viernes, marzo 12, 2010

Biopics: Lluvia de balas en Culiacán

Una noche, regresaba con Jaime Palacios de una de esas visitas grillescas a la colonia Mazatlán cuando encontramos una gran cantidad de gente afuera del pequeño conjunto de edificios en el que vivíamos. Patricia nos contó lo sucedido, que le tocó peligrosamente cerca.

Nosotros vivíamos en el edificio central de cinco, que formaban un semicírculo. Enfrente de nosotros pasaba el boulevard Niños Héroes, que es como el malecón del río Tamazula. Tras el río había terreno silvestre y, más en lontananza, se divisaban Ciudad Universitaria, enfrente, y La Lima, a nuestra derecha.

Al caer la noche, Patricia escuchó ruidos en el departamento de junto, que correspondía al edificio contiguo. Los describió como de pelea de película del oeste – uno se imaginaba sillazos sobre la espalda y botellas contra la pared-. Se asomó por la persiana y vio que uno de los inquilinos de ese departamento, un policía judicial, salía al balcón, descamisado, cargaba una caja de municiones con una mano y una subametralladora con la otra.

Lo siguiente fue que el tipo levantó el arma y soltó una ráfaga en dirección al río. Patricia sintió que el hombre se volteaba y la descubría, así que se fue a la parte posterior del departamento y, desde allí –donde estaba el lavadero- se saltó con el otro vecino, un colombiano experto en helicópteros artillados que entrenaba a los judiciales mexicanos. El colombiano estaba ahí, con su familia, y tenía su pistola en la mano. Tanto a él como a Patricia les ganó la curiosidad y siguieron los acontecimientos –ahora desde un ángulo mucho más difícil para el enloquecido tirador-.

Otro de los inquilinos, un chilango que vivía en el edificio más esquinado, se saltó por atrás hacia un terreno baldío, alcanzó la calle y, desde alli, empezó a hacer señas a los autos para que no pasaran (Patricia y el colombiano alcanzaban a verlo, pero no el judicial, tapado por el propio edificio). Se escuchó un rechinido de alguien que frenaba, pero también pasó un auto, conducido por el Piel Roja, nuestro vecino de abajo –un apache gringo, veterano de Vietnam, casado con una vietnamita y de quien se decía era “asesor en tortura” para la misma policía judicial-, quien iba con su familia y se estacionó en medio del semicírculo. Ante el horror de los espectadores agazapados en los departamentos, el francotirador apuntó al hombre que descendía del auto, a su esposa, a los dos niños (el niño se llamaba Wan Tu, a la niña la llamábamos “Tri For”) pero disparó sólo cuando la familia había cerrado la puerta. Terminó su cargador y sacó otro de la caja. Continuó la lluvia de balas hacia la calle y el río. Luego se escucharon ruidos desde atrás de nuestro edificio, donde había una construcción. Por ahí se encaramó un comando de judiciales, que detuvieron a su compañero y se lo llevaron con rumbo desconocido. Nosotros llegamos unos veinte minutos después. Los judiciales inquilinos nunca volvieron al edificio y el Piel Roja afirmaba, muy tranquilo, que él creía que el hombre armado que les apuntaba “estaba jugando”.


He de decir que ese fue, de lejos, el episodio más violento que vivimos durante nuestra estancia en Culiacán (aunque no serían los únicos balazos que escucháramos). También, que a lo largo de esos más de dos años –gobernaba Alfonso Calderón Velarde y en la zona serrana se llevaba a cabo la Operación Cóndor del Ejército (no confundir con la que se atribuye a los militares sudamericanos de la época)- jamás supe de alguna ejecución masiva, nunca me ofrecieron droga y ni siquiera sentí un hornazo de mota. A diferencia de lo que relatan ahora, aquello era casi estrictamente un asunto de exportación, y la preexistente cultura de la violencia todavía no era potenciada a fondo por la subcultura del narco (aunque, claro está, las afinidades entre ellas permitieron que permeara con rapidez).