, Adrián sigue jugando de manera consistente en el corazón del orden al bat de los sorprendentes Padres. Lleva .281 de porcentaje, con 6 jonrones y 17 producidas. Ya avisó que, si lo llaman al Juego de Estrellas de
Yovani Gallardo. Tras un inicio titubeante, y la firma de un contrato que lo liga a los Cerveceros de Milwaukee por cinco años, a cambio de 30 millones de dólares, Yovani Gallardo se ha visto dominador. Perdió sus dos primeras salidas, en la tercera salió sin decisión y ganó las tres siguientes, ponchando a más de una decena de rivales en cada uno de ellos. Además, ha bateado bien, con 1 cuadrangular, 4 producidas y un OPS de .824 (el OPS es la suma de porcentaje de embasamiento y slugging): Su marca, 3-1, 3.00 de PCL y 40 chocolates recetados.
Jorge De
Dennys Reyes. El zurdo de Higuera de Zaragoza se consolida como uno de los mejores especialistas zurdos de la gran carpa. De sus 12 breves apariciones en la loma, sólo en una le pegaron. El saldo: 2 ganados, 0 perdidos, 4 holds (ventaja sostenida en situación de salvamento), un rescate desperdiciado y PCL minúsculo de 1.35.
Alfredo Aceves también encontró su lugar. Es el relevista largo por excelencia de los Yanquis neoyorquinos. Controla a los rivales con discreción, sin apabullar a ponches. Apareció en ocho ocasiones y sólo en una fue apaleado. Lleva marca de 2-0, con 3.38 de PCL.
Scott Hairston. De regreso con los Padres, luego de su breve periplo en Oakland, el menor de los Hairston Arellano juega casi todos los días, pero es titular sólo ante pitcher zurdo. Lleva .269 de promedio, con 4 vuelacercas, 10 remolcadas y 3 robos.
Rod Barajas. Ahora con los Mets –y manejando bien a su cuerpo de lanzadores- el receptor californiano está bateando con poder. 6 cuadrangulares y 13 producidas hablan por él. Su promedio, normal para un catcher: .231
Juan Castro. El útil infielder mochiteco ha sustituido con algo más que decoro al lesionado superestrella Jimmy Rollins como paracorto de los Filis. Se sabe de su habilidad con el guante. E, igual que el año pasado, batea para un porcentaje decente, con pocos extrabases (.271 con 10 producidas).
Jerry Hairston Jr. es otro utility que accede a la titularidad de las paradas cortas por lesión ajena. Con San Diego ha bateado para.215, con 6 producidas y dos robos de base.
Oliver Pérez está lanzando mucho mejor que el año pasado, pero eso no es decir mucho. Los bateadores le conectan poco al zurdo sinaloense, pero sigue teniendo problemas con su control, lo que se traduce en pasaportes, demasiados lanzamientos y aperturas de pocos innings. Además, sus compañeros Mets no lo han ayudado a la hora de batear. De cinco salidas, lleva récord de 0-2, un aceptable 4.05 de limpias y 20 ponches. A su favor, la quinta salida ya puede ser considerada “de calidad”.
Rodrigo López logró obtener un lugar en la rotación de Arizona e inició la campaña con una salida de calidad. A partir de ahí, ha sido más la hiel que la miel. Se le embasa demasiada gente y, a diferencia de Oliver, el veterano de Tlanepantla no parece estar repuntando. En el año, 1-1, con un mediocre 4.50 de PCL y 19 chocolates.
Francisco Rodríguez se tomó su primer buchito de café en Grandes Ligas, con los Ángeles de Los Ángeles (valga el pleonasmo). El mexicalense, ex de Tigres y Pericos, lanzó una entrada perfecta, con un ponche, antes de regresar a AAA.
Ramiro Peña ha tenido acción limitada con los Yanquis (le toca suplir a los superestrellas Derek Jeter y Alex Rodríguez), sobre todo como bateador y corredor emergente. En el guante se lució con una de las mejores atrapadas de la temporada. Al bat, tiene un pobre .071, con 3 anotadas y 2 producidas.
Augie Ojeda ha calentado bastante la banca. Batea apenas para .100, con una remolcada.
Luis Mendoza llegó a los Reales procedente de Texas, se quedó en el róster e inmediatamente hizo de todo para ser degradado, a pesar de que el relevo intermedio de Kansas City está entre los peores de la liga. Perdió el juego en su primera aparición como relevista y lo bajaron a trapear innings. El veracruzano los dejó bastante sucios, porque a cada partido le pegaban. Fue descendido a AAA cuando llevaba marca de 0-1, 22.50 de PCL, un salvamento desperdiciado y un promedio de un jonrón recibido por cada inning lanzado.
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Adrián González tiene razón en boicotear el All-Star Game de 2011, si se efectúa en Arizona. Para presionar por un cambio de sede, en repudio a la ley racista, haz clic aquí:
lunes, mayo 03, 2010
Daños colaterales
El término “daño colateral” fue usado por primera vez por el ejército de Estados Unidos durante la guerra de Vietnam, y se refería al daño no intencional causado a fuerzas neutrales, amigas o incluso enemigas, durante una intervención militar. Ahora lo ha utilizado el presidente Calderón al referirse a la muerte de civiles inocentes durante la guerra declarada al crimen organizado.
