jueves, febrero 12, 2009

Sueño 15. El Barco de la Revolución (1-IV-1976)

Estoy en un enorme barco que hace la travesía Río de Janeiro-Nueva York. Es un barco lleno de revolucionarios italianos que vana combatir el fascismo. Hay diversas clases en este barco: primera, camarotes de segunda y cubierta. Yo duermo en cubierta, con algo de frío. En el sueño que tengo esa noche descubro que el barco en el que viajamos va a ser saboteado. Sentado en las bancas de cubierta, arropándome junto a un compañero veo, aterrorizado, cómo grupos de saboteadores perforan los botes salvavidas y los echan al mar enbravecido que, sin problemas, se los traga. Veo también algunas riñas entre la tripulación y pasajeros -no sé decir cuál de los dos grupos es el de los saboteadores. Grupos pequeños, que también saben lo que sucederá, se lanzan al mar en botes salvavidas en buen estado. Cuando venga el naufragio los botes alcanzarán solamente para los pasajeros de primera y camarotes; los de cubierta nos ahogaremos, como cuando el Titanic. Decido que me tengo que colar a la parte de camarotes; si no lo hago, de seguro moriré.
Despunta la mañana, en masa salen a cubierta, multicolores, los pasajeros de los camarotes de segunda. Entre ellos, Paolo y Anna, quienes me saludan afectuosamente. En voz baja les cuento lo que soñé, y de mi necesidad de pasar a los camarotes de segunda para sobrevivir. Paolo tiene un buen plan: conchabar con 100 mil liras a Michelini, el profesor de estadística, p
ara que me consiga un camarote, ya que -contra lo que podría suponerse- todavía quedan algunos libres.
A mediodía la gente de cubierta puede pasar a la sección de tiendas y supermercados, que está en la zona de camarotes de segunda. Michelini checa y controla las entradas. Veo cómo Paolo le pasa, subrepticiamente, las "cento carte". Logro pasar, cotorreándome a un mesero, a la sección de primera, donde están los dirigentes. De ahí he de colarme a la de los camarotes de segunda, para no salir de ahí, no sea que me descubran. Paso debajo de unas escaleras en cuyos escalones están iluminados con neón los nombres de los dirigentes del PCI. Cuando repto bajo el escalón "Berlinguer" alguien coloca el baúl de Berlinguer -tan pesado como el de Echeverría- en el escalón, que cede, doblándome la espalda. Alcanzo a zafarme y a serpear hasta la parte de los camarotes de segunda. Sólo me resta saber si Michelini cumplió y me consiguió dónde quedarme.
Paseo un poco por la librería del barco -hojeo Time, The Economist, Mad- y me encuentro con una de las chavas de Puglia que conocí en Chianciano, en el coloquio sobre Gramsci. Ella estaba conmigo -ahora lo veo- y Paolo también le había conseguido camarote. Me dice que se siente mal, que se siente culpable. ¿Qué derecho tiene ella a sobrevivir si otros mueren? ¿Bajo qué lógica se elige quién vive y quién se ahoga? Por su tono me da la impresión de que fui yo quien la incitó a buscar camarote. Me cuestiona sobre el caso. En un primer momento me entran ganas de explicarlo todo diciendo que yo soy mexicano,
que en el tercer mundo las cosas son diferentes, que soy necesario a la revolución. Pero no me convenzo a mí mismo. Le digo que es igualmente injusto que otro se salve por mi muerte y que yo quiero vivir, que soy joven. Por el pasillo pasa Paolo, me guiña un ojo. Todo arreglado, me da la llave.
El camarote tiene una vieja cama matrimonial desvencijada y una antigua mesita-tocador, una ventana que da al mar. Duermo como un leño. La mañana siguiente abro la puerta del camarote contemporáneamente a Paolo y Anna, quienes entran al cuarto y cotorrean unos minutos. Luego de esto Paolo, quien está en traje de baño, decide irse a la piscina de primera a echarse unos clavados. Anna todavía tiene sueño y se recuesta en mi cama. Le comento que quizá sería conveniente usar el techo del barco como pista, de la cual podrían partir aviones hacia Nueva York. En eso se abre el techo y un pajarito (el de Escher) dice cantando que la travesía lleva muchos años, pero que en avión no se llega nunca y, lo que es más, no llegan todos juntos. Comprendo que el barco es la Revolución Socialista. Se cierra el techo y Anna se mete bajo las sábanas, parte de sus piernas se deja ver. Abre la boca y, con naturalidad, me inclino a besarla. Cuando lo hago, y nuestras piernas se entrecruzan, ella reacciona, se aleja y camina hacia la ventana.
Pocos instantes después llegan de visita Beppe y Jorge. Beppe dice muy quitado de la pena, confiado e ingenuo, que está en cubierta. Fuma como chacuaco, habla de la gente que ha conocido en el viaje (soccia ragàzz), de la experiencia tan válida y positiva, etcétera. Me entra un poco de remordimiento. Jorge, quien está muy serio, le propone que lo lleve a esquiar -o a velear-, lo que Beppe acepta. El sexto sentido de Jorge lo ha llevado a descubrir algo que nosotros no habíamos sospechado: que el naufragio sería tal vez en pleno día. Así, diplomáticamente, sin decir nada, Jorge podrá alejarse -aun siendo pasajero de cubierta- y no perecer. Beppe se salvará sin darse cuenta; no eligió su salvación.
Dejan el cuarto y Anna, sentada en la ventana, habla y balancea las piernas. En el fondo se distingue Venecia. En la siguiente escena llego a Venecia en un barco chico a vapor. No sé qué ha sucedido, pero estoy bien, y vivo.


He de agregar que cuando le conté este sueño a Anna, me dijo: "Caramba, ni en sueños te atreves a hacer el amor conmigo". Pero este es tema de otra entrega.

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