No es casual que fuera acuñado precisamente en aquel conflicto, que se peleó tanto en las trincheras y los arrozales del sureste asiático, como en los medios de comunicación de Estados Unidos. En esa guerra por las mentes y los corazones de los ciudadanos de EU, era importante utilizar el lenguaje de tal forma que ocultara lo desagradable de un lado y evidenciara lo desagradable del otro. Así, aparecen términos como el “terrorismo antiaéreo”, que intentaba repeler el “bombardeo a tapete” (¿en la sala?), el “fuego amigo” y, por supuesto el “daño colateral”. Los muertos pasaron a ser “eliminados” (hoy se dice “neutralizados”).
Es una estrategia mediante la cual los eufemismos sustituyen a las palabras originales para deshacerse de la connotación negativa de las mismas. Típicamente, la sociedad los utiliza en temas tabú, pero en la medida en que crecen los eufemismos, aumenta también la imposibilidad de llamar a las cosas por su nombre.
Así, la pornografía es hoy “entretenimiento para adultos”, los basureros son “rellenos sanitarios”, las cárceles son “centros de readaptación social”, la crisis es “desaceleración económica”, los baños son “sanitarios” o “tocadores”, al genocidio se le llama “limpieza étnica”, a los despidos, “reajustes” o “reestructuración”, a las prostitutas, “sexoservidoras”, y a los muertos, “daño colateral”.
El lenguaje bélico que ha asumido el gobierno mexicano es hijo del cambio de una palabra, con fines propagandísticos. Antes hablábamos del combate al narcotráfico, de la lucha contra la delincuencia. Se decidió cambiar esas palabras por “guerra”, para dar una idea de la voluntad, de la decisión y de la fuerza con la que el Presidente y su gobierno –a diferencia de los anteriores- enfrentarían al crimen organizado. Estos elementos, que recibieron la aprobación de la amplia mayoría de los ciudadanos al inicio del sexenio, se vieron reforzados por la presencia de las Fuerzas Armadas. La ecuación ejército-guerra es mucho más sugerente que la ecuación policía-combate.
El pasaje del combate a la guerra supone un dato fundamental. Se asumió que los grupos armados enemigos del Estado mexicano controlan recursos naturales y humanos, y pretenden erigirse –en las zonas que dominan - como un Estado dentro del Estado. Un contrapoder criminal opuesto al poder institucional democrático. Bajo esa lógica, el cambio de estrategia se justifica, ya que se trata de legítima defensa, hay una injusticia verdadera y de gravedad y no es posible acabar con el problema por la vía pacífica. Pero, precisamente porque el agredido es el Estado democrático, dicha guerra debe tener como perspectiva y objetivo el éxito final y tiene, como condición, evitar al máximo la pérdida de vidas inocentes.
Los problemas que tenemos ahora son muchos. El pasaje supone una mucho mayor participación social y acuerdos fundamentales entre las fuerzas políticas democráticas. De lo primero, se ha trabajado poco y, si bien la gran mayoría de la población está de acuerdo con el combate a los cárteles del crimen organizado, la campaña propagandística se ha centrado en el mensaje machacón y reiterado de que “vamos ganando”, acompañado por la casi diaria presencia de armas incautadas y sicarios detenidos… que no hace sino generar la percepción de que aquellos son muchos y su arsenal, tan interminable como el flujo de dinero que viene de la droga (y mientras tanto, desde Zhenli Ye Gon, no ha caído un solo lavador serio de dinero). De lo segundo, apenas hay un acuerdo en lo general, que en lo particular no llega a ningún lado… en parte porque no todas las fuerzas políticas viven la situación como de guerra.
Aún hay más, por supuesto. La estrategia de comunicación incluye, en fotos espectaculares en edificios públicos, pero sobre todo en las calles y caminos del país, un despliegue notorio de personal fuertemente armado y con el rostro cubierto. A la población le queda claro que hay actividad del gobierno en esta guerra. Lo que no le queda claro es si se siente más segura.
En este contexto, durante los primeros años de este gobierno, hubo pocas muertes civiles –o, si no, hubo la capacidad de minimizarlas ante la opinión pública-, pero de seis meses a la fecha, éstas se han multiplicado. No sólo eso: tienen nombre, rostro, identidad, historia, como todos los muertos. Los 14 adolescentes preparatorianos de la colonia Salvárcar en Ciudad Juárez; los niños Martín y Bryan en Tamaulipas; Jorge y Javier, estudiantes de postgrado del Tec de Monterrey; los diez jóvenes de Pueblo Nuevo, Durango; Laura, Carlos y Mireya, esposa e hijos del empresario hotelero en Acapulco…
La población entiende que haya soldados y policías muertos en el cumplimiento del deber durante este conflicto armado. Pero no tiene la misma actitud cuando se trata de civiles inocentes. Más aún cuando en los casos de fuego cruzado las versiones oficiales no hacen sino sembrar más dudas. Sobre lo sucedido y sobre la imparcialidad de las investigaciones.
Dicen que Estados Unidos empezó a perder la guerra de Vietnam cuando sus hijos regresaron en bolsas. Se resquebrajaba el frente de “mentes y corazones”. Las “palomas” de la época usaban el hecho para cuestionar la guerra misma y los “halcones” argumentaban que era necesario reducir al mínimo la exposición del público a ese triste espectáculo, y culpaban a los medios por informar al respecto